lunes, 11 de septiembre de 2023

Arnold Bennett · Un brazalete en Brujas. Traducción: Nahuel Cerrutti.

El brazalete se había caído en el canal.

Y el hecho de que el canal fuese el más pintoresco en la vieja ciudad flamenca de Brujas, y que las pequeñas ondas causadas por la caída del brazalete hubiesen disturbado los reflejos de magníficos campanarios, torres, chapiteles y otros ejemplos únicos de arquitectura gótica, nada hicieron para aliviar la súbita agonía de semejante pérdida.

Kitty Sartorius había recibido el brazalete de manos de su agradecido y espléndido mánager Lionel Belmont al término de la única representación de La muñeca Delminico, en el Teatro Regency de Londres, y cuyos diamantes estaban valuados en quinientas libras, para no hablar del oro.

La hermosa Kitty y su amiga Eve Fincastle, la periodista, habiendo agotado Ostende, llegaron a Brujas según lo previsto en su plan vacacional. El tema de las joyas de Kitty había surgido desde el principio. Kitty insistía en viajar con todas sus joyas, de acuerdo con la costumbre seguida por las estrellas teatrales de primera magnitud; en tanto que Eve insistía en recordarle aquellos días en que primaba la sencillez. Llegaron a un arreglo. Kitty podría llevar su brazalete, pero nada más excepto la media docena habitual de anillos. No fue posible convencer a esa bellísima criatura de no llevar consigo el brazalete, porque se trataba de un regalo reciente aún nuevo, extraño y divino para ella. Pero, puesto que la prudencia le impedía dejar la baratija en las habitaciones de los hoteles, se vería obligada a llevarla siempre consigo; y es lo que hacía en aquella tarde luminosa de principios de octubre, cuando durante un paseo, se encontraron con una de sus nuevas amigas, la señora Lawrence, en el archiconocido Quai du Rosaire, justo a espaldas del Hotel de Ville.

La señora Lawrence residía de forma permanente en Brujas. Tenía entre veinticinco y cuarenta y cinco años, morena, con un aire de estar dominando de continuo un instinto natural de precipitarse, y bien vestida de negro. Interesada por igual en la nobleza y en la pobreza, había entablado relación con Eve y Kitty en el Hotel de la Grande Place, que visitaba de tanto en tanto para inducir a los viajeros ingleses a comprar el genuino encaje de Brujas, trabajado bajo su propia supervisión por sus propios pobres. Aunque belga de nacimiento, envanecida por el uso fluido y correcto del inglés, dio cumplidas alabanzas a su difunto marido, un abogado inglés. Se había afincado en Brujas por lo que lo hace tanta gente, porque Brujas es barata, pintoresca y sobre todo, respetable. Además de una iglesia inglesa y un capellán, tiene dos catedrales y un palacio episcopal, con su obispo incluido.

—¡Qué brazalete tan precioso! ¿Puedo verlo?

Fueron estas simples pero eufóricas palabras, dichas con el encantador acento extranjero de la señora Lawrence, las que dieron origen a la tragedia. Las tres mujeres se habían detenido para admirar la siempre admirable vista desde el pequeño muelle, y estaban apoyadas sobre la baranda, cuando Kitty se quitó el brazalete y se lo entregó a la viuda para su examen. En el instante siguiente se escucharon la exclamación asustada de la señora Lawrence en su lengua nativa y el plas, y el brazalete fue engullido bajo la incrédula mirada de las tres.

Se miraron entre sí desconcertadas. Después miraron a su alrededor, pero nadie estaba a la vista. Entonces, por alguna razón sin duda explicable por la psicología, miraron fijamente el agua, aunque el agua allí era tan negra y tan sucia como en cualquier otra parte del sistema de canales de Brujas.

—¡Seguramente usted no lo habrá dejado caer! —exclamó Eve Fincastle con voz horrorizada. Y de inmediato y sin duda supo que la señora Lawrence sí lo había hecho.

La delincuente sacó un pañuelo de su manguito y sollozó en él, y entre sollozos murmuró:

—Debemos informar a la policía.

