Iginio Ugo Tarchetti · Los fatídicos. Traducción: Nahuel Cerrutti.
¿Existen realmente seres destinados a ejercer una influencia siniestra sobre las personas y las cosas que los rodean?
Es una verdad de la que somos testimonios cada día, pero que nuestra fría razón positiva, poco dada a aceptar los hechos que escapan al dominio de nuestros sentidos, rehúsa siempre admitir.
Si examinamos con atención nuestras acciones, incluso las más comunes e innecesarias, veremos que no hay una de la cual esta creencia nos haya disuadido, o que no nos haya incitado de un modo u otro a realizarla. Esta superstición está en todos los hechos de nuestra vida.
Muchos creen soslayar el asunto aseverando que justamente no se trata sino de una superstición, sin darse cuenta que con ello hacen una simple cuestión de palabras. Esto no restaría valor a esta creencia puesto que también la superstición es una fe.
Lo que no podemos es ignorar que, tanto en el mundo espiritual como en el mundo físico, cada cosa que sucede, lo hace y se modifica debido a ciertas leyes de las que todavía hoy no hemos podido desvelar por completo su secreto. Tomamos nota de sus efectos, pero quedamos atónitos e ignaros ante las causas. Observamos influencias de las cosas sobre las cosas, de las inteligencias sobre las inteligencias, y de estas sobre aquellas a un tiempo; observamos todas estas influencias entrecruzarse, intercambiarse, actuar la una sobre la otra, reunir en un solo centro de acción estos dos mundos tan distintos: el mundo del espíritu y el de la materia.
Llevamos nuestra fe hasta donde llega la penetración humana; el secreto de los fenómenos físicos es en parte violado; la ciencia analiza su naturaleza; sus sistemas, sus leyes, sus influencias nos son casi todos conocidos, pero se ha quedado rezagada frente a los fenómenos psicológicos, y frente a las relaciones que une estos a aquellos. No ha podido aún ir mucho más allá, deteniendo nuestras creencias en el umbral de este reino inexplorado. En el terreno de los hechos podemos admitir ciertas tesis generales, ciertas verdades complejas, pero no así en el terreno de las ideas.
Allí donde los hechos son inciertos, las ideas resultan confusas. Pasan cosas que no presentan un carácter preciso, sensible, bien definido, y que nuestra razón calculadora no sabe bien si debe negar o admitir. Hay, por lo tanto, ideas incompletas, oscuras, fluctuantes, que no consiguen jamás presentarse bajo un aspecto claro, y que no sabemos si aceptar o rechazar. Esta incertidumbre de hechos, esta suma de ideas inacabadas, este estar en medio de una fe estática y otra titubeante, constituyen quizás aquello que llamamos superstición: el punto de partida de todas las grandes verdades. Porque la superstición es el embrión, el primer concepto de todas las grandes creencias.
Cuando veo una superstición apoderarse del alma de las masas, pienso que en lo profundo de la misma hay una verdad, puesto que nuestras ideas no se suscitan sino a partir de los hechos, y esta superstición no puede haber nacido que de un hecho. Si este no se ha renovado todavía y generalizado para confirmarla, es debido a que el camino de la humanidad es largo –más largo que el de las cosas–, y nadie puede determinar el tiempo y las circunstancias en que podrá repetirse. Los hombres hemos adoptado un sistema fácil y lógico en cuanto a convenciones: admitimos lo que vemos y negamos lo que no vemos; pero este sistema no ha impedido hasta ahora que hayamos tenido que admitir más tarde no pocas verdades que antes habíamos negado. La ciencia y el progreso dan fe de ello. Del resto, sea como sea, por lo respecta a las influencias buenas o malas que tanto hombres como cosas puedan ejercer sobre nosotros, no hay persona que no tenga una idea más o menos firme, más o menos iluminada, más o menos confirmada por la experiencia. Todo lo más se trataría de reconocer si ella tiene o no razón de ser, y hasta que punto debe ser aceptada, que no negada, puesto que la existencia de esta fe es indiscutible.
Por mi parte, encuentro pruebas por doquier. Por lo mismo pienso que la antipatía no es otra cosa que una tácita conciencia de la influencia fatal que una persona puede ejercer sobre nosotros. En las masas ignorantes esta conciencia ha creado la yeta, en las masas cultas la prevención, el recelo, la sospecha.
No hay nada más común que oír exclamar:
─Esa persona no me gusta...; no querría encontrarme con esa persona en la calle...; me da miedo...; delante suyo es como si yo no existiera...; cada vez que me crucé con esa persona me pasado algo malo.
Y esta creencia se presenta bajo tantos aspectos, que casi no advertimos que es poco menos que innata en nosotros como lo son todos los instintos de defensa que nos ha dado la naturaleza, y aunque sentida por unos pocos hombres, es, en realidad, en mayor o menor proporción, un legado común a todos.
Esta superstición acompaña la humanidad desde su infancia y está presente en todos los pueblos. Los hombres de genio, aquellos que han sufrido mucho, han sustentado esta creencia más que otros. El número de quienes creyeron ser perseguidos por un ser fatal es infinito, tanto como aquellos que creyeron ser fatales ellos mismos; Hoffmann, bueno y afectuoso, fue torturado toda la vida por este pensamiento.
No es necesario extenderse más en el asunto, dado que la historia está llena de estos ejemplos, y cada uno de nosotros puede encontrar en su propia vida íntima las pruebas de esta creencia casi instintiva.
Yo no pretendo demostrar ni lo absurdo ni la verdad de la misma; creo también que nadie pueda hacerlo con argumentos de peso. Por lo tanto, me limitaré a relatar algunas historias que tienen directa relación con esta superstición.
En el carnaval de 1866 me encontraba en Milán. Era la noche del jueves gordo y el desfile de disfraces estaba animadísimo; debo aclarar que, en realidad, lo estaba de espectadores, no de disfraces. Que si aquello de la fama usurpada, tan frecuente y a menudo justa en arte, se aplicara a las fiestas populares, el carnaval de Milán tendría sin duda su parte. Estas fiestas no son sino una mistificación, y tienen su razón para serlo, puesto que los miles de forasteros que vienen anualmente están predispuestos a divertirse. Solo se trata de instilar en ellos la idea de que el carnaval de Milán es la cosa más cómica, más ingeniosa, más divertida que exista en este mundo. Una vez difundido este convencimiento, no son necesarios los hechos para confirmarlo: la finalidad de la diversión ya ha sido obtenida.
Como quiera que sea, el carnaval de 1866 no era menos animado que otros, y en las primeras horas de ese jueves lardero, la gente se había desparramado por la ciudad como un torrente. El gentío abarrotaba las calles de tal manera que en algunos puntos era imposible moverse, y cerca del cruce de San Paolo donde yo me encontraba estábamos literalmente apretujados.
Los honestos milaneses se entremezclaban fraternalmente con los forasteros embelesados por el placer de la mirada, que es, en última instancia, lo que constituye la única, inefable diversión de este célebre carnaval.
Ignoro cuánto tiempo permanecí allí, de pie, en medio de aquella multitud, en una postura francamente incómoda, hasta que de pronto, cuando me di vuelta para ver si encontraba alguna forma de salida, me llamó la atención, cerca de mí, un espectáculo muy curioso.
La muchedumbre no se había espaciado, pero formaba un corro en cuyo centro mágico se veía un jovencito de no más de dieciocho años, pero que mirándolo bien aparentaba alrededor de veinticinco, con su rostro marcado por el sufrimiento y en cuyos rasgos estaban impresas las huellas de una existencia más larga y trabajada. Era rubio y muy atractivo, aunque excesivamente delgado, pero no tanto como para que la belleza de sus lineamientos resultara alterada; tenía los ojos grandes y azules, el labio inferior un poco saliente, con una expresión de tristeza más que de rencor. En toda su persona había algo femíneo, delicado, inefablemente gracioso, algo de aquello que los franceses llaman souple, y que yo no sabría expresar mejor con otra palabra de nuestro idioma. La pureza y la armonía de sus líneas eran maravillosas y vestía con extrema elegancia; miraba aquí y allá, un poco al gentío y otro poco a las máscaras, con un aire melancólico y perdido como si se encontrara en aquel lugar a pesar suyo, y más ocupado de sí mismo que del espectáculo poco atrayente que se ofrecía delante de sus ojos.
