Iginio Ugo Tarchetti: El espíritu del frambueso. Traducción: Nahuel Cerrutti.
En 1854 un suceso prodigioso llenó de terror y de maravilla a la entera población de un pequeño pueblo de Calabria.
Intentaré relatar esta increíble aventura con la mayor exactitud que me sea posible, aunque reconozco la dificultad de hacerlo en toda su verdad y con la totalidad de sus detalles, o al menos, de aquellos más interesantes.
El joven barón de B. –lamento que una promesa formal me impida revelar su nombre–, había heredado pocos años atrás la rica y extensa baronía de su abuelo paterno, situada en uno de los lugares más encantadores de Calabria. El joven heredero no se había alejado nunca de esos montes siempre colmos de frutales y de plantas silvestres; en la vieja mansión de la familia, que en un tiempo había sido un castillo feudal fortificado, había aprendido los rudimentos de la escritura del pedagogo de casa, además de los nombres de tres o cuatro clásicos latinos de los cuales sabía citar oportunamente algunos dísticos bien conocidos. Como todo buen meridional era un apasionado de la caza, de los caballos y del amor, tres pasiones que iban de acuerdo como lo harían tres buenos caballos de tiro, que podía apagar a placer y que a la vez delimitaban su pensamiento; no había ni siquiera imaginado que más allá de las crestas accidentadas de los Apeninos existieran otros países, otras personas y otras pasiones.
Por lo demás, como la sabiduría no es requisito indispensable para la felicidad, y a veces parece lo contrario, el joven barón de B. se sentía plenamente feliz con el simple bagaje de sus dísticos, y no eran menos felices junto a él sus sirvientes, sus mujeres, sus perros de caza, y sus doce servidores de librea verde encargados de preceder o seguir su carroza de gala en las circunstancias solemnes.
Solo un hecho luctuoso había traído –algunos meses antes a la época a la que se rehace mi relato– la desolación a una de las familias encargadas del servicio de la casa y alteraron las pacíficas tradiciones del castillo. Una sirvienta del barón, una muchacha de la cual nadie ignoraba que había tenido amoríos con algunos de los criados, había desaparecido del pueblo. Todas las búsquedas resultaron inútiles y aunque recayeron no pocas sospechas sobre uno de los guardabosques –un joven de índole violenta que durante un tiempo se había enamorado de ella sin ser correspondido–, resultaron ser tan vagas e infundadas que el comportamiento calmo y seguro del joven fue suficiente para eliminar.
Esta misteriosa desaparición que a todas luces se presentaba como un delito, produjo una gran tristeza en el honesto barón de B., pero que poco a poco, a fuerza de amores y cacerías, él había ido olvidando. La felicidad y la tranquilidad volvieron al castillo y los sirvientes a darse la vida padre en las antesalas; y no habían pasado ni dos meses desde la desaparición de la joven que ni el barón ni ninguno de los criados recordaba ya el hecho.
Era el mes de noviembre.
Cierta mañana, el barón d B. se despertó un tanto turbado por una pesadilla, se levantó, abrió la ventana, y viendo que el cielo estaba sereno y que sus perros paseaban melancólicos por el patio y arañaban las puertas pidiendo salir, dijo:
─Saldré a cazar solo. Veo allí abajo algunas bandadas de palomas salvajes haciendo una parada en el sembrado y espero que paguen la cuenta con sus plumas.
Tomada esa resolución terminó de vestirse poniéndose sus botas impermeables, se echó el fusil en bandolera, se despidió de los dos pajes que solían acompañarlo y salió rodeado por todos sus perros, que agitando la cabeza, hacían resonar sus largas orejas mientras se le metían entre las piernas a cada momento acariciando con las largas colas sus botas impermeables.
El barón de B. se encaminó directamente hacia el lugar donde había visto posarse las palomas salvajes. Era la época de la siembra, y en los campos arados poco tiempo antes no quedaba un arbusto o un hilo de hierba. Las lluvias de otoño habían reblandecido el terreno de tal modo que se hundía en los surcos hasta las rodillas y a cada momento tenía la sensación de ir a perder las botas. Además, los perros, no acostumbrados a ese género de caza, hacían inútil toda la estrategia del cazador y las palomas habían apostado aquí y allá sus centinelas avanzadas, exactamente como se hubiera hecho en un buen regimiento de la vieja guardia imperial.