—Sí, por supuesto —dijo Kitty, con la ligereza de de quien un brazalete de quinientas libras es una bagatela—; lo pescarán en nada de tiempo.

—Bueno —decidió Eve—, ve a la policía de inmediato, Kitty; dado que habla francés la señora Lawrence irá contigo, y yo me quedaré aquí para poder indicar el punto exacto.

Las otras dos se movieron, pero la señora Lawrence, luego de haber dado unos pocos pasos, se llevó la mano al costado.

—No puedo —gimió, pálida—. No me siento bien. No puedo caminar. Vaya usted con la señorita Sartorius y yo me quedaré —le dijo a Eve, y se apoyó pesadamente contra la baranda.

Eve y Kitty salieron corriendo, como si toda solución fuese una cuestión de segundos y el brazalete pudiera ser rescatado del agua. Pero poco después de dar vuelta a la esquina y recorrido no más de treinta yardas, ya estaban de regreso en compañía de un oficial de policía, al cual, con la mayor suerte del mundo, habían encontrado en el pasaje cubierto que lleva a la Place du Borg. El oficial, subyugado por la belleza de Kitty, intentó ser el mejor espejo de la cortesía y el optimismo. Tomó sus direcciones y teléfonos, además de una completa descripción del brazalete y les informó que la profundidad en ese lugar era de nueve pies. Agregó que el brazalete, con toda seguridad sería recuperado al día siguiente, pero que, dado que la oscuridad era inminente, carecía de sentido intentar pescarlo esa misma noche. Mientras tanto la pérdida debía mantenerse en secreto, y para mayor seguridad varios gendarmes se turnarían en el lugar durante la noche.

Kitty se volvió, radiante, y regaló algunas sonrisas al galante oficial; Eve estaba satisfecha, y la cara de la señora Lawrence mostró una expresión menos afligida.

—Y ahora —le dijo Kitty a la señora, una vez que todo se había arreglado y un primer gendarme estaba debidamente instalado en el lugar exacto—, venga con nosotras a tomar el té en nuestro jardín de invierno; ¡y alégrese!, ¡sonría! Insisto en que no debe preocuparse.

La señora Lawrence intentó una difícil sonrisa.

—Usted es muy amable —dijo tartamudeando.

Algo que sin duda era cierto.

◊◊◊◊◊◊◊◊◊◊

El jardín de invierno del Hotel de la Grand Place, mencionado en todos los anuncios publicitarios, era simplemente el patio interior del mismo, acristalado a la altura del primer piso. Solo una de las sillas del salón estaba ocupada cuando, coincidiendo con el carillón del campanario en la otra parte de la Place, que comenzó a tocar el Nazareth de Gounod, indicando que eran las cinco de la tarde, las tres mujeres entraron en el salón.

—¡Ajá! —gritó Kitty Sartorious, cuando se dio cuenta de quién era el ocupante de la silla—, ¡el millonario! ¡Señor Thorold, qué detalle por su parte reaparecer así! Lo invito a tomar el té.

Cecil Thorold se levantó con el oportuno entusiasmo.

—¡Encantado! —dijo sonriendo, y explicó que había llegado de Ostende unas dos horas antes y se alojaba en el hotel.

—¿Usted sabía que nosotras estábamos aquí? —le preguntó Eve mientras se daban la mano.

—No —respondió—, pero me alegro de verla nuevamente.

—¿Sí? —dijo lánguidamente, pero mudó de color y sus ojos brillaron.

—Señora Lawrence —dijo Kitty—, permítame presentarle al señor Cecil Thorold. Él es insultantemente rico, pero no debemos permitir que eso nos asuste.

Desde una boca menos adorable que la de la señorita Sartorius dicha presentación hubiera sido juzgada como falta de buenos modos, pero desde hacía unos dos años Kitty sabía que cualquier cosa que ella hiciera o dijese era correcta porque era ella quien lo hacía o decía. Las nuevas relaciones se reían amablemente y una cierta intimidad se estableció de inmediato.

