miércoles, 15 de noviembre de 2023

Grazia Deledda · La madona de la rata. Traducción: Nahuel Cerrutti.

No que fuese estrafalario el pintor que pintó esta pequeña madona, pero, tal vez, lo inspiró un bizarro espíritu franciscano que lo llevaba a amar a todas las bestias creadas.

El modelo de la Virgen era su rubia sirvientita, que desde pocos días atrás le había procurado el dueño de casa: casi una niña, con las largas trenzas enrolladas alrededor de la cabeza, la frente color marfil, grande, prominente, y los negrísimos ojos alargados, llenos de languidez y de sufrimiento. El resto de la carita se desdibujaba hacia abajo con la boca casi invisible y el mentón amarillento, no más grande que una cereza verde. Era triste, silenciosa, tímida; y quizá su morboso miedo a las ratas había dado al pintor la primera idea del cuadrito.

Tampoco el niño se asemejaba a los habituales: gordo, blanco, desbordando de los brazos de la sirvientita, y flexionándose con naturalidad intentaba bajar hasta el suelo polvoriento y parecía mirar, con ciertos ojos redondos y azulados, tendiéndole las manitas regordetas, al ratoncito gris. Éste, que no era de verdad, dado que el pintor no podía, por muchas plausibles razones, servirse de uno vivo como modelo; pero estaba bien hecho, chiquito, con la cola muy larga, los bigotes, el morro de lobo en miniatura; estaba a los pies de la virgencita, con las patitas delanteras suplicantes y los ojos relucientes de adoración o quizá de ganas de roer el limbo del vestido estrellado.

Con todo el cuadrito encontró rápido un comprador; el más imprevisto, si no el más competente y generoso: el mismo dueño de casa del pintor.

◊◊◊◊◊◊◊◊◊◊

Era un propietario de casa y de tierras, de las que él mismo llevaba la administración. Atractivo, alto, fuerte, tenía aún, con esos bigotes rubios sueltos, un aspecto casi sentimental, o mejor preocupado, como si los negocios le fueran mal. Y de hecho la explicación que le dio al pintor, respecto de la compra del cuadrito, se refería a un flagelo de sus campos.

—Tengo, en una finca de mi mujer, sembrado mucho trigo, para concursar al premio: está ya hermoso, alto, fuerte, pero este año, como también los otros años, aunque menos que este, las ratas de campo hacen estragos. Se comen las espigas más maduras, e incluso roen los tallos, un desastre. Y no se encuentran remedios. Y mi mujer llora siempre; ya, aunque también llora cuando es buena la añada. Entonces he pensado que tal vez, metiendo este cuadrito en la entrada de la casa de labranza, la madona podrá proteger el campo, exterminando las ratas.

El pintor se cuidó mucho de reírse; solo observó para sí, que su intención al pintar el cuadro no coincidía precisamente con la del dueño de casa; el cual, a su vez, le aseguró que, al reparo del atrio, muy en alto en la pared sobre la puerta y con un buen vidrio sólido, la obra de arte jamás sufriría daño.

—Le pido no decir nada a mi mujer, por ahora, tanto ella no va nunca a la finca. Si se entera que hago este gasto, aunque ella sea muy religiosa, le explota la ictericia.

»Entonces se hace así —agregó—: vamos hoy mismo a la finca con mi birlocho, allí colgamos el cuadro y picamos algo; a las siete estamos en casa.

—Muy bien —dijo el artista, seducido por la idea del paseo y de la picada, y también por los modales tranquilos y casi ingenuos de su rústico mecenas.

Decidieron por tanto salir de inmediato. El día a mediados de junio parecía hecho a medida para una excursión semejante: soplaba un viento fresco, de poniente, y las flores que poblaban los campos se dejaban mecer con viva alegría. La finca, rodeada por completo por un alto seto de majuelos todavía floridos, con un camino de tierra central que parecía una avenida adornada para una procesión, y a sus lados las vides, glaucas de sulfato de cobre, lanzándose de una a otra hilera en un seguimiento infantil, daba la idea de un paraíso terrestre de cultivo intensivo. De los arcos de ese pórtico fantástico se entreveían los prados róseos de tréboles, y las extensiones de trigo ondulante y resplandeciente como las aguas de un lago. Y de un fondo ecuóreo se tenía asimismo la impresión de mirar en lo alto la rústica terraza de la casa de labranza, donde contra el azul denso del cielo blanquísimas sábanas tendidas para secar se inflaban como velas.

El camino no terminaba más; el pintor, apoyado sobre el envoltorio protector del cuadro, se sentía borracho ante toda esa generosidad del aire, de transparencias, de colores delicados y nítidos que conformaban una armonía casi musical; y el pensamiento de la picada que la casera habría preparado lo hacían sentir aún más feliz. Recordaba con insólita ternura la mujer y el niño regordete, dejados en casa, como así también a la sirvienta que le había traído una cierta suerte. Después de todo, también él era un buen hombre, gordo, panzón, que, aunque había pintado el arco iris entre las nubes, y el reflejo de una estrella sobre el mar, no desdeñaba la perdiz pardilla con hongos.