Pero aquello que había atraído mi atención era que él no parecía haberse dado cuenta del círculo creado a su alrededor, ni algunos de aquellos que lo habían formado mostraban haberlo pensado. No había en ello nada de extraordinario, pero la existencia de un espacio así en medio de una aglomeración tan densa, en ese hervidero que se movía, palpitante, y fluctuaba como un solo cuerpo, sin jamás invadir el vacío de aquel punto, me parecía digno de atención. Se diría que de aquel joven emanaba un fluido misterioso y repulsivo, capaz de alejar de él todo aquello que lo rodeara.
En el instante en que lo miraba le tiraron algunos confites, algunos de los cuales se quedaron entre los pliegues de su capa que llevaba colgada del brazo; un chiquito se introdujo en el círculo casi para pedírselos, visto que él no los había recogido ni tampoco había sacudido la capa para que cayeran.
El joven lo miró con afecto, recogió los confites y se los dio; y antes que se alejara le acarició el pelo con una ternura delicada y melancólica.
Había puesto tanto afecto en ese acto, que aunque la naturaleza no lo hubiese dotado de un rostro tan dulce y simpático, se lo habría juzgado como bueno y cortés.
Es un hecho que el rostro es un espejo del alma: no se puede adivinar si la naturaleza misma confiere una expresión buena a los buenos y mala a los malos, o si la bondad y la maldad humanas pueden obrar de tal modo sobre las facciones como para modificarlas e imprimirles su propio sello; lo cierto es que el corazón se hace visible a través del rostro, incluso en aquellos cuya belleza querría esconder un ánimo infame, o en aquellos otros donde su bajeza oculta uno honesto.
No me cansaba de mirarlo.
No sé si los afectos de los demás hombres están gobernados por esta ley de simpatía y antipatía improvisas, enérgicas, inexorables a la que están sujetos los míos. Para mí, enamorarme de una mujer, o concebir una inclinación o una aversión irresistibles por una criatura cualquiera no es cuestión que de pocos minutos.
Lo hubiera abrazado en plena calle, arrastrado por su expresión afectuosa, un lenguaje que iba directo al corazón sin dar lugar a la razón de entrar en conflicto.
No me moví de allí hasta que él no lo hizo. La fiesta comenzaba a languidecer y la muchedumbre a abrirse; el crepúsculo envolvía paulatinamente toda la escena en una penumbra gris y pesada. Estábamos a un paso de un café y él entró con el aire de un hombre que no sabe cómo pasar el tiempo, que siente el peso de sus brazos, de sus piernas, y que quiere desembarazarse de todo y arrojarlo sobre un diván como un peso molesto e inútil. Yo, que me hallaba en una situación parecida, entré detrás de él.
Nos sentamos frente a frente, yo a mirarlo, él a leer. Pero no daba la impresión de estar muy preocupado por la lectura, tanto que si hubiese agarrado el diario al revés ni se habría dado cuenta. Sus ojos estaban fijos sobre las páginas de aquel diario, pero parecían mirar hacia dentro más que hacia fuera, concentrada su visión en sí mismos, tan solo ocupados de aquello que sucedía en el ánimo del joven.
No había aún redondeado esta reflexión cuando vi que en la calle se formaba un grupo de gente y algunas mujeres gritaban; estaba a punto de levantarme cuando se abrió la puerta del café y metieron dentro un chiquito desmayado: había sido atropellado por un carruaje y tenía un brazo roto. Reconocí no sin dolor en ese niño a aquel otro que el desconocido había acariciado en medio del círculo y al que había regalado los confites caídos sobre su capa.
Instintivamente volví mi mirada hacia donde él se encontraba y advertí en un instante que salía a toda prisa del café. Su semblante, reflejado por un momento en un espejo situado frente a mí, me pareció palidísimo.
Poco después yo también salí de aquel lugar sumido en tristes pensamientos.
Esa misma noche iba a tener lugar en la Scala una representación extraordinaria.
La ópera anunciada era La sonámbula, y el público había asistido numeroso para escuchar esa música divina, tan llena, tan compleja en su simplicidad. Poco antes se había representado La africana de Meyerbeer, pero de éste a Bellini, por lo menos la diferencia, por no decir la distancia, es bien grande. El teatro estaba iluminado al máximo, el público abarrotaba la platea, y no había otros palcos vacíos excepto cinco o seis, todos en el mismo sitio; en uno de ellos reconocí, con gran sorpresa por mi parte, al joven que poco antes había visto asistiendo al desfile de máscaras.
Estaba solo y ya no se mostraba ni triste ni meditabundo. Vestía un traje negro muy elegante pero nada demostraba alguna dedicación especial respecto de su persona. No sé si por una forma de autoengaño, de alucinación u otra cosa, pero me parecía extraordinariamente bello, mucho más de cuanto me lo había parecido pocas horas antes.
Había en ese rostro algo luminoso, algo de esa transparencia profunda, aunque turbia, empañada, que tiene el alabastro. Tenía de hecho la misma palidez; de no mirar sus ojos, o no examinar el movimiento prodigioso de sus lineamientos, se hubiera podido pensar que estaba muerto o petrificado. Sus cabellos conservaban aún esa finura, esa flexibilidad, esa brillantez, ese encrespamiento simple y natural que tienen los niños; eran de un rubio maravilloso y lucían como hilos de oro al reflejo de las llamas de los candelabros. Estaba acodado sobre el antepecho, la mejilla apoyada sobre la mano, y su cabeza así inclinada parecía aún más bella. Poseía esa especie de belleza que tienen las mujeres, y que adquiere a la luz un halo misterioso y fascinante. Contemplándola desde la platea, oculto el resto de su persona, aquella cabeza tan diáfana podría haber sido la un niño, o la de alguna criatura frágil y delicada, tal vez la de un ser sobrenatural.
Yo solo había remarcado algo que parecía tener una extraña relación con lo que ya había observado durante el desfile de disfraces, quiero decir ese encontrarse tan aislado en un palco en torno al cual había otros cinco o seis vacíos, mientras no era posible ver en ninguna otra parte del teatro ni uno que no estuviera ocupado; era necesario haber asistido al accidente del círculo para sorprenderse ante este hecho. En cualquier caso, los espectadores habían sido unánimes en advertir su belleza y admirarla, y no tardé en darme cuenta que sobre todo las señoras, impresionadas, competían en dirigir sus catalejos hacia el palco.
Entre aquellas que habían conseguido con mayor facilidad atraer su atención, había una jovencita asimismo muy hermosa que ocupaba un palco no demasiado distante de aquel del joven. Como suele pasarles a todas las muchachas verdaderamente ingenuas –no esa clase de ingenuidad que a menudo deben ostentar como un papel de comedia, hasta que el marido no las autoriza a representar otro distinto, sino esa otra verdadera que tiene su raíz en la virginidad de la mente y del corazón–, había quedado fuerte y súbitamente impresionada. Era demasiado joven para simular con malicia, y creo no haber sido el único en percatarse de su turbación y excitación.
Asistí por unos momentos a aquella especie de conexión misteriosa establecida entre ellos, introduciéndome como un intruso en esa corriente magnética que fluía entre sus miradas; después, algo avergonzado de espiar, de ser cómplice de su felicidad, como un mendigo que asiste a un banquete desde el umbral de la habitación sin poder disfrutar del perfume de las salsas y las viandas, volví a mí mismo y procuré concentrar mi atención en el espectáculo de la ópera.
Dije que me había avergonzado, pero para mí solo. Porque si algo en el mundo frente a lo cual no me permito una risa sarcástica por desprecio ni el llanto por piedad, es la vista de dos personas que se aman. Con frecuencia recorro de noche los viales públicos, en algún bosquecillo de tilos, con la sola finalidad de encontrar alguna pareja de enamorados, y nunca me ocurrió de pasar cerca de una de ellas sin que un sentimiento de profundo respeto me invadiera. Lo confieso, esos son los únicos instantes en mi vida en que mis semejantes me parecen menos tristes de lo habitual.