—¿Puedo pedir el té, querida? —sugirió Eve.

—No, querida —dijo Kitty en voz baja—. Esperaremos al conde.

—¿El conde? —preguntó Cecil Thorold.

—El conde d’Avrec —explicó Kitty—. Él se hospeda aquí.

—¿Se trata de un noble francés?

—Sí —dijo Kitty, y agregó—; le gustará. Es arqueólogo, músico y… ¡bueno, un montón de cosas más!

—Si llego un minuto tarde, ruego se me perdone —dijo una fina voz de tenor desde la puerta.

Era el conde. Después de las correspondientes presentaciones a la señora Lawrence, y a Cecil Thorold, se sirvió el té.

El conde d’Avrec era todo lo que un conde francés debería ser. Moreno como Cecil Thorold y aún atractivo, era un poco más viejo y un poco más alto que el millonario, y una barba corta y puntiaguda, exquisitamente bien cuidada, le daba una apariencia de sobriedad de la que Cecil carecía. Su reverencia era un poema vertebrado, su sonrisa una consolación ante cualquier desgracia, y manejaba su sombrero, bastón, guantes y taza con la deslumbrante seguridad de un prestidigitador. Observarlo por la tarde conllevaba el convencimiento de que él había sido creado para brillar con gloria en salones, jardines de invierno y tables d’hôte. Era uno de aquellos hombres que siempre hacía lo correcto en el momento justo, que era capaz de hablar un número indefinido de idiomas con absoluta pureza de acento (su inglés era mucho mejor que el de la señora Lawrence), como también de disertar con verve y precisión sobre todas las ciencias, artes, deportes y religiones. En resumen, era el fénix de los condes, y esa era de cierto la opinión compartida por las señoritas Kitty Sartorius y Eve Fincastle, quienes creían que todo lo que ellas no supieran acerca de los hombres bien merecía ser ignorado. Se hizo pronto evidente que Kitty y el conde se sentían mutuamente atraídos; sus sentimientos los acercaban a una velocidad que crecía inversamente a la disminución de la distancia entre ellos. Y Eve observaba esa aproximación con manifiesto interés y entusiasmo.

No ocurrió nada importante, salvo la maravillosa exhibición del conde sobre cómo comportarse a la hora del té, hasta que la refección se acercaba a su fin; y entonces, durante una breve pausa en la conversación, Cecil, que estaba sentado a la izquierda de la señora Lawrence, miró claramente alrededor del hombro derecho de su saco de tweed; gesto que repitió una segunda y tercera vez.

—¿Qué es lo que le pasa? —preguntó Eve Fincastle. Tanto ella como Kitty estaban muy alegres, animadas e incluso excitadas.

—Nada. Creí haber visto algo sobre mi hombro, eso es todo —dijo Cecil—. ¡Oh!, es solo un hilo suelto.

Sacó el hilo con su mano izquierda y lo sostuvo delante de la señora Lawrence.

—¡Miren! Es un trozo de fina seda negra, anudada. Al principio lo confundí con un insecto; ya saben cómo se ve algo extraño fuera del ángulo de visión. ¡Oh, lo siento! —El hilo se había caído sobre el vestido de seda negra de la señora Lawrence—. Ahora se ha perdido.

—Si ustedes me disculpan, queridos amigos, me voy —dijo la señora Lawrence apresuradamente, como si estuviera angustiada.

—¡Pobrecita! —exclamó Kitty cuando la viuda se fue—. Está todavía muy afectada.

Entonces, las dos procedieron a relatar la historia del brazalete de diamantes, algo que hasta ahora habían mantenido en silencio, aunque no sin dificultad, por respeto a los sentimientos de la señora Lawrence.

Cecil no hizo el menor comentario.

El conde, con la excitabilidad propia de su condición, caminaba arriba y abajo del jardín de invierno, aseverando seriamente que semejante torpeza se asemejaba mucho a un delito; después se calmó y declaró que él compartía el optimismo de la policía sobre la recuperación del brazalete; finalmente felicitó a Kitty por su conducta ecuánime pese a su infortunio.

