miércoles, 31 de mayo de 2023

Federigo Tozzi: El muerto en el horno. Traducción: Nahuel Cerrutti.

Cecco no solo bebía para sentirse alegre sino también, como él decía, para calentarse la sangre, especialmente en invierno cuando tenía que levantarse tres horas antes del amanecer para dar de comer a las dos mulas, antes de engancharlas a la carreta con la que llevaba los ladrillos desde el horno hasta alguna casa en construcción. Sus borracheras solían durar dos días seguidos, y entonces sus cánticos se oían a un kilómetro de distancia a medida que se acercaba.

Los campesinos, que trabajaban en las fincas a lo largo del camino, lo reconocían en seguida y cuando pasaba lo saludaban riendo, o si se había adormecido sobre la carreta le tiraban terrones. Era viejo, flaco y con bigote blanco. Siempre sucio de polvo de ladrillo y de cal, con los zapatos rotos y sin atar y los pantalones remendados por todas partes. También las mulas eran viejas y no se mantenían erguidas, medio despellejadas por los varales y por los palos que les habían pegado otros patrones, con las rodillas hinchadas, con el aparejo más de hilo y de cuerda que de cuero, y con la cinta de los cencerros, pero sin ellos, con los hierros desclavados. La carreta, medio deshecha, con las ruedas desiguales, se mantenía íntegra gracias al alambre oxidado con que estaban atadas las maderas; inclinada hacia un lado y con las maderas tan gastadas y podridas que muchas veces se desfondaban en medio del camino. Cecco, entonces, se hacía regalar una puerta ya inservible, la ponía en el hueco de las tablas y como mejor podía cargaba nuevamente la carreta. A las mulas les daba poco de comer, pero decía que de haber sido rico las hubiera emborrachado también a ellas. Cuando podía volver a casa las soltaba a comer junto a las ovejas en un prado cercano y abandonado donde la hierba no tenía nunca tiempo de crecer.

Finalmente la carreta se rompió y Cecco vendió los pedazos a una mujer para leña. Las dos mulas se desbandaron por el prado; una murió ahogada porque fue a beber allí donde el Tressa era más hondo; la otra, que un molinero cargó con dos sacas de trigo, reventó mientras subía una cuesta. Los primeros días, Cecco, ahora sin nada que hacer, fue a dormir a un establo, pero otro carretero que lo había alquilado lo echó. Por entonces encontró, cerca de Coroncina, donde estaba la posada, detrás de la casa de un campesino, un horno, y todas las noches se metía adentro. Llegaba siempre cantando, porque aunque no se sabía cómo, día tras día encontraba la manera de emborracharse. Así, durante meses, más que hablar, cantaba.

Ni siquiera respondía a las mujeres que lo llamaban por el camino: aceptaba un pedazo de pan o dos céntimos que agradecía con una sonrisa. El cura de Pecorile le daba también algún trozo de carne mientras lo reprendía. Cecco bajaba la cabeza, tendía sus manos despellejadas y pelosas, y aunque con voz temblorosa, cantaba alguna cosa alegre:

 ¡Y tú gira y haz la rueda

y gira gira que te gira!

 —¡Ah, si yo hubiese sido cura como usted!

—De inmediato te hubieran prohibido seguir diciendo misa.

Cecco se palmeaba la cabeza y respondía:

—¡Es cierto, es cierto!

Una vez que había hablado con el cura, a la primera mujer que se encontraba le decía:

—¡Yo no creo ni en la iglesia ni en los santos! ¡No consigo creer! ¿Acaso es mi culpa? ¡No lo hago a propósito! Si no está aguado prefiero un vaso de vino.

Y como queriendo hacer alguna broma terminaba por toquetearla, la mujer se apartaba y simulaba llamar a su marido a fin de alejarlo.

Pero Cecco se iba contento, con la lengua puesta entre los dientes a modo de burla. Las mujeres se reían. Caminaba kilómetros y kilómetros, de la mañana a la noche, hasta que no podía más. Los granjeros, que lo conocían de cuando era carretero, le daban siempre alguna moneda o le regalaban un andrajo que él vendía al primer campesino que se encontraba. Si estaba solo en medio del camino, a veces se detenía, apretaba el puño como si sostuviera un vaso y lo acercaba a los labios, daba algunos pasos y nuevamente se paraba para hacer lo mismo.