Poco a poco conseguí concentrarme totalmente en la representación de tal manera que logré no levantar mi vista hacia el palco del desconocido, pero de pronto me distrajo un movimiento que se manifestó entre los espectadores en dirección a la puerta; me incorporé al gentío y pude a duras penas entrar en el vestíbulo, donde vi pasar a dos señores llevando en brazos una joven desmayada hacia una de las salas del teatro.
No diré cuál fue mi sorpresa al reconocer en ella la misma muchacha que con tanto afecto e insistencia había mirado a mi desconocido. Lo sucedido no podía ser más que un capricho del azar; sin embargo era la segunda vez en el término de unas pocas horas que veía una persona a la cual él había manifestado su predilección, ser golpeada repentinamente por una desventura.
Reentré a la platea.
Él ocupaba todavía su lugar, en la misma postura de antes con la mano sosteniendo la mejilla, pero su semblante por un momento coloreado de un rojo vivo se había vuelto en un instante de una palidez cadavérica. Era evidente que sufría, y como tampoco le resultaban indiferentes las indiscretas y casi acusadoras miradas de que era objeto, continuaba inmóvil en su sitio con el fin de disimular su conmoción y no mostrar esa suerte de complicidad que había tenido en ese hecho.
Cuando le pareció que el público ya no se ocupaba de él, salió del teatro, y yo hice lo propio.
Allí nadie conocería el caso mucho más deplorable acaecido pocas horas antes; tampoco nadie se habría apercibido de la circunstancia singular e incomprensible de aquella especie de vacío que solía formarse a su alrededor, ni habría podido reflexionar acerca de las relaciones que parecían unir estos hechos; yo estaba preocupado. Era evidente que algo en él, inexplicable y fatal, lo poseía.
Yo lo había visto en el centro de un espacio formado casi milagrosamente en medio de una densa multitud, y el repetirse del mismo caso en un teatro colmado de público; había visto un niño recibir sus caricias y después ser atropellado por una carroza, y a una joven a quien miraba desmayarse de improviso. No podía creer que una pura casualidad hubiera dado lugar a esta serie de acontecimientos. ¿Y si no era así, él, quién era? ¿Qué clase de influencia ejercía este hombre?
Ocho días más tarde me encontraba en el Café Martini, ese punto de reunión de artistas que no trabajan, de cantantes que no cantan, de escritores que no escriben, y de elegantes que no tienen un céntimo; y se hablaba, reunidos un buen número en torno a una mesa, de una especie de pastel de nueva invención, algo parecido a un budín, agregado ese día a la carta del restaurante.
A partir de ahí la conversación fue decayendo, infiltrando en la idea del budín y de la oca que las clases ricas en Londres suelen regalar a las clases pobres en el día de Navidad, el discurso que la reina de Inglaterra había hecho entonces en el parlamento.
Una frase de este discurso dio un gran golpe a la discusión para llevarla de un salto a la eventualidad de una guerra en Italia. De esto, cuesta abajo por las opiniones y las videncias personales, se había llegado a los pronósticos; de los pronósticos a los presagios; para así derivar, entrando en el terreno de la vida íntima, en las desgracias, en los hechizos y en la brujería; de modo que cinco minutos después de haber defendido a capa y espada las excelencias del pastel de nueva creación, me encontré relatando ante ese círculo de desocupados los hechos incomprensibles de los que había sido testimonio algunos días antes a propósito de aquel joven desconocido.
Inútil decir que se rieron de mí y no se me otorgó la más mínima confianza; el suceso de la muchacha desmayada se había difundido, pero las causas, opinaban, tenían que ser otras. No obstante, el sujeto de esta nueva desviación de nuestro discurso suscitó un punto de interés, y la conversación, luego de haber fluctuado por tantos argumentos, se había quedado anclada en este. Cada cual exponía sus propias ideas y todos tenían algo que contar al respecto. Y como pasa cada vez que nos asomamos a este mundo pavoroso de lo incomprensible y lo sobrenatural –se ríe al principio por ostentación de coraje y se termina aterrorizado de lo que se escucha–, en la medida en que nos adentrábamos en él, cada uno de nosotros se sentía invadido por un sentimiento mixto de miedo y maravilla, y se afanaba en reanudar la conversación toda vez que esta mostraba signos de agotarse, con esa insaciabilidad que tienen los niños para escuchar los relatos espantosos de brujas y magos.
Habíamos poco menos que liquidado todo el repertorio de nuestros conocimientos sobre este asunto, cuando un viejo artista de teatro que todos conocemos desde hace tiempo –una de las cariátides más célebres de ese café–, se levantó de una mesa cercana desde donde había estado escuchando y se acercó a nuestro círculo.
─El señor tiene razón ─dijo, señalándome con el dedo─. Yo no conozco al joven del que se hablaba, y por lo tanto no puedo dar fe de la influencia que se le atribuye, pero que existen tales personas así de fatales, o mucho más que ese joven, no es algo que pueda ponerse en duda. ¿Alguno de ustedes ha escuchado nombrar al conde Corrado de Sagrezwitch?
─Nadie.
─Es extraño puesto que se ganado una terrible reputación en Europa además de muchos lugares de Estados Unidos. Se le considera el hombre más fatal de que se haya tenido noticia; su mera presencia señala dondequiera una desgracia infaltable, se ha encontrado siempre en el escenario de las calamidades más terribles y ha asistido a los desastres más espantosos. Estaba en Sudamérica cuando se incendió la iglesia de San Yago y murieron más de mil personas; hace dos años viajaba en el tren del Pacífico cuando ocurrió el choque donde murieron más de trescientos pasajeros; estaba en San Petersburgo cuando se derrumbó el palacio del príncipe de Jakorliff que causó la muerte de tantas nobles damas y tantos dignatarios del Estado. En las minas irlandesas y en aquellas de Alstau Moor en Escocia, su nombre nunca se escucha sin espanto, cada visita suya coincidió con otras tantas catástrofes tan frecuentes y temidas en las minas. El conde de Sagrezwitch vino varias a Italia; se dice que estaba en Turín en la época de la convención cuando sucedieron los luctuosos hechos de septiembre, pero nadie, que yo sepa, lo ha visto.
─¿Usted lo conoce?
─Lo encontré cuatro veces en mis viajes. Ustedes saben que como artista y como empresario teatral recorrí casi toda Europa y una buena mitad del Nuevo Mundo. Tal vez por eso pude enterarme de la existencia de este hombre extraordinario y conocerlo personalmente. La primera vez que lo vi fue en Berlín donde debuté en la obra maestra de Mozart en la parte de Don Juan. Después lo encontré en un salón de un café en Nueva York, cuando en los Estados Unidos la guerra de secesión alcanzaba su punto culminante, precisamente la víspera de la última derrota de los separatistas; y la tercera vez que me topé con él fue nuevamente en Berlín...
─¿Y de dónde es?
─Algunos dicen que es estadounidense, otros que es polaco. Nadie sabe a ciencia cierta dónde ha nacido, ni tampoco su nombre. En América se hacía llamar con el apelativo de duque de Nevers, en Europa conservó siempre el nombre de conde de Sagrezwitch. Los mineros escoceses lo llaman «el hombre fatal». Habla varios idiomas y ha asimilado a la perfección los usos y costumbres de todos los países que ha visitado; en Italia es italiano, en Inglaterra es inglés, y en Estados Unidos es un estadounidense modelo...
─¿Se sabe algo sobre su edad?
─Muestra unos cincuenta años, pero tanto en su pelo como en su barba negrísimos no aparece el menor indicio de canicie. Es un hombre de mediana estatura, de aspecto antipático, aunque sus rasgos son regulares y en cierto modo agraciados. En invierno suele usar un gorro de piel, una especie de turbante, y le gusta vestir según la moda del lugar que visita. A juzgar por el despilfarro de su dinero que hace de ordinario, se podría pensar que es rico; sin embargo, se lo ha visto alojarse en varias ocasiones en hostales de segunda categoría, y llevar un régimen de vida muy económico. En Nueva York, por ejemplo, estaba en un hotel de la Quinta Avenida, un coloso de mármol con mil doscientas habitaciones, pero ocupaba una cama en la sala de descanso concedida a los viajeros que disponen de medios muy limitados.