—¿Sabe usted, conde —dijo Cecil Thorold, después que los cuatro hubieran subido al salón con vistas a la Grande Place—, mientras tomábamos el té, me quedé muy sorprendido cuando le presentaron a la señora Lawrence.

—¿Y eso por qué, mi querido señor Thorold? —preguntó con suavidad el conde.

—Creo haberlos visto juntos en Ostende hace algunos días.

El conde sacudió su estupenda cabeza.

—¿Tal vez tenga un hermano…? —y Cecil se detuvo.

—No —dijo el conde—; pero eso confirmaría mi teoría favorita de que todos tenemos un doble en alguna parte del mundo.

Un rato antes, el conde había estado hablando de la güija, (él era una gran autoridad de lo sobrenatural, el subconsciente y lo subliminal, y ahora desviaba elegantemente la atención hacia la teoría de los dobles).

—¿Supongo que no saldrás a dar un paseo después de la cena? —le dijo Eve a Kitty.

—No, querida.

—Creo que yo sí lo haré.

Y su mirada a Cecil Thorold dio a entender de la manera más clara posible que su deseo no era solo el de tener un compañero para dar una vuelta, sino también dejar a Kitty en la sola compañía del conde.

—Yo no lo haría, si fuera usted, señorita Fincastle —comentó Cecil, con estudiada calma—; en las tardes aquí es riesgoso con tanto canal exhalando miasma, mosquitos, brazaletes y toda suerte de cosas.

—Gracias, pero asumiré el riesgo —dijo Eve en un tono gélido, y altiva, salió. No quería agachar la cabeza ante los millones de Cecil. En cuanto a él, se sumó a la discusión sobre la teoría de los dobles.

◊◊◊◊◊◊◊◊◊◊

La tarde siguiente solo un policía seguía pescando el brazalete, sin resultado alguno, en el intento de sacarlo a flote de los olores secularmente enterrados del viejo canal que amenazaban destruir a los habitantes del muelle.

Cuando Kitty Sartorius había insinuado que quizá cuando las autoridades encontraran el camino para vaciar el canal, podrían llegar a entender que la tasa de mortalidad de Brujas era más alta de lo conveniente.

Sin embargo, ante la ausencia de novedades, la situación se había ido desarrollando de modo tal que el brazalete en sí mismo corría el peligro de caer parcialmente en el olvido; y de todos los lugares posibles de Brujas la situación siguió desarrollándose en lo alto del famoso campanario que dominaba la Grande Place en particular y la ciudad en general.

La altura del campanario es de trescientos cincuenta pies, donde se llega gracias a una serpenteante escalera de cuatrocientos dos escalones de piedra, aptos para jugarse la vida y las extremidades. Eve Fincastle había subido esa escalera sola, tal vez por la vista desde lo alto, tal vez buscando una cierta calma espiritual. No había pasado más de un minuto apoyada en el parapeto cuando apareció Cecil Thorold, con los binoculares colgados del hombro. Intercambiaron unas pocas ideas, pero de manera inquieta y fragmentaria. El viento soplaba libremente allí arriba entre las cuarenta y ocho campanas, pero el ambiente era opresivo.

—El conde es un hombre encantador —decía Eve, como en defensa del conde.

—Lo es —le contestó Cecil—; estoy de acuerdo con usted.

—¡Oh no, no lo está, Sr. Thorold! ¡Seguro que no!

 Entonces hubo una pausa, y ambos miraron abajo, a Brujas, con sus calles venerables, sus plazas con el césped crecido, sus canales y sus innúmeros monumentos, extendiéndose como un plano debajo de ellos en la suave y dorada luz de octubre. La gente pasaba por la calle con la apariencia de minúsculos enanos.

—Si usted no lo odiara —dijo Eve— no podría comportarse como lo hace.

—¿Cómo debería comportarme entonces?

Eve preparó su voz para una imitación burlona:

—Toda la tarde del jueves, y todo el día de ayer, no pudo dejarlos solos; usted sabe que no pudo.

