Kate Chopin · Una mujer respetable. Traducción: Nahuel Cerrutti.
La Sra. Baroda no pudo evitar sentirse ligeramente contrariada cuando se enteró por su marido que Gouvernail, su amigo, vendría a la plantación a pasar una o dos semanas.
Habían recibido muchos invitados durante el invierno, aunque buena parte del tiempo lo habían pasado en Nueva Orleáns entregados a variadas formas de apacible distracción. Ahora, cuando ella esperaba un período de ininterrumpido descanso, un tranquilo tête-à-tête con su marido, él le decía que la visita de su amigo Gouvernail duraría una o dos semanas.
Era una persona sobre la cual había oído mucho pero no conocía. Amigo de su marido en la universidad, ahora era periodista, pero en modo alguno un hombre de la alta sociedad o un hombre de mundo, motivos quizá suficientes para que ella no lo hubiese nunca encontrado. Sin embargo, inconscientemente, se había formado en su mente una imagen de él. Lo imaginaba alto, delgado, cínico, con gafas y las manos en los bolsillos: el conjunto no le gustaba. Gouvernail era algo delgado, pero ni tan alto ni tan cínico; tampoco usaba gafas ni se ponía las manos en los bolsillos. Y le gustó bastante cuando se presentó por primera vez.
Sin embargo, no pudo encontrar dentro de sí ninguna respuesta satisfactoria a por qué le gustaba; ni tampoco descubrir en él ninguno de esos rasgos talentosos y prometedores que Gaston, su marido, le aseguraba con frecuencia que poseía. Por el contrario, solía sentarse permaneciendo preferentemente callado y receptivo ante su cháchara vehemente con la que pretendía hacerlo sentir como en casa, y a pesar de la hospitalidad que Gaston le ofrecía de manera franca y esmerada. Sus modales eran tan corteses respecto de ella como la más exigente de las mujeres podría pedir, pero sin buscar directamente ni su aprobación ni tan siquiera su estima.
En cuanto se hubo acomodado en la plantación, le agradaba sentarse en el ancho pórtico, a la sombra de una de las grandes columnas corintias, a fumar con indolencia su cigarro mientras escuchaba con suma atención el relato de las experiencias de Gaston como plantador de caña de azúcar.
—A esto lo llamo vivir —decía con profunda satisfacción, mientras el aire que barría el cañamelar campo a través lo acariciaba con su toque cálido, suave y perfumado. Le complacía también la familiaridad en el trato con los grandes perros, que amigablemente lo rodeaban restregándose contra sus piernas. En cambio, no le gustaba pescar, ni tampoco mostraba el menor afán en salir a cazar garzas cuando Gaston se lo proponía.
La personalidad de Gouvernail dejaba perpleja a la Sra. Baroda, pero no por ello dejaba de gustarle. De hecho, era un tipo adorable, inofensivo. Después de algunos días, en que no llegó a entenderlo mejor que antes, pasó de sentirse perpleja a estar resentida; así pues, dejó solos a su marido y a su huésped la mayor parte del tiempo. Más tarde, viendo que Gouvernail de ninguna manera ponía peros a su proceder, le impuso su compañía, yendo con él a sus ociosos paseos hasta el molino, y desde ahí a caminar por la orilla del río. Intentaba con tenacidad penetrar el caparazón que él se había construido inconscientemente.
—¿Cuándo se va... tu amigo? —le preguntó cierto día a su marido—. Por lo que a mí respecta, me cansa sobremanera.
—No antes de una semana, querida. No lo entiendo; no te causa ningún problema.
—No, pero me gustaría más si lo hiciera, si fuera como los demás, y yo tuviese que pensar algo para su comodidad y disfrute.
Gaston tomó entre sus manos la bonita cara de su mujer y miró tiernamente y no sin una sonrisa sus ojos preocupados. Se estaban arreglando un poco, amigablemente juntos, en el refinado cuarto de vestir de la Sra. Baroda.
—Estás llena de sorpresas, querida mía —le dijo—. Aún no puedo confiar en cómo vas a reaccionar ante determinadas circunstancias.
La besó y se puso nuevamente frente al espejo para terminar de anudar su corbata.
—No veo por qué —prosiguió—, te tomas al pobre Gouvernail tan en serio y armas un problema a su alrededor; lo último que él desearía.
—¡Un problema! —dijo con vehemencia, ofendida—. ¡Qué sinsentido! ¿Cómo puedes decir semejante cosa? ¡Un problema de veras! Pero, ¿recuerdas?, dijiste que era inteligente.