»Tiene fama de ser consciente de su fatalidad y de su complacencia en ejercitarla. Su continuo ir y venir de una punta a la otra del mundo no puede no tener alguna finalidad. También se sabe que nunca tuvo afectos, ni amigos, tal vez ni siquiera conocidos, quitando unos pocos y superficiales. Aquellos que conocen su poder le huyen de propósito, y los que lo ignoran, por instinto... Que haya personas que le niegan este poder, esta especie de misión arcana y terrible ─prosiguió viendo que algunos de nosotros sonreíamos de incredulidad─, es natural. Nadie puede probar que los desastres ocurridos en los sitios donde estuvo, y en el momento en que lo hizo, tengan que ver con su voluntad, o con eso que llamamos influencia. Por otra parte, es un hombre como todos los demás; habla, se viste y actúa igual; hasta es afable, todo un caballero, no hay nada que oponer, pero me parece ceguera negar algo que la mayor parte de los hombres ha admitido porque no se comprende.
─Pero nosotros no negamos ─le dije─, dudamos. Pero, por cierto, se le olvidó decirnos donde lo encontró la cuarta vez.
─¡Ah! ─continuó, alentado por mis palabras─. Este último encuentro es de fecha muy reciente. Lo vi hace dos meses en Londres, cuando se incendió el teatro de la reina. Supe además que tenía intención de venir pronto a Italia, y si eligió esta estación para pasarlo aquí, es muy probable que las fiestas de carnaval lo hayan traído a Milán.
─¿A Milán?
─Sí, y desearía que ustedes lo vieran. No sé explicarles el motivo de este deseo, pero me parece que solo viéndolo podrán comprender el porqué de tantas cosas que no soy capaz de explicar; creo también que así ya no será posible negar la verdad de mi aserción. Podrán comprobar ─prosiguió luego de algún instante─, algo muy llamativo de su forma de vestir, me refiero a la ligereza y finura de sus guantes que suele cambiar varias veces al día, de tal modo que nadie lo ha visto jamás con las manos descubiertas; y otra singularidad no menos notable en su persona: la potencia de su mirada, un no sé qué de magnético e inexplicable que hay en él y que condiciona casi contra la voluntad a mirarlo y saludarlo.
─¡A saludarlo! ─exclamamos sonriendo.
─Sí, a saludarlo.
─¡Oh, querría verlo!
─¡Queremos verlo!
En ese instante, serían alrededor de las dos de la madrugada, se abrió la puerta del café y un hombre gordo y macizo entró en el salón. Por el retrato delineado poco antes, por el gorro de piel, por las manos enfundadas en unos guantes ligerísimos, por la expresión singular de su cara, no tardamos en reconocer en él al hombre de quien se había estado hablando. Entonces, tal vez por la sorpresa, o por la mera confusión de ideas producida por esa sorpresa, nos levantamos unánimemente a saludarlo. Él acercó la mano al gorro en acto de cortesía franco pero moderado, y se sentó en el otro extremo de la habitación.
No puedo expresar la confusión, la maravilla, la rabia que se apoderó de nosotros en ese instante. Comprendíamos de habernos mostrado débiles en el confronto hacia él, hacia nosotros, y de haber hecho el ridículo; nos quedamos absortos ante este pensamiento, y nadie fue capaz de reiniciar la conversación. El silencio aumentaba aún más nuestra confusión.
El desconocido pidió un ponche y lo bebió ávidamente. Tiró a la bandeja un escudo de plata y rechazó el sobrante ofrecido por el mozo; éste, al alejarse tropezó con la pata de una silla y se cayó, la bandeja resbaló de sus manos y los pedazos de la taza rota se incrustaron en su cara que en un segundo quedó recubierta de sangre.
Ante esa situación nos levantamos como si fuéramos una sola voluntad y salimos precipitadamente del café.
En los primeros días de mi estada en Milán, casi a pesar mío, había tenido que acercarme más a una familia la cual, por mediación de algunos amigos, me había ayudado años antes. Vivía en una de aquellas casuchas grises y aisladas que bordeaban el canal en la parte occidental de la ciudad; una vieja casa de dos plantas que el techo parecía comprimir y aplastar la una sobre la otra como si de una pesada capa de plomo se tratara, de tan bajas y estrechas que eran. Sobre los entablados negros y carcomidos que la rodeaban trepaban convólvulos y calabaceras enanas enfermas de clorosis.
Una sedería cercana la envolvía día y noche en una atmósfera de humo; la humedad del canal había provocado aquí y allá algunas manchas en el revoque externo de las paredes, que aparecían revestidas de moho y de pequeñas plantas de acedera; nubes de mosquitos entraban por la boca y la nariz apenas uno se asomaba a la ventana; y el cotorreo, los cánticos, y el sacudido de las lavanderas que aclaraban la ropa y la tendían sobre los entablados y sobre las calabaceras producía desde la mañana hasta la noche un ruido continuado y ensordecedor.
No hay en todo Milán ni un centenar de personas que vivan en el centro de la ciudad y conozcan realmente esa parte de sus alrededores. Milán es una miniatura exacta de una gran ciudad; tiene en pequeñas proporciones todo aquello que es propio de las grandes capitales. Esa franja última de casas que bordea el canal desde Porta Nuova hasta Porta Ticinese es el correspondiente a la Marinella napolitana, al Temple parisino, como así también a los Seven-dials londinenses.
Contrario, mitad por instinto, mitad por idea, a conocer tanto personas como cosas nuevas, siempre consideré una nueva relación como un nuevo peso agregado a mi vida; sin embargo, no tuve que arrepentirme de aquella. Se trataba de una familia de honestos negociantes que habiendo amasado una mínima fortuna en el comercio, se había retirado a aquella casa solitaria a fin de disfrutar en paz lo poco conseguido.
Silvia, la única heredera, era una de las más espléndidas bellezas que yo haya visto, y no tenía más de diecisiete años cuando la conocí. No era una de aquellas beldades finas y delicadas que a menudo preferimos a sus equivalentes robustas –el amor ha dado de unos años a esta parte un gran paso hacia el espiritualismo–, pero toda su belleza, inefablemente serena, aunque lozana de puro joven y saludable, estaba atemperada por un algo gentil y meditabundo que por lo común no poseen este tipo de bellezas. Tampoco querría agregar nada más; cada uno de nosotros lleva en sí un ideal distinto de belleza, y cuando se ha dicho de una mujer que es espléndida, se ha dicho todo. Un pintor, un escultor, podrían darle con su arte una imagen menos incompleta, la literatura no; ellos se dirigen a los sentidos, esta a las ideas. He visto dos grabados de Jubert, dos ángeles representados por dos jovencitas desnudas, regordetas, rosadas, por el colorido y plenitud de formas, dos verdaderas pueblerinas; y sin embargo, el artista supo plasmar en aquellos rostros tanta espiritualidad que encantaban y no era posible mirarlos sin quedar extasiados. En las vírgenes de Carraccio pude observar el mismo contraste. La belleza de Silvia era de este estilo, resolvía en cierto modo el mismo problema, la espiritualidad de la materia.
Era una de esas almas sencillas, pías, modestas, imposibilitadas para sentir rencor en la vida, ricas de esa atrayente fatuidad que la naturaleza ha dispensado con tanta generosidad a la mujer, felices en el orden y en la quietud que su misma simplicidad ha creado a su alrededor, y que la ausencia de sus pasiones no puede nunca turbar.