Cinco minutos más tarde la conversación había cambiado.

—¿Usted vio de verdad el brazalete caer al canal?

—Claro que lo vi, y nadie pudo haberlo sacado de allí mientras Kitty y yo nos fuimos, porque no tardamos ni medio minuto en volver.

Pero no podían omitir el tema del conde, que era recurrente.

—Naturalmente que sería un buen partido para el conde… para cualquier hombre —dijo Eve—; pero entonces lo sería también para Kitty. Desde luego él no es tan rico como algunos otros, pero es rico.

Cecil examinó el horizonte con sus gemelos, y después las calles adyacentes a la Grande Place.

—¿Es rico? Me alegro de ello… ¿Pero… él fue a Gante, no?

—Sí, salió a las 9:27 y regresará a las 4:38.

Otra pausa.

—Pues bien —dijo Cecil finalmente, mientras le pasaba los gemelos a Eve Fincastle—; mire por favor hacia abajo. Siga la línea de la calle St Nicholas. ¿Ve la casa color crema con el patio interior? ¿Ve ahora dos figuras de pie juntas frente a una puerta… un hombre y una mujer, la mujer sobre los escalones? ¿Quiénes son?

—No los veo muy bien.

—Oh, sí, mi querida señorita, sí puede —dijo Cecil—. Estos prismáticos son los mejores. Pruebe otra vez.

—Parecen el conde d’Abrec y la señora Lawrence —murmuró Eve.

—¡Pero el conde está volviendo de Gante! Veo el vapor de las 4:38 allí. Lo curioso es que el conde entró a la casa de la señora Lawrence, que le habían presentado anteayer, a las 10 de esta mañana. En efecto, puede ser un buen partido para el conde. Si se piensa un poco, es justo esa clase de hombres que procuran casarse con una actriz brillante y exitosa. ¡Ahí! ¿Se está yendo, verdad? Ahora bajemos y escuchemos el relato de sus acciones de hoy en Gante, ¿de acuerdo?

—Usted quiere insinuar —Eve estalló de repente con rabia— que el conde es un… un oportunista, y que la señora Lawrence… ¡Oh, Sr. Thorold! —Y sonrió con condescendencia—. Estos celos son demasiado absurdos. ¿Usted piensa que no me he dado cuenta de cómo Kitty lo impresionó aquella noche en Devonshire Mansion, después en Ostende y nuevamente aquí? Se está dejando llevar por los celos; y usted piensa que cómo es millonario puede obtener todo aquello que desea. No me cabe la menor duda de que el conde…

—De todos modos —dijo Cecil—, bajemos a escuchar lo que dirá sobre su día en Gante.

Sus ojos se mostraron alternativamente indulgentes, enojados, risueños, protectores, admirativos, perspicaces, perplejos, sutilezas no fáciles de expresar con la palabra.

Avanzaron a tientas por el camino de bajada, y cruzaron en silencio la Grande Place. El conde estaba sentado en la terraza delante del hotel, con una copita de licor delante de él, y hacía graciosas y expresivas señales a Kitty Sartorius, que mostraba su maravillosa belleza asomada a una ventana del primer piso. Asimismo recibió a Cecil Thorold y a Eve con gestos semejantes.

—¿Qué tal por Gante? —preguntó Cecil.

—¿Fue por fin a Gante, conde? —interpuso Eve.

El conde d’Avrec los miró alternativamente, y antes de contestar, dio unos sorbos a su bebida.

—No —dijo—, no fui. Se dio el caso bastante curioso de encontrarme con la señora Lawrence, que me invitó a ver su colección de encajes. Yo mismo fui un coleccionista aficionado durante años y debo decir que la colección de la señora Lawrence es fabulosa. ¿Ustedes la vieron? ¿No? Deberían verla. Estuve allí buena parte del día.

Cuando el conde se levantó para ver a Kitty en el salón, Eve Fincastle miró triunfalmente a Cecil, como diciéndole, «se impone una disculpa».

—Mi querida periodista —remarcó simplemente Cecil—, usted levantó la liebre.