Cuando veía las viñas prontas para la vendimia, con esas hileras que bajaban desde las colinas hasta los cercados como si quisieran invadir el camino, entonces Cecco pensaba en el deslío, y se sentía más vigoroso, rejuvenecido, y caminaba más erguido. Solía detenerse frente a alguna viña, y con los brazos extendidos, aspiraba, y la dulzura que lo invadía proporcionaba a su cara una malicia alegre y feliz.

«¡Cuánto vino, cuánto vino!», y disfrutaba viendo como corría hasta las alcantarillas del camino cuando escuchaba el borboteo del agua; y después del paso de los carros con las uvas, recogía del suelo los racimos que por los saltos caían de los cuévanos llenos en demasía: uvas que rodaban por el suelo, humedeciéndolo. Sin lavarlos, chupaba uno a uno los hollejos, y como tenía hambre, se comía también el escobajo que le molestaba tirar. Cuando el deslío, se encaramaba a los enrejados de las bodegas para embriagarse con el aroma de los vinos. Después lo llamaban dentro y lo hacían beber, y tanto, que para que no se le escapara por la boca, necesitaba quedarse quieto y recto apoyado contra un muro. Más tarde se adormecía en los escalones de cualquier altarcito, arrebujado con sus harapos y medio muerto.

Él se había olvidado de Clelia, su única hermana, que trabajaba de estanquera junto a su marido en un pueblito escondido entre los bosques que señalan el confín entre las marismas y las cretas de Siena. Ella, a su vez, no había vuelto a tener noticias de él aunque suponía su continuidad en su trabajo como carretero. Pero cuando una vez quiso enviarle un saquito de castañas secas, alguien le dijo que había muerto.

La hermana, ante la duda de que fuese cierto quiso comprobarlo, y cuando dos o tres días más tarde encontró un calesín que iba a Siena pasando por Coroncina, tanto insistió que consiguió que la llevaran.

Le daba placer sentir que quería a su hermano, algo que probablemente no había pasado nunca antes. Recordaba haber dormido a su lado en la misma cama cuando era pequeña, pero jamás había sentido esa ternura que ahora la llenaba de curiosidad. Era más joven que él: la frente cuadrada con algunas líneas rectas en medio, la cara delgada y una boca que de no haberse estropeado por una arruga siempre más evidente, no carecería de gracia en la sonrisa. Era robustísima y masculina, tan derecha que a lo largo de su espalda le aparecía un hoyo. Debajo del mentón tenía un garbanzo rojizo.

Cuando llegó al establo abrió súbitamente la puerta esperando encontrar las dos mulas, pero en su lugar vio un caballo blanco y atigrado. Se quedó mirándolo, desde atrás. El caballo, sin dejar de masticar el forraje, se volvió hacia ella brevemente. Clelia miró los arreos y vio que eran más bien señoriles. Sonreía y movía la cabeza, incrédula: «¿Es posible que Cecco se haya enriquecido? ¡Gracias a Dios!».

Ella no sabía dónde estaba la casa y salió del establo para preguntarlo. Se acercó a una mujer que daba la papilla a su niño en brazos.

—¿Dónde está Cecco?

Antes de responder, la mujer la miró lentamente de arriba abajo a su entera satisfacción:

—¡No ha vuelto por el pueblo!

—¿No es suyo este establo?

—¿Suyo? Hace dos años.

—¿Y por qué? ¿Dónde está?

—¿A mí me lo pregunta? Va dando tumbos como un perro rabioso...