Durante mis primeras visitas, había conocido en esa familia a un primo de Silvia, un cierto Davide, joven maduro y positivo venido desde hacía poco de Milán, y un tiempo interesado en los negocios de la familia. Peligroso como todos los primos –no sé si igualmente afortunado–, no me había sido difícil darme cuenta que flirteaba con la muchacha. Al igual que los demás hombres no era ni bello, ni feo –no se ha encontrado todavía el valor de la belleza del hombre, aunque para la mayor parte de las mujeres es algo insignificante; nosotros buscamos en el hombre un carácter, las mujeres buscan simplemente un hombre; son ellas quienes han creado el conocido aforismo: un hombre es siempre bello–.
Confieso que aquel descubrimiento fue uno de los motivos esenciales que me llevaron a descuidar la relación con esa familia. Yo no había echado el ojo ni a la dote ni a la belleza de Silvia, pero había comprendido que el amor de Davide, que sobreentendía correspondido, me ponía frente a él en una situación de cierta humillante inferioridad. En cada hombre que se acerca a una mujer se supone el deseo de cortejarla; de dos hombres que lo hacen al mismo tiempo se pretende que luchen para obtener la preferencia. Al menos la sociedad y el corazón humano aún tienen esos prejuicios; usamos otras palabras, pero no hemos cambiado cosas y pasiones; próximo a cada círculo de mujeres hay todavía una corte de amor íntima donde se combate con armas corteses por el afecto de la dama preferida. Por otra parte, fui siempre tan mezquino delante de un hombre positivo que nunca encontré el ánimo suficiente como para empeñarme en una lucha contra un enemigo semejante. ¿Qué es un docto, un literato, un sabio, en confronto con un hombre de mundo? ¡Es tan poca cosa el ingenio! ¡Cómo los hombres ignorantes, con su buen sentido burgués, tosco, trivial, nos ganan en la ciencia y en la práctica de las cosas! ¡Nosotros no hacemos más que tropezar como críos en todos los pequeños escollos de la vida!
Por lo tanto, esta conciencia de mi inferioridad había hecho menos frecuente mis visitas –conozco ahora en la misma ciudad en la que vivo, familias a las que visito cada tres o cuatro años, como si diera la vuelta al globo–, y más tarde, muerto el padre de Silvia, que de las personas de la familia era con quien estaba especialmente obligado, me había servido de pretexto para cortarlas definitivamente.
Había transcurrido un año más o menos, cuando pocos días después de aquella singular aparición del conde de Sagrezwitch en el café Martini, me topé con Davide, a quién no había visto desde entonces y me pareció muy cambiado.
Me dio la mano y me miró con expresión triste y preocupada, esa expresión entre el recato y la confidencia que muestran aquellos que necesitan dar a entender que guardan un secreto doloroso y de no quererlo confiar.
─No has vuelto a casa de mi prima ─me dijo─, tu ausencia improvisa allí produjo una sorpresa un tanto penosa en esa familia. Tú sabes que mi tía tiene mucha confianza en ti, y después..., se había acostumbrado a verte. ¡Si supieras! Pasaron nuevas desgracias en esa casa; Silvia está a punto de morir...
─¡De morir!
─Sí, la pobre está atormentada por una enfermedad que la consume, una enfermedad misteriosa que los médicos no reconocen y no pueden definir, pero que diagnosticaron como incurable. Iba a casarse...
─¿Contigo?
─No conmigo ─dijo con tristeza─, con un rico forastero por quien me dejó, y por el cual concibió una pasión de la que yo no la hubiera nunca creído capaz. Iban a casarse cuando cayó enferma, y la boda, que creo que igualmente decidieron llevar a cabo no tendrá ninguna influencia sobre su salud. Dudo que la felicidad tenga suficiente poder como para alargar su vida, pero en todo caso será feliz el poco de tiempo que le quede. Será feliz incluso sin mí ─agregó con amargura─. Es fácil darse cuenta que ella se agota día a día y que es imposible detener el proceso de esta enfermedad tan rápida y misteriosa.
─¡Pero cómo! ─dije─. ¿Se casará con ese joven pese a estar tan enferma?
Davide desaprobó moviendo la cabeza, y respondió:
─¡Qué quieres! Eso es lo que han decidido, es más, ella misma lo decidió. Por otra parte, su enfermedad no es de esas que obligan a permanecer en la cama, es, en todo caso de las que, digamos, uno se muere de pie. ¿Pero por qué no te acercas a vernos? Estoy seguro de que a mi tía le sentará bien, y también a Silvia.
─¿Vas ahora?
─Ahora mismo.
Lo acompañé. Sería alrededor de las diez de la noche cuando llegamos a la casa. La tía de Davide, una buena vieja –la vejez y la infancia se tocan, los viejos siempre son tan buenos como los niños–, me recibió con una alegría franca y cordial que, sin embargo, dejaba traslucir reproche y tristeza.
─Nos vas a encontrar algo cambiados ─me dijo─. Hace tiempo que no vienes a casa... La pobre Silvia... ─y se interrumpió un instante detenida por el pensamiento de esta desventura─; ven, pasa a esta habitación, así podrás verla, eso le dará placer, y te presentaré a mi yerno.
Entramos en la habitación más próxima.
Silvia estaba sentada sobre una silla de ruedas, toda rellena y tapizada de terciopelo celeste; a su lado, en una silla más baja, estaba el joven desconocido que yo había visto en el desfile y en el teatro. Él había acercado su silla a la de la muchacha, de modo que apoyaba la cabeza sobre el mismo brazo del sillón donde ella tenía el suyo, y Silvia había inclinado su cabeza sobre la de él con una ternura conmovedora.
¡Dios! ¡Cómo estaba de cambiada! Apenas era posible reconocerla. Aquella joven que yo había visto tan robusta, tan serena, tan vivaz, no era más que una sombra del pasado, no le quedaba más que un reflejo pálido e incierto de su belleza de otro tiempo. No que su antigua belleza se hubiera desvanecido del todo, pero sí se había alterado; ahora era una belleza distinta, como de una flor abierta a la sombra o de una fruta madurada precozmente porque carcomida. El semblante del joven era pálido, pero el de Silvia era blanco, más blanco que el vestido largo y vaporoso que envolvía su persona, pese a que los pómulos de sus mejillas aparecían ligeramente rosados, pero sin matices, como si sobre ellos se hubieran posado dos rosas descoloridas. Su cabello mostraba ese brillo descolorido que suele tener el de los enfermos, y pendía, no suelto pero desordenado, sobre la cabeza del joven que la miraba con expresión de piedad inexpresable.
La palidez que lo caracterizaba, aunque extrema, no era la propia de un enfermo, pero sí de alguien habituado al pensamiento doloroso. Era más bello de cuanto me hubiera parecido en el teatro –y esta vez lo juzgaba de cerca–, de una belleza más femenina que masculina, pero sin duda bello. Sus cabellos rubios casi dorados contrastaban de extraño modo confundidos con las trenzas negrísimas de la muchacha. Nunca antes había visto una pareja tan estupenda, un cuadro de amor tan espiritual y puro.
Los amantes se sobresaltaron con el chirrido de la puerta al abrirse; estaban solos en la habitación.
─Mira, Silvia ─dijo dulcemente la vieja teniéndome de la mano─, mira a quién nos ha traído tu primo.
Y dirigiéndose al desconocido y a mí, pronunció primero mi nombre y a continuación el del joven: el barón de Saternez, nativo de Pilsen en Bohemia.
Nos inclinamos recíprocamente. Él me miró tan dulcemente que le extendí mi mano casi sin darme cuenta.
Cambiadas algunas palabras, la vieja, tal vez para dejar solos a los dos jóvenes, me llevó con ella a un ángulo opuesto de la habitación.
─¿Qué te parece mi yerno? ─me preguntó, y continuó sin esperar mi respuesta─. Un joven como es debido, sabes, rico como el mar; ¡si vieras los regalos que le hizo a Silvia!; y además, ¡de qué familia!, barones, y de los más ilustres de Bohemia. Tuvo que emigrar por problemas políticos, creo que por apoyar la anexión de Bohemia al ducado de Sajonia, ¡figúrate! Pero en realidad daba lo mismo, a estas alturas ya no tenía interés en quedarse en su país dado que no le quedaba familia. Y mira que apuesto es; no te ofendas ─y me miró como para interrogarme; sonreí─, pero no creo que haya otro más atractivo en todo el mundo. Y pensar que... ─la vieja se interrumpió como golpeada al improviso por un triste pensamiento.