Esa tarde, la continua obstinación del brazalete en no querer aparecer, comenzó a disturbar la mente de pájaro de Kitty Sartorius. Además, el secreto había dejado de serlo y todo el pueblo de Brujas estaba hablando del asunto y qué posibilidades había de solucionarlo.

—Consultemos la güija —dijo el conde; propuesta que fue recibida con entusiasmo por Kitty. Eve, por su parte, había desaparecido.

Sacaron el tablero, y a la pregunta de si el brazalete aparecería escribió, por medio de las manos de Kitty y el conde, un tembloroso «sí». A la pregunta de «¿por quién», escribió una palabra que vagamente parecía «Avrec».

—Permítame probar este juguete, ¿sí? —preguntó Cecil sin mucha convicción, y después que Kitty asintiera, dijo con voz muy clara—. Güija, ¿quién devolverá el brazalete a su propietaria?

Y la respuesta fue, «Thorold», pero en caracteres tan firmes y regulares como aquellos de un cuaderno de escritura.

—El señor Thorold se está riendo de nosotros —observó el conde, imperturbable.

—¡Que antipático es usted, señor Thorold! —exclamó Kitty.

◊◊◊◊◊◊◊◊◊◊

De las cuatro personas más o menos interesadas en el asunto, tres se mantuvieron secretamente activas aquella noche, dentro y fuera del hotel. Solo Kitty Sartorius, plañidera dueña del brazalete, dormía plácidamente en su cama. Fue sobre las tres de la madrugada cuando se llegó a una suerte de crisis preliminar.

De las múltiples puertas con las que airear las habitaciones, sería posible imaginar que el mediocre hotel internacional hubiera sido diseñado después que su arquitecto viera alguna farsa en el Palais Royal, donde cada habitación se abre a la siguiente en cada acto. El Hotel de la Grande Place no era peculiar al respecto: todas las habitaciones del segundo piso que daban a la Place, comunicaban entre sí por puertas, que obviamente en su mayor parte estaban cerradas con llave. Tanto Cecil Thorold como el conde d’Avrec tenían un dormitorio y una salita de estar en ese piso; ambas salitas estaban adosadas, sus puertas comunicantes cerradas y la llave a cargo del dueño del hotel.

No obstante, a las tres de la madrugada dicha puerta se abrió silenciosamente del lado de Cecil, y Cecil entró en la habitación del conde. Bajo la brillante luz lunar, Cecil pudo apreciar al detalle no solo la silueta del campanario al otro lado de la Place, sino también los principales objetos de la habitación. Se fijó en la mesa ubicada en el centro, el amplio sillón dado vuelta mirando a la chimenea, el sofá pasado de moda; pero no vio ningún objeto que pudiera pertenecer al conde. Con cautela, cruzó la habitación plenamente iluminada hasta la puerta del dormitorio del conde, que no solo estaba cerrada sino que lo estaba con llave, puesta en la cerradura del lado de la salita. Abrió con sumo cuidado, entró en la habitación y desapareció…

En menos de cinco minutos volvió sigilosamente a la salita y cerró la puerta con llave.

—¡Qué raro! —murmuró, pero parecía feliz.

De súbito, sintió que su corazón se aceleraba; una forma salió del armario. Cecil se apuró en llegar al interruptor y encendió la luz. Eve Fincastle estaba ahí parada. Se encontraban frente a frente.

—¿Qué hace usted aquí a estas horas, señorita Fincastle? —preguntó con dureza—. Puede hablar con libertad; el conde no va a despertarse.

—Le hago la misma pregunta —respondió Eve con implacable crudeza.

—Discúlpeme. Usted no puede. Es una mujer. Esta es la habitación del conde…

—Es usted quien se equivoca. No es la habitación del conde. Es la mía. Anoche le dije al conde que tenía que escribir algo importante, y le pedí que me hiciera el favor de dejármela por un día. Él, gentilmente, consintió. Recogió sus cosas, me dio la llave de esa puerta y dejamos asentado el cambio en la recepción del hotel; y ahora Sr. Thorold, ¿puedo ahora preguntarle qué hace usted en mi habitación?