—Y lo es. Pero ahora el pobre está agotado por exceso de trabajo; por eso le pedí que viniera aquí a descansar.
—Solías decir que era un hombre muy imaginativo —redarguyó, irreconciliable—. Yo esperaba que por lo menos fuese interesante. Mañana por la mañana iré a la ciudad a medirme mis vestidos para la primavera. Hazme saber cuándo se va el Sr. Gouvernail; estaré en casa de mi tía Octavie.
Esa noche fue a sentarse sola en el banco que estaba debajo de un roble al borde del camino de grava.
No entendía qué pensamientos o qué intenciones la hacían sentir tan confusa. No podía deducir de ellos más que el sentimiento de una imperiosa necesidad de marcharse de casa al día siguiente.
La Sra. Baroda oyó pasos que hacían crujir la grava, pero en la oscuridad pudo tan solo distinguir el punto rojo de un cigarro aproximándose. Dado que su marido no fumaba, supo de inmediato que era Gouvernail. Hubiera deseado pasar desapercibida pero su vestido blanco reveló su presencia. Él tiró su cigarro y se sentó en el banco a su lado, sin sospechar siquiera que ella pudiera cuestionar su presencia.
—Su marido me pidió que le trajera esto, Sra. Baroda —dijo, entregándole un chal blanco ligero con el que a veces ella se cubría la cabeza y los hombros. Aceptó el chal agradeciéndole con un murmullo, y lo extendió sobre su falda.
Él hizo algunas observaciones llenas de lugares comunes acerca de los efectos perniciosos del aire nocturno en esa época del año. Después, mientras dejaba su penetrante mirada hundirse en la oscuridad, casi para sí mismo, susurró:
—«¡Noche de los vientos del sur, noche de las pocas grandes estrellas. Sosegada, soñolienta noche...!».
Ella nada respondió a este apóstrofe a la noche, que en realidad no estaba dirigido a ella.
Gouvernail no era ciertamente una persona presumida, pero tampoco tímida. Su actitud reservada no formaba parte de su manera de ser sino que era el resultado de su ánimo. Ahí, sentado junto a la Sra. Baroda, su silencio se fundía con el tiempo.
Cuando habló, lo hizo con franqueza e íntimamente en una grave, vacilante y lenta enunciación que no resultaba desagradable de escuchar. Rememoró los viejos tiempos de estudiante cuando Gaston y él habían significado mucho el uno para el otro; aquellos días de anhelantes y ciegas ambiciones y de grandes propósitos. Hoy, de todo aquello le había quedado al menos cierta filosófica aquiescencia respecto del orden establecido, solo un deseo cuya existencia como tal es aceptada, y de vez en cuando, un pequeño soplo de vida genuina, tal cual el que ahora respiraba.
Su mente ansiosa captaba vagamente lo que él decía. Su parte física predominaba de momento. No pensaba en sus palabras pero se embebía en los matices de su voz. Deseaba alargar su mano en la oscuridad y tocarlo con las puntas sensibles de sus dedos en la cara o en los labios. Deseaba acercársele y susurrar pegada a su mejilla —no le importaba qué— como hubiera podido hacerlo de no ser una mujer respetable.
Así como crecía la fuerza del impulso de acercarse a él, otra fuerza mayor la mantenía alejada. Tan pronto como le fue posible sin mostrarse descortés, se levantó y lo dejó allí solo.
Antes de que ella hubiera llegado a la casa, Gouvernail había encendido un nuevo cigarro y finalizado su apóstrofe a la noche.
Esa misma noche la Sra. Baroda se sintió fuertemente tentada de contarle a su marido —que también era su amigo— esta locura que la había sacudido, pero no incurrió en esa tentación. Además de una mujer respetable era muy sensible, y sabía que hay ciertas batallas en la vida que un ser humano debe acometer solo.
Cuando Gaston se despertó por la mañana su mujer ya había salido en el primer tren hacia la ciudad y no regresó antes de que Gouvernail se hubiera ido de su casa.
Se comentó algo acerca de su retorno el próximo verano; Gaston así lo quería, pero su deseo cedió ante la agotadora oposición de su esposa.
Sin embargo, antes que el año hubiese finalizado, ella propuso motu proprio invitar otra vez a Gouvernail. Su marido quedó gratamente sorprendido de que esa sugerencia viniese de ella.
—Me alegro, chère amie, de saber que por fin superaste tu desagrado hacia él, algo que en realidad no se merece.
—¡Oh! —le respondió sonriente, después de estamparle en sus labios un beso tan largo como cariñoso—. ¡Yo me sobrepongo a todo!, ya verás. Esta vez seré muy amable con él.