El patrón, por el contrario, se entristecía siempre más: con los ojos, donde moraba un pensamiento fijo, miraba solo la grupa del caballo, al que azuzaba de tanto en tanto con un grito gutural, salvaje, como el pintor había escuchado, durante una estadía en África, de los indígenas del lugar.

Pero el caballo no ameritaba ser azuzado ni siquiera benignamente: volaba, y parecía tener solo dos patas; se paró en seco en medio de la era, que asimismo recordaba un trecho de playa marina, atestada por todo un pueblo desembarcado de cualquier arca de Noé.

Para alegría del pintor, un chanchito negro, con los ojos y la colita luciente como joyas esmaltadas, corrió al encuentro del caballo, irguiéndose como si quisiera besarlo; también los perros festejaban, las ocas saludaban solemnes como grandes damas, y una escuadrilla de patos se puso a seguir al patrón que, a decir verdad, les tiraba las migas que tenía en el bolsillo. Con este cortejo llegaron al atrio, y el pintor entendió de súbito que podría consumarse un sacrilegio quitando la pequeña madona pintada en azul y rojo que estaba a la derecha de la puerta, y a cuyos pies ardía, dentro de un vaso lleno a mitad de aceite, una llamita flotante.

El patrón lo tranquilizó: como por otra parte había advertido, la nueva huésped sagrada iba a tener su lugar encima de la puerta. Así que fue a buscar una escalera y a dar órdenes a la casera, que ya estaba ocupada en la cocina amasando la pasta.

Esta vieja campesina debía ser sorda y corta de vista, porque el hombre le hablaba en voz muy alta y ella no respondía, manteniendo la vista fija sobre la masa: pero era fuerte, robusta, con los pies y las manos que parecían palas. No se implicó en el asunto del cuadro, que el mismo patrón quiso colocar lo más alto posible, casi rozando el techo, de modo que la madona número dos parecía querer esconderse y escapar al desprecio de la primera protectora del lugar. Pero el niño se inclinaba prepotente y curioso, y ya no sobre el ratoncito que, ahora, bajo aquella media luz, parecía verdadero, trepando a escondidas la pared, si no como para intentar pegar la hebra con el desvaído niño de abajo que tendía también él sus brazos como palitos para calentarse a la luz de la llamita del vaso.

El pintor miraba y dejaba hacer; por lo demás el cuadrito no estaba mal, allí arriba; además llegaba de la cocina un olor a salsa que perfumaba incluso las consideraciones más melancólicas acerca de la digna pobreza de los artistas de hoy, obligados, en algunas ciudades, según se lee en los diarios, a vender sus cuadros a cambio de comestibles y combustibles.

Pero se advertía también un cierto aire de misterio en derredor: era demasiado inteligente el hombre para no darse cuenta que el patrón obraba de manera un tanto extraña. De hecho, cuando la operación estuvo terminada, él devolvió rápidamente la escalera a su lugar, con una actitud ladronesca; después miró de acá y de allá, desde cada ángulo del atrio, el efecto del cuadro; al fin se encogió de hombros y pareció no pensar más. Entonces llevó al pintor a ver la viña, el trigal, la huerta. Todo era lindo, bien mantenido; y los hombres que trabajaban, iluminados por el sol en el ocaso, tenían también ellos luces y colores que entusiasmaban al artista. Pero aquello que más lo golpeó, en el establo bruñido como un salón de baile, fue un ciclópeo toro rojo, feroz y ansioso, que parecía tener fuego en las vísceras, y que además de hermosas figuras mitológicas, recordaba a algún bisonte antediluviano. Las tranquilas vacas mulatas parecían escuchar sus mugidos como notas de amor.

—¿Con todos estos bienes de Dios, su mujer se lamenta? —dijo el pintor; y el patrón respondió con un suspiro.

Cuando regresaron, la picada ya estaba preparada sobre la gran mesa de la cocina. Solo faltaba el vino, y el patrón fue él mismo a elegirlo a la bodega.

Entonces el pintor, como bajo una súbita inspiración, se acercó a la casera, le sonrió, pareció quererla besar. Le preguntó pegándose a su oído:

—¿Vio la nueva madona?

La había visto muy bien, la vieja socarrona, con los anteojos atados con un piolín; lo había visto todo y también escuchado. Y una súbita complicidad unió a los dos curiosos.

Dijo la vieja:

—Es justo la figura de la Giglina, la amiga del patrón, muerta este invierno.

—¡Pero si es mi sirvienta María!

—Es la hija de la pobre Giglina, la María, que es un calco de su madre.

 ◊◊◊◊◊◊◊◊◊◊

 Nota · Este cuento fue previamente publicado en:

Medialuna de grasa · Objetos ficcionales Nº 7. Buenos Aires, Cerrutti · Editor, Marzo 2019.