—Yo… yo creía que era del conde —titubeó Cecil, sintiéndose fuera de lugar por un momento—. Le pido mil disculpas…, y permítame decirle que la admiro, señorita Fincastle.

—Desearía poder devolverle el cumplido —exclamó Eve, y repitió con quejumbrosa sinceridad—. Espero poder hacerlo.

Cecil levantó y dejó caer sus brazos.

—Usted esperaba atraparme —dijo—. ¿Acaso sospechaba algo? El «escrito importante» fue una invención. —Y con una leve sonrisa, agregó—: Usted no debía quedarse dormida. ¿Suponga que no la hubiera despertado?

—Por favor no se ría, Sr. Thorold. Sí, sospeché. Hubo algo en el comportamiento de su sirviente Lecky que me dio la idea… de atraparlo. Por qué usted, un millonario, podría ser un ladrón, es algo que no entiendo. Como nunca entendí aquel incidente en la Devonshire Mansion, estaba más allá de mi comprensión. No estoy nada segura de que usted no tuviera algo que ver con el caso Rainshore en Ostende. Pero que se hubiera rebajado a la difamación es lo peor. Confieso que usted es un misterio. Confieso que no puedo adivinar nada sobre la naturaleza de su actual plan; y tampoco sé qué debo hacer ahora que lo he sorprendido. No lo sé. No puedo decidir; debo pensar. Si, no obstante, todo está perdido mañana por la mañana, me quedará siempre la posibilidad de denunciarlo, ¿se da cuenta de esto?

—Me doy perfecta cuenta, mi querida periodista; y algo, de manera sorprendente, no se perderá. Pero siga el consejo de un ladrón con un misterio, y váyase a dormir, son ya las tres y media.

Eve se fue; y Cecil agradeció su ida y se retiró a su propia habitación dejando la salita del conde a la luz de la luna.

◊◊◊◊◊◊◊◊◊◊

—La güija es un profeta fiable —le dijo Cecil a Kitty Sartorius la mañana siguiente, mientras desayunaban—; el camino indicado era el correcto.

—¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir que anoche profetizó que yo le devolvería el brazalete perdido, y eso es lo que hago.

Sacó la preciosa baratija de su bolsillo y se la entregó a Kitty.

—¿Có… cómo la encontró, mi querido amigo —tartamudeó Kitty sacudida por la emoción.

—La pesqué… la saqué fuera del lodo con un artilugio de mi propiedad.

—¿Pero cuándo?

—¡Oh! Muy temprano. A las tres de la madrugada. Como ve, estaba destinado a ser el primero.

—¿En la oscuridad, entonces?

—Tenía una luz. ¿No cree que soy suficientemente habilidoso?

La eufórica demostración de agradecimiento de Kitty no tiene cabida en el relato; basta decir que hasta el momento de la restitución no se había dado cuenta de lo valioso que ese brazalete era para ella.

Eve bajó a las diez después de haber desayunado en su habitación, y Kitty no tardó en mostrarle la pulsera pródiga.

—Le pido encarecidamente que suba conmigo al campanario, señorita Fincastle —dijo Cecil a modo de saludo, y su tono era tan serio e imperioso que ella aceptó. Dejaron a Kitty tocando valses en el piano del salón.

—¿Y ahora, hombre de misterios? —dijo Eve cuando hubieron alcanzado la cima, y veían la ciudad y sus enanitos debajo de ellos.

—Aquí no corremos peligro de ser molestados —comenzó Cecil—; me explicaré… explicación que sin duda le debo… tan pronto como sea posible.

»Su conde d’Avrec es un oportunista (por favor no se enoje), y la señora Lawrence una oportunista. Lo sé desde que los vi juntos. Trabajan de común acuerdo, y pasan la mayor del tiempo parte visitando las mesas de juego de Europa. La señora Lawrence fue expulsada de Montecarlo por intimar en demasía con un crupier. No cabe duda que frente a una mesa de ruleta se puede hacer un gran negocio con la ayuda del crupier.