─¡Pobre Silvia! ─prosiguió después de un momento─ ¡Tú la conociste antes, y recuerdas cómo era! ¡Y ahora! Mírala. No hace más de cuatro meses que comenzó a deteriorarse; desde el mismo día en que mi yerno entró por esa puerta. Ahora que hubiera podido ser tan feliz; ella lo ama tanto, y se siente tan querida. ¿Dime, crees que pueda curarse?
─No hay por qué dudarlo ─respondí tanto como para reconfortarla─. Silvia vivió hasta ahora tan apartada, tan quieta, tan tranquila, que este desorden insólito en sus sentimientos ha repercutido negativamente en su salud. Pero todo volverá a ser como antes cuando su situación se normalice, cuando sean marido y mujer. A propósito, tu sobrino me dijo que eso será en breve.
─Dentro de ocho días ─dijo la vieja─, y espero que en ese momento estarás con nosotros. Es lo que ellos quisieron, y los médicos no lo desaprobaron. Silvia está todavía suficientemente fuerte como para soportar el movimiento de la carroza hasta la iglesia que además está aquí cerca. Será una fiesta un poco triste ─agregó apretándome la mano─, pero espero que tú no rechazarás la invitación.
Le agradecí y la tranquilicé asegurándole que vendría. Pasé el resto de esa noche agitado por pensamientos extraños y tumultuosos, dividido entre la simpatía irresistible que me inspiraba el novio de Silvia y la repugnancia que hacía crecer en mí la idea de esa misión fatal que parecía llevar a cabo. Pero ya no cabían dudas, aquel joven tan bello, tan dulce, tan atrayente, esparcía a su alrededor la desolación y la desventura, señalando su paso con huellas espantosas. Todas las personas que él elegía sucumbían bajo esta influencia. El niño del desfile de disfraces, la joven del teatro, y Silvia, la misma Silvia, antes tan bella, tan despreocupada, tan lozana, daban fe de su terrible poder. Y que él fuera o no consciente, ese poder no era menos real y funesto; por deber y piedad había que prevenir a las víctimas, apartarlas de la influencia incomprensible de ese hombre.
Salí de esa casa hacia medianoche. Davide me acompañaba. Mi corazón estaba lleno. Nos encaminamos hacia los bastiones sin decir nada.
La noche era fría pero seca; los castaños de Indias con sus cortezas negras y sus troncos espigados parecían espectros de árboles; el cielo, como pasa en las noches serenas de invierno, brillaba por una miríada de estrellas. Pronto me di cuenta que el ánimo de mi compañero estaba profundamente turbado.
─Sentémonos ─le dije señalándole un asiento de piedra─, tengo de revelarte algunas cosas referentes a tu prima.
Y le conté tranquilamente todo aquello que había observado a propósito del barón de Saternez, sin ocultarle mis sospechas; asimismo le hablé del conde de Sagrezwitch y del encuentro en el café Martini, y concluí aconsejándole poner manos a la obra para conjurar la desventura que amenazaba aquella casa.
─Te agradezco ─me respondió después de haberme escuchado con mucha atención─; esa boda no se hará, te doy mi palabra. He tenido mis dudas, pero ahora...
─¿Y cómo piensas oponerte?
─No lo sé todavía, pero ya verás –y agregó con voz terrible─. No, esa boda no se hará. Yo mismo lo impediré... porque... no debe hacerse. Era yo quien tenía que gozar de esa felicidad; detesto a ese hombre, él me robó el amor de Silvia... ¡Por eso lo odio!
La mañana siguiente Davide vino con tiempo a verme a mi casa. Se lo veía calmo, pero con esa calma fría y tensa que se extiende como un velo sobre los hechos cuando la reflexión ha concentrado toda la lucha en el corazón. Y es que las tempestades del corazón humano son como las del océano: las menos aparentes son las más profundas.
─Vengo ─me dijo─ a pedirte más información sobre las revelaciones que me hiciste anoche; estuve dándole vueltas y no pegué ojo. Necesito saber dónde vive el conde de Sagrezwitch, y si él está todavía en Milán. Pensé que tú podrías decírmelo.
─No lo sé ─respondí sorprendido─. ¿Pero, piensas ir a visitarlo? ¿Para qué?
─Tú me hablaste de la influencia nefasta que ejercen estos dos hombres y del poder que tienen para hacer el mal con otros medios que nosotros no poseemos, sean o no sabedores de lo que hacen. Según lo que me dijiste, el conde tiene un mayor grado de poder. Cualesquiera sean las causas de esta influencia, o su naturaleza, ¿si no es igual en los dos, pensaste en qué pasaría si ambas fuerzas se encontraran, si estos hombres fatídicos se encontraran? Enfrentados, si la existencia de esta fuerza es cierta, uno destruirá al otro, la disparidad de fuerzas causará el desequilibrio y la derrota del más débil será inevitable.
─Es un pensamiento muy sustancioso ─dije─; o sea que has pensado...
─Pienso hacer de modo que el conde de Sagrezwitch se encuentre con mi rival.
─¿Y tendrás suficiente valor como para hablar con el conde?
─Lo haré. Por eso vine a verte; ahora estoy preocupado de que no hayas podido darme su dirección, pero seguro que la encontraré. En Milán ─continuó con determinación─ solo hay unos pocos hoteles elegantes en los que podría alojarse, los miraré todos, preguntaré por él en todas las puertas, y si está aquí todavía, o si se ha ido hace poco, espero poder seguir sus huellas.
Dicho esto, David se fue precipitadamente de la habitación, antes que mi maravilla o mi vacilación para animarlo o disuadirlo de ese proyecto me hubieran permitido articular palabra.
Pasé todo ese día con una inquietud mortal.
Muy tarde en la noche, recibí de Davide una carta así redactada:
«Parto esta misma noche para Génova, desde donde iré a visitar mi familia en un pequeño pueblo del litoral. Es un proyecto que tenía desde hace tiempo y que hasta hoy no había conseguido realizar. Una vez concluido lo que me había prometido y lo que probablemente pasará me ayudaron a tomar esta decisión. No quiero quedarme aquí para evitar que la piedad pueda enfrentarse a mi deseo de venganza –en el supuesto que tenga poder para frenarlo–, ni que la vista de su cumplimiento, sea cual sea la forma que tome, me oprima con remordimientos que no debo tener. Siento la absoluta necesidad de contarte lo que he hecho por la salvación de Silvia. En este tentativo no hubo egoísmo; su corazón ya no me pertenecía, ni yo quería reintentarlo; solo deseo su felicidad. Mi desinterés aparecerá más sincero que la renuncia a la mano de mi prima, cuando su corazón quede en libertad y su juventud recuperada.
»No puedo decirte más. Encontré al conde de Sagrezwitch y le hablé. Esos dos hombres se conocen. Por lo tanto, no tengo ninguna responsabilidad en lo que pueda suceder, recuérdalo bien. Yo no podía ni prever, ni mucho menos detener los acontecimientos que se están preparando; es la mano de la fatalidad que así lo ha dispuesto. No he sido que un instrumento: acerqué a dos hombres que tenían que permanecer alejados, esa es mi responsabilidad; y el amor por Silvia me indujo a asumir su peso. ¡Qué esta justificación no se borre de tu memoria! Soy incapaz de explicarme de mejor manera. Destruye esta carta de inmediato».
Nunca antes en toda mi vida me había encontrado envuelto en una trama tan triste y tan complicada. ¿Qué era lo Davide necesitaba? ¿Qué le había dicho el conde de Sagrezwitch? ¿Cómo podía hablarme con tanta seguridad de una venganza que se llevaría a cabo sin él? ¿Por qué se había ido? Incluso la salvación de Silvia, si tal cosa era aún posible, me tranquilizaba de la preocupación de haberle confiado a Davide el secreto del barón de Saternez, y de haberlo puesto en el camino de su venganza. Yo tenía el deber de remediar, si podía, el mal que había hecho. No faltaban más que siete noches hasta la fecha fijada para la boda de Silvia, y esta venganza, cuya razón de ser era impedirla, tenía que cumplirse dentro de ese plazo.