Y a fuerza de preguntar y preguntar, Clelia supo toda la verdad. Entonces sintió un miedo enorme de haber venido a buscarlo. Hubiera querido irse del pueblo de inmediato con tal de no dejarse ver ni de hacerlo saber. En cambio, aquella mujer llamaba a todas las vecinas para que conocieran a la hermana de Cecco. Se sentía sola, lejos de su marido, y arrepentida. ¡Y pensar que el calesín no vendría antes del anochecer a buscarla! ¿Qué podía hacer entre esa gente que la miraba de ese modo? Lloró. Una mujer le ofreció una silla. Se quedó ahí, bajo el sol, con el pañuelo sobre la cabeza, negándose a entrar en casa alguna. Aturdida, temió sentirse mal. Mantenía baja la cabeza a fin de no cruzar la mirada con nadie. Pero una pandilla de muchachos estuvo todo el día dando vueltas a su alrededor, cantando y metiendo bulla de todas las maneras posibles. Sintió hambre pero no quiso levantarse. Por suerte, encontró un pedazo de pan que abultaba en el bolsillo del delantal. Se lo comió, trocito a trocito, en tanto que los muchachos dejaban de hacer ruido para verla comer, y sus ojos miraban quién sabe qué.

Al atardecer, cuando casi no podía más y estaba a punto de adormecerse con la cabeza echada hacia atrás, llegó el calesín.

El calesinero la despertó de ese sopor chasqueando la fusta; seguidamente la ayudó a subir, dado que por sí misma ni siquiera sabía donde meter el pie. Puestos en camino, ella lo contó todo, concluyendo que se sentía muy afligida, pero una vez frente a su marido reprobó a su hermano juzgándolo con una convicción que no aceptaba ninguna excusa; lo hizo así, con cierta complacencia, porque temía ser regañada, y no dejó de hacerlo hasta que confirmó la impresión que sobre ella sentía su marido.

Una hora más tarde que Clelia se hubiera ido del pueblo, apareció Cecco. Caminaba pegándose a las paredes y se separaba de ellas solo cuando encontraba alguna puerta abierta o algún quicial que sobresaliera.

La mujer que había hablado con Clelia fue la primera en decirle:

—Cecco, tu hermana estuvo aquí.

Él, recordándola, pensó que ya no era el mismo, y mirando a diestra y siniestra trató de encontrarla pero no dijo ni una palabra, palideció un poco y nada más.

—Ahora ya no está, se fue en un calesín.

Él, entonces, preguntó:

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—¿Y dónde estabas?

—Estuve durmiendo desde esta mañana detrás de las primeras casas del pueblo.

—¿Lo dices en serio? ¡Virgen santa! ¿Así que estuvieron a dos pasos de distancia y no se vieron?

Pero él, que ya no pensaba más nada, respondió:

—¡No me importa!

—Alguien le dijo que habías muerto y por eso vino.

Él no escuchó o tal vez no entendió. Siguió mirando hacia el final del pueblo, con esos ojos buenos y llorosos de borracho tranquilo. Ya no pensaba en su hermana: solo sentía la necesidad de beber un vaso de vino. La desesperación ante este deseo, que casi lo enloquecía, dominaba su semblante y lo hacía sufrir. No le importaba más nada. Miró a los que le rodeaban como si pudieran esconder algún vaso de vino. Los miró con un aire tétrico de reprobación, con una curiosidad melancólica y profunda.

Pero estaba borracho, porque en realidad bastaba medio vaso para hacerle perder la cabeza. Entonces entró en una posada donde jugaban a brisca y a escoba. Se sentó a ver las partidas. Las cartas lo mareaban: las hubiera besado como si fueran estampitas.

Alguien le ofreció de beber. Entonces ya no entendió más nada y solo su instinto lo guio hasta el horno dentro del cual dormía. Además había anochecido y no se veía a dos metros de distancia.

Trepó hasta la boca del horno y como pudo se recostó.

Lo invadió un cierto calor demasiado vivo y sofocante, pero no tuvo fuerzas como para moverse y tampoco se le pasó por la mente gritar.

Sintió cada vez más sed.

A la mañana siguiente lo encontraron muerto, casi cocido, porque la tarde anterior habían hecho el pan y el horno todavía seguía caliente.

Nota · Este cuento forma parte de:

Federigo Tozzi: La casa vendida y otros cuentos. Selección y traducción: Nahuel Cerrutti.