1
Hubo un preludio a la aventura del buen viejo, pero se desarrolló sin que él casi lo advirtiera. En un breve instante de descanso tuvo que recibir en su oficina a una vieja mujer que le presentaba y recomendaba a una joven, su propia hija. Habían sido admitidas gracias a una carta de presentación de un amigo suyo. El viejo, arrancado de sus quehaceres, no conseguía quitárselas del todo de su cabeza, y miraba aturdido la carta esforzándose por aclarar el tema y librarse cuanto antes de semejante fastidio.
No que fuese estrafalario el pintor que pintó esta pequeña madona, pero, tal vez, lo inspiró un bizarro espíritu franciscano que lo llevaba a amar a todas las bestias creadas.
El modelo de la Virgen era su rubia sirvientita, que desde pocos días atrás le había procurado el dueño de casa: casi una niña, con las largas trenzas enrolladas alrededor de la cabeza, la frente color marfil, grande, prominente, y los negrísimos ojos alargados, llenos de languidez y de sufrimiento. El resto de la carita se desdibujaba hacia abajo con la boca casi invisible y el mentón amarillento, no más grande que una cereza verde. Era triste, silenciosa, tímida; y quizá su morboso miedo a las ratas había dado al pintor la primera idea del cuadrito.
De puertas afuera la luz era aún tenue, pero dentro, con las cortinas corridas y el rescoldo del fuego desparramando una luminosidad mortecina e incierta llenaban la habitación profundas sombras.
Brantain estaba sentado en una de esas sombras, que lo había sorprendido sin que a él le importara. De la oscuridad obtenía el coraje para mantener sus ojos clavados, tan ardientes como deseaba, sobre la joven sentada a la luz de la chimenea.
El brazalete se había caído en el canal.
Y el hecho de que el canal fuese el más pintoresco en la vieja ciudad flamenca de Brujas, y que las pequeñas ondas causadas por la caída del brazalete hubiesen disturbado los reflejos de magníficos campanarios, torres, chapiteles y otros ejemplos únicos de arquitectura gótica, nada hicieron para aliviar la súbita agonía de semejante pérdida.
El pequeño jardín, el cobertizo y el vestíbulo de la escalera bullían de muchachos llegados para llevar a Biasino. La mayoría de ellos eran del Oratorio de san Luigi, de entre ocho, diez y quince años, gente pobre, obreros y campesinos vestidos con el fustán reservado para las fiestas, dirigidos por un cura joven y robusto, realmente digno de cultivar una viña del Señor. Los cuatro más grandes vestían a la manera de los ángeles custodios, es decir, con una camisa blanca larga hasta los tobillos, ajustada en la cintura con una coraza dorada, con ciertas listas azules picadas de plata que, pasando bajo las axilas, se detenían en dos alas verdes de cartón, pegadas a las costillas y que impedían apoyarse en la pared. Sobre la cabeza llevaban una hermosa corona de rosas.
Con este tipo celestial se mezclaba algo más terrenal; no eran cuatro querubines a los cuales se los llevara el primer soplo de viento, o de aquellos que construyen su madriguera en medio de las nubes, sino más bien angelones tallados en madera y completamente barnizados, como se ven en las sacristías, con sus zapatos con clavos fuertes, con correas de cuero, que hacían de juicioso contrapeso a la fantasía, en tanto que las manos amarillas y alquitranadas hablaban de un oficio simple pero honesto.
En 1854 un suceso prodigioso llenó de terror y de maravilla a la entera población de un pequeño pueblo de Calabria.
Intentaré relatar esta increíble aventura con la mayor exactitud que me sea posible, aunque reconozco la dificultad de hacerlo en toda su verdad y con la totalidad de sus detalles, o al menos, de aquellos más interesantes.
Cecco no solo bebía para sentirse alegre sino también, como él decía, para calentarse la sangre, especialmente en invierno cuando tenía que levantarse tres horas antes del amanecer para dar de comer a las dos mulas, antes de engancharlas a la carreta con la que llevaba los ladrillos desde el horno hasta alguna casa en construcción. Sus borracheras solían durar dos días seguidos, y entonces sus cánticos se oían a un kilómetro de distancia a medida que se acercaba.
Los campesinos, que trabajaban en las fincas a lo largo del camino, lo reconocían en seguida y cuando pasaba lo saludaban riendo, o si se había adormecido sobre la carreta le tiraban terrones. Era viejo, flaco y con bigote blanco. Siempre sucio de polvo de ladrillo y de cal, con los zapatos rotos y sin atar y los pantalones remendados por todas partes. También las mulas eran viejas y no se mantenían erguidas, medio despellejadas por los varales y por los palos que les habían pegado otros patrones, con las rodillas hinchadas, con el aparejo más de hilo y de cuerda que de cuero, y con la cinta de los cencerros, pero sin ellos, con los hierros desclavados. La carreta, medio deshecha, con las ruedas desiguales, se mantenía íntegra gracias al alambre oxidado con que estaban atadas las maderas; inclinada hacia un lado y con las maderas tan gastadas y podridas que muchas veces se desfondaban en medio del camino. Cecco, entonces, se hacía regalar una puerta ya inservible, la ponía en el hueco de las tablas y como mejor podía cargaba nuevamente la carreta. A las mulas les daba poco de comer, pero decía que de haber sido rico las hubiera emborrachado también a ellas. Cuando podía volver a casa las soltaba a comer junto a las ovejas en un prado cercano y abandonado donde la hierba no tenía nunca tiempo de crecer.
Las vacas alineadas frente a los heniles volvían sus cabezas para olfatear aquel traqueteo que se había organizado alrededor de la mullida de la Cenicienta. La lluvia golpeaba contra el enchapado, y las bestias, somnolientas, sacudían la cadenas; de cuando en cuando, en la penumbra que no llegaban nunca a disipar las linternas polvorosas, se oía el ruido de aquellas que se acurrucaban una a una en el mullido alto de pajas, los mugidos breves y quedos, un rumiar desganado, el crujido de la paja. De tanto en tanto las vacas, inquietas, levantaban la cabeza todas a la vez.
La Cenicienta tenía a sus pies un ternerito, todavía todo blando y reluciente sobre la mullida, y lo lamía y alisaba mugiendo en voz baja. Afuera, por todos lados, se oía un fragor creciente. Poco después hubo un gran trasiego en las habitaciones superiores: pasos precipitados y muebles que eran arrastrados por el suelo. Un abrir de puertas y ventanas de par en par y voces que llamaban en el patio.