Resolví ir a visitar al barón, y según fuera su respuesta a mis insinuaciones, hacerle saber íntegramente, o al menos dejarle sospechar el peligro que lo amenazaba. Destruí la carta de Davide, y sirviéndome de la dirección que me había dado de su rival, me dirigí veloz a su casa.
El barón de Saternez no se mostró en absoluto sorprendido de verme; me dio la mano con más de afecto que de simple cortesía, y dijo:
─Te esperaba.
─¡Cómo! ─exclamé muy sorprendido─. ¿Conoces el motivo el motivo de mi visita?
─Sí ─dijo, y después de un instante de silencio prorrumpió en una carcajada, para continuar─; yo no soy solamente un hombre peligroso, sino también un hábil fisonomista. Cuando el otro día te vi por primera vez, adiviné que eras de buen corazón, y que si cometieras un fallo por debilidad o por hacer el bien, no dudarías en sentirte culpable por las consecuencias de tu error e intentarías repararlo. Inmediatamente después de la visita de tu amigo, el conde de Sagrezwitch estuvo aquí hace tan solo un par de horas. Era obvio que yo te esperara.
Yo bajé la mirada y callé.
Después de un momento, siguió:
─No te aflijas por lo que hiciste, ni tampoco reproches a Davide por el daño que ha preparado. Lo que se avecina estaba ya dispuesto. Ustedes no fueron más que un medio en manos de la fatalidad, y los sentimientos que los llevaron a prevenir mis actos son loables, aunque tal vez infructuosos: no soy tan injusto como para no reconocerlo. Ese hombre y yo nos conocíamos desde hace tiempo, seguramente nos buscábamos ─dijo enfatizando esas palabras─. Entre nosotros existe una relación que la naturaleza o el azar nos ha impuesto por burla, una relación terrible que un secreto me impide revelarte. Nuestro encuentro era inevitable, estaba predestinado. Uno de nosotros tiene que desaparecer puesto que dos elementos opuestos no pueden encontrarse sin luchar; no podemos compartir el mismo sendero, caminar uno al lado del otro, como si no tuviésemos una virtud común para practicar o una misma misión que cumplir. ¿Qué hubieran podido hacer ustedes dos solos contra mí? No se equivocaron actuando como lo hicieron. Es la fortuna quien los ha dirigido. ¡Era tiempo!
Se interrumpió, y continuó después de otro momento de silencio en el cual yo no me atreví a decir nada.
─¡Mírame! Lo que ves es un hombre como los demás, tal vez mejor que los demás; mi persona no inspira ninguna repugnancia, mi cara, mis modales, esa parte del alma conque la naturaleza nos caracteriza para revelar las virtudes celadas en el corazón, no tiene nada de odioso, nada lo priva de su humanidad, es dulce y probablemente hasta atractivo. Y bien, este joven a todas luces inocuo, a quien sin conocer hubieras elegido como amigo, ha esparcido la ruina y la desolación a su alrededor, ha matado a las personas que lo amaban, ha destruido la vida y la felicidad de todos los que lo conocieron y lo quisieron. Porque... sí, tú lo has adivinado, te hiciste con mi secreto. Este miserable ─prosiguió con creciente exaltación─ no tuvo hasta ahora la virtud de renunciar a una existencia que había hecho infelices a tantas otras. Esa es mi culpa. Nacido para el bien, la naturaleza había puesto delante de mis ojos esa imagen como un ideal brillante, como una meta grata y luminosa. Hubiera deseado amar, beneficiar, disfrutar de la felicidad que yo mismo habría esparcido por doquier, coronar las cabezas de los hombres...; pero un destino cruel, tremendo, ineluctable, me condenó a realizar el mal, a aplastar bajo el peso de mi fatalidad a todos aquellos seres buenos y afectuosos que me rodeaban.
Se calló, y escondió su rostro entre las manos.
─Tranquilízate ─le dije─, si tienes este poder, seguramente estás exagerando su valor.
Sonrió, como si quisiera compartir mi sentimiento de duda, y continuó:
─No, no estoy exagerando. Convendría que pudieses remontarte al comienzo de mi vida para revivir las huellas que ha dejado tras de sí, y juzgar acerca de su profundidad y extensión. La misma infancia, la edad en que se es feliz, fue para mí un período de tristeza y de dolor. Las personas que me amaban pronto comenzaron a sucumbir; mis hermanos, mis hermanas y mi madre murieron, y yo, consciente del vacío formado a mi alrededor no pude sino comprender ese algo de fatal reservado para mi destino. Me quedé solo en el mundo demasiado pronto. Cuanto más veía ampliarse el círculo de mis relaciones, de mis afectos, de mis simpatías, otro tanto hacía aquel vacío; cuanto más entraba en la vida, lo mismo me aislaba. Sentí la necesidad de la amistad, probé la fiebre del amor; amigos y amantes desaparecían en el abismo que yo cavaba para ellos a mis pies. Viví el nacimiento de una duda espantosa: ¿Resultaba fatal a todo aquello que amaba, a todo aquello que me amaba? Volví sobre mi pasado, rehice paso a paso el camino de mi existencia, interrogué a todas las ruinas dejadas tras de mí... ¡Era cierto, había que creerlo, era terriblemente cierto! Entonces me alejé de mi patria, erré por el mundo huyendo de él y de mí. La desventura que había golpeado a mis familiares me iba enriqueciendo al precio de su vida; y solo yo podía disfrutar de esa riqueza; nunca pude beneficiar a nadie. Fue así que vagando de país en país llegué a Milán, que huyendo de la gente y de la sociedad en el intento de ser menos fatal, frecuentando los barrios más modestos y alejados, conocí a Silvia, y fue algo tan irresistible, más rápido que la misma consciencia del mal que le ocasionaría hubiera tenido el poder de separarme de ese afecto. Ella me correspondió. Yo era joven, era desventurado, y tenía el derecho de dar amor y de pedirlo; yo que no había probado nunca la felicidad, que no había hecho más que quitarla a los demás sin ni siquiera vivirla yo mismo, que había tenido siempre que tirarla lejos de mí como a un fruto amargo y prohibido. El resto ya lo conoces. Sabes también que ahora me amenaza un peligro y viniste para advertirme. Pues bien, es demasiado tarde, la finalidad de mi vida está conseguida. La muerte, si llega, carece ahora de todo amargor, tampoco es fastidiosa: realicé la más extrema de mis aspiraciones, y sonrío ante la impotencia de aquellos que hubieran querido impedírmelo.
Pronunció estas palabras con una especie de orgullo que dio a su fisonomía de por sí suave una expresión singularmente severa.
─Sí, es demasiado tarde ─continuó con entusiasmo─; ustedes quisieron impedir mi boda; pues bien, sepan que esta boda no es más que un pretexto ante la sociedad, no más que una justificación a lo que el amor ya dio espontáneamente. ¡Silvia fue mía! ¿Qué importa si debe morir? ¿Y qué es morir? ¿Acaso el amor tuvo nunca otra aspiración que esa? ¿Tuvo el amor otra recompensa que la muerte? ¡A la que precedo, a la que persigo, ahora yo invoco esta muerte que quisieron prepararme!
─¡Oh, no, yo no! ─exclamé─, el cielo es testigo que no deseé ni preparé tu muerte. Olvidas que estoy aquí para advertirte de un peligro, no de cierto para amenazarte.
─Es verdad ─respondió con dulzura─, perdona ─y me dio la mano que retiró de inmediato, como si temiera ofenderme o dañarme con el contacto.
Yo lo miré a la cara, interrogándolo. Era tan bien parecido, tan sereno, había recobrado su calma; y había algo tan viril en ese rostro de niña, tanta fuerza en esa misma debilidad, que comprendí por qué una mujer aceptaría su amor aun al precio de su vida. Ignoraba si Silvia conocía el secreto de ese joven, pero sentía que incluso conociéndolo, el sacrificio de su existencia hubiera podido parecerle algo mísero en confronto con la dulzura de ese amor.