»La señora Lawrence se apropió del brazalete para ella misma. El conde (debe serlo de verdad, por lo que sé) se enteró del hecho por boca de la señorita Sartorious. Se sintió muy molesto, enojado, debido que estaba algo enamorado de su amiga, y vio en ello doradas perspectivas. Y es justo este hecho, la genuina pasión del conde por su amiga, lo que hace del caso algo psicológicamente interesante. A ello siguieron los celos de la señora Lawrence. El conde empleó seis horas ayer intentando que ella le diera el brazalete, y fracasó. Volvió a intentarlo ayer noche, y tuvo éxito, aunque no debió resultarle nada fácil dado que no regresó al hotel hasta después de la una. Al principio pensé que había tenido éxito durante el día y obré en consecuencia, puesto que no veía por qué debía ser él quien tuviese el honor y la gloria de devolverle el brazalete a su propietaria. Lecky y yo le dimos un soporífero. Los detalles menores son simples. Cuando usted me descubrió anoche el brazalete estaba en mi bolsillo, y en su lugar había dejado una breve nota para el conde, que debía tener el singular efecto de inducirlo a escaparse; probablemente no se escaparía solo. Pero lo más divertido estaba por llegar; no fue hasta que usted de manera muy elaborada ocupó su salita de estar, que él se convencería que usted es cómplice de su perdición… ¿Usted, su leal defensora?

En el semblante de Eve apareció gradualmente una sonrisa avergonzada.

—Todavía no explicó cómo consiguió el brazalete la señora Lawrence.

—Venga aquí arriba. Tome estos gemelos y mire abajo hacia el Quai du Rosaire. ¿Ve todo al detalle? —Eve, de hecho, pudo ver sobre el muelle los pequeños montones de lodo que habían sido removidos durante la búsqueda del brazalete. Cecil continuó—: A mi llegada a Brujas el lunes pasado, tuve el capricho de subir al campanario inmediatamente. Presencié desde la distancia toda la escena entre usted, la señorita Sartorius y la señora Lawrence, gracias a mis prismáticos. Así como ustedes se dieron vuelta, la señora Lawrence, con sus manos detrás y su espalda contra la baranda, hizo una suerte de rápido movimiento ascendente con sus antebrazos. Entonces vi un brillo subitáneo… Perplejo como estaba, visité el lugar después que ustedes se hubieran ido, charlé con el gendarme de guardia y di una vuelta con él, y entonces caí en la cuenta de que el robo había sido planeado, preparado y ejecutado con extraordinaria originalidad e ingenuidad. Una larga, fina hebra de seda negra había sido atada a la baranda, posiblemente con un gancho en la otra punta. Tan pronto como la señora Lawrence recibió el brazalete, lo enganchó y lo tiró. La seda, en especial si es la última cosa en el mundo que uno busca, puede ser tan buena como invisible. Cuando ustedes fueron a buscar un policía, la señora Lawrence recuperó el brazalete, lo escondió en su manguito y se desprendió de la seda. Solo que en su apuro, dejó un trocito de seda atada a la baranda. Ese fragmento es el que yo llevé al hotel. Desde el principio ella tiene que haberse sentido algo incómoda conmigo… Y esto es todo, salvo que no salía de mi asombro de que usted pensara que yo estaba celoso de las atenciones que el conde dispensaba a su amiga.

La miró fijamente con admiración.

—Me alegro de que usted no sea un ladrón, señor Thorold.

—Bueno… —sonrió Cecil—, en cuanto a eso, le dejé al conde un par de luises para los boletos, y pagaré su factura en el hotel.

—¿Por qué?

—Había alrededor de diez mil francos en billetes junto al brazalete. Estoy seguro de haber obtenido beneficios de todo esto. Solo un poquito, a modo de única recompensa por los problemas creados. Les daré un buen uso.

Y tranquilamente se rió, alegre.

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Nota · Este cuento forma parte de:

Arnold Bennett: Un brazalete en Brujas · ¡Asesinato! Traducción: Nahuel Cerrutti.