Él, porque no ignoraba el poder de su belleza o porque leyó mis sentimientos, me ofreció por segunda vez la mano, y me dijo:
─Vete, vete, te lo ruego. Eres una buena persona, tal vez sientas una cierta simpatía por mí, y yo podría pagar con ingratitud la ayuda que has querido ofrecerme con tu visita. ¡Es mi destino!...
─Sea lo que sea ─lo interrumpí─, no lo temo ─y tomando su mano la apreté contra mi corazón─. Te había juzgado diverso, y quise impedir una desventura; todo fue mi culpa.
─No te tortures con ese pensamiento. No soy quien justamente va a defender la libertad de las acciones humanas, el libre albedrío es una falacia, y la voluntad no es sino la presciencia de un acto ya predeterminado; no tiene ningún peso sobre la balanza en la cual se valúan las cosas de la vida, la balanza del destino.
Yo dejé caer la cabeza expresando así mis dudas; él, observando el gesto, prosiguió:
─No intentaré nada para alejar de mí ese peligro, sería inútil. De todos modos te lo agradezco.
─¿Te veré todavía? ─pregunté, dudando si dejarlo tan firme en ese propósito.
Sonrió con expresión de gratitud, y dijo:
─Cuando quieras, ¿hasta mañana?
─Hasta mañana.
Omito el relato de mi relación con el barón de Saternez durante los siete días que precedieron a su boda. Gracias a eso pude formarme una idea menos inexacta de su carácter, aunque en ningún momento me permitió penetrar en el gran secreto de su vida más de lo que había hecho en nuestro primer encuentro. Sin embargo, ese conocimiento sirvió para llegar a un convencimiento respecto de él: era sin duda honesto, y bueno. Conocí pocos hombres que presentaran en su índole una mezcla de debilidad y fuerza tan singular, y me refiero a esa debilidad que está en la sensibilidad, a esa actitud para recibir potentemente las impresiones, y no en la flaqueza del carácter. Era escéptico de mente y creyente en el corazón: la desventura no lo había postrado, pero sí envejecido antes de tiempo, de modo que aparecía joven y viejo a intervalos según el impulso interior recibido de sus pasiones. Y aunque como toda persona buena pareciese naturalmente expansivo, no lo era, y ello tal vez debido a que ese triste poder del cual se creía dotado lo había acostumbrado a esconderse y a disimular, de tal manera que nunca desde aquel día, por mucho que mostrara la estima que me tenía, alzó ese velo que oscurecía su pasado y del que en un primer momento de expansión había dejado entrever algún aspecto.
Recuerdo que en esos días su melancolía no me pareció tanta como en un principio había creído, pero después me di cuenta que había algo violento, forzado, convulso, en su alegría, y que en realidad sentía aprensión ante un pensamiento que lo aterrorizaba. Pasaba de la excesiva hilaridad a la excesiva tristeza; a menudo parecía calmo, y afectaba una serenidad de ánimo que no sentía. Pero esto era por Silvia. Ella lo amaba con esa especie de ceguera que impide ver algo.
En esos días dimos largos paseos, y me hizo observar en la campiña algunas perspectivas y efectos de luz y de nieve que habrían escapado a una mente no poética ni observadora. No mostraba temor al peligro del que se había hablado, ni tampoco hizo referencia alguna, pero palidecía visiblemente si sentía pronunciar el nombre del conde.
Una noche, cuando faltaban solo dos días para la boda, me sorprendió encontrarlo en compañía del conde de Sagrezwitch en una senda oscura y lejana. Los seguí, pero no llegué a comprender ni una sola palabra de su diálogo vivaz y animado. Hablaban una lengua para mí desconocida, y me pareció por los gestos y por lo imperioso de la voz del conde, que insistía en una pregunta que el otro se obstinaba en no responder.
Desde aquella noche fue evidente su intención de aturdirse, ante una gran angustia, con cualquier medio a su alcance. Comenzó a pedirle al vino el olvido de este dolor secreto, y al día siguiente yo mismo lo había llevado a casa en un estado de ebriedad grave.
En su día, la boda se celebró sin obstáculos, y esa noche hubo una pequeña fiesta familiar con numerosa presencia de parientes y amigas de la esposa.
Silvia estaba radiante; el barón de Saternez mostraba una juvenil felicidad; y yo, por mi parte, me alegraba de la vanidad de las amenazas de Davide, y también de la presunta influencia del joven, de la cual me sentía tentado a dejar de creer. Me parecía que la expectativa de una felicidad tan grande habría podido restituir la salud de la muchacha y destruir en él ese poder terrible y misterioso del que se creía dotado.
Había pasado la medianoche, y yo pensaba, sentado en un ángulo de la sala, en la posibilidad de futuro de los jóvenes, cuando escuché pronunciar el nombre del duque de Nevers, y recordé que se trataba del nombre habitualmente usado por el conde de Sagrezwitch en América. Me estremecí y me volví. Un sirviente había entrado en la habitación para entregar una tarjeta de visita sobre la cual estaba impreso ese nombre traslapado por una corona ducal. Aquel extraño visitante pedía hablar de inmediato con el barón de Saternez, y lo esperaba bajo el atrio de la casa.
─Es cosa de un instante ─dijo el joven sin manifestar ni la mínima emoción–. De hecho, yo necesitaba hablar con este hombre. Vuelvo en unos minutos.
Tomó la mano de Silvia, saludándola, y bajó. Al abrirse la puerta me pareció entrever en el fondo del atrio al conde de Sagrezwitch, pero no podría asegurarlo. La persona que se había hecho anunciar con el nombre de duque de Nevers sin embargo llevaba, según afirmó después el sirviente que lo vio, ni un gorro de piel muy grande ni guantes de cabrito de una blancura irreprensible.
Lo esperamos en vano durante toda esa noche fría y lluviosa de marzo. Renuncio a describir la desolación de aquella familia; sería un cometido superior al expresable por la palabra.
Al día siguiente la crónica de un periódico informaba: «Un joven extranjero radicado desde hace tiempo en nuestra ciudad, a la que había llegado con un pasaporte falso con el nombre de barón de Saternez, bohemio; pero cuyo verdadero nombre es Gustavo de los condes de Sagrezwitch, polaco, fue encontrado esta mañana muerto detrás de los bastiones de Puerta Tanaglia, con un enorme cuchillo clavado en el corazón. No se conocen hasta ahora ni las circunstancias, ni los autores de este asesinato».
¿Cuál era entonces el vínculo que unía estas dos personas y esos dos nombres? ¿Cuál era el verdadero nombre de cada uno? ¿Lo había uno de ellos usurpado al otro, o lo utilizaban ambos? ¡Y el duque de Nevers! ¿Era este el apellido de Sagrezwitch que había afirmado conocer el joven, y con el cual había dicho mantener una relación que no podía revelar? Es un enigma que ni yo, ni alguno de aquellos a los que les conté esta historia hemos podido nunca descifrar.
Por lo demás, Silvia se curó, será por casualidad, o tal vez por la naturaleza de la misma enfermedad, pero se curó, aunque las heridas de su corazón nunca cicatrizaron. Su familia vendió aquella casa gris y mohosa, y se fue a vivir en pequeño pueblo en Brianza. Al hombre conocido bajo el nombre de conde de Sagrezwitch no se lo volvió a ver nunca por Milán. De Davide no supe más nada.
Pasaron dos años desde la fecha de aquel suceso, y ninguna luz se ha hecho sobre ese delito.
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Nota · Esta traducción de Nahuel Cerrutti, del cuento I fatali, fue publicada en, Iginio Ugo Tarchetti: Cuentos fantásticos. Violín de Carol Ediciones, Colección «Sueños de la ficción · 9», Madrid, 2007; y Nahuel Cerrutti Carol · Editor, Colección «Sueños de la ficción · Narrativa», Buenos Aires, 2016. Y ahora, abril de 2025, por separado, en la sección de Narrativa de este sitio: nahuelcerrutti.com