Enfurecido por esa astucia, el barón de B. continuó persiguiéndolas con mayor saña aunque no se pusieran a tiro ni una sola vez. Comenzaba a sentirse cansado y derrotado por la sed cuando vio ahí cerca, en un surco, una plantita lozana cargada de frutos maduros.
─¡Es realmente extraño! ─dijo el barón─, una planta de frambuesas en este lugar..., ¡y cuántos frutos! ¡Qué hermosos y maduros!
Bajó el fusil, lo dejó cerca y se sentó; arrancó uno a uno los frutos purpurados del frambueso, que parecían como plateados graciosamente de escarcha, y mató, como mejor pudo, la sed que había empezado a atormentarlo.
Estuvo así sentado una media hora, al cabo de la cual empezó a percibir fenómenos singulares.
El cielo, el horizonte, la campiña ya no parecían los mismos; no porque hubiesen cambiado, sino que sus sensaciones respecto de ellos no eran las mismas de una hora antes; ya no veía con los mismos ojos.
Siempre rodeado de sus perros, a algunos le parecía no haberlos visto nunca, pero sin embargo los conocía, como si él no fuera su dueño, y dudando probó a llamarlos:
─¡Azor, Fido, Aloff!
Los perros llamados se acercaron de inmediato moviendo la cola.
─Menos mal ─dijo el barón─, mis perros parecen seguir siendo mis perros... Pero es singular esta sensación que se concentra en mi cabeza, este peso... ¿Qué son estos extraños deseos que siento, esta voluntad que nunca antes tuve, esta especie de confusión y de duplicidad que pruebo en todos mis sentidos? ¿Estaré loco?... Veamos, reordenemos nuestras ideas... ¡Nuestras ideas! Sí, así es..., porque siento que no todas mis ideas son solamente mías; ¿ordenarlas?, ¡se dice pronto! No es posible; todo en mi cabeza está en el más completo desorden, o mejor dicho..., está organizado de otro modo..., tiene algo de superfluo, de exuberante; algo que quiere hacerse un lugar en mi cabeza, que no es dañino, pero que empuja, golpea en las paredes de mi cráneo de modo penoso... Me parece ser un hombre doble. ¡Un hombre doble! ¡Es muy extraño! Y sin embargo..., sí, sin duda... en este momento sé cómo es un hombre doble.
»Me gustaría saber por qué estas anémonas medio podridas de tanta lluvia y a las que nunca dediqué la menor atención, ahora me parecen tan hermosas y atrayentes, con esos colores vivaces y esa forma simple y graciosa. Hagamos un ramito.
El barón alargó la mano sin levantarse, arrancó tres o cuatro y, cosa singular, las apoyó sobre el pecho como hacen las mujeres. Pero al retraer la mano hacia sí mismo probó una sensación todavía más rara; quería retraer la mano y al mismo tiempo alargarla nuevamente; el brazo controlado por dos voluntades opuestas e igualmente potentes se quedó en la misma posición, paralizado.
─¡Dios mío! ─dijo el barón, y haciendo un esfuerzo violento salió de ese estado de rigidez, y sin tardanza observó atentamente su mano tratando de averiguar si se había hecho algún daño.
Por primera vez se dio cuenta que sus manos eran pequeñas y bien formadas, con los dedos llenos y alargados, y las uñas describiendo una elipsis prefecta; las miró con una complacencia insólita. Asimismo percibió sus pies pequeños y sutiles no obstante la forma un tanto tosca de sus botas impermeables; ante el placer, sonrió.
En ese momento una bandada de palomas levantó vuelo en un campo cercano y viniendo hacia él quedó a tiro. Rápidamente el barón agarró el fusil y apuntó, pero... ¡cosa curiosa!, en ese instante se dio cuenta del temor que le inspiraba su fusil y que el estruendo que fuera a producir el disparo lo aterraría; se detuvo y dejó caer el arma, mientras una voz interior le decía:
«¡Qué hermosos pájaros, y cuánta belleza hay en el plumaje de las alas! Creo que son palomas salvajes».
─¡Por el infierno! ─exclamó el barón llevándose las manos a la cabeza─. No comprendo más nada de mí mismo... ¿Soy yo o no soy yo? ¿Desde cuándo siento miedo a disparar un fusil? ¿Cuándo he sentido algo de piedad por estas malditas palomas que devastan mis sembrados? ¡Los sembrados! Pero si parece que no fueran míos... ¡Basta, basta! Regresemos al castillo; tal vez sea el efecto de una fiebre que pasará si me acuesto.
E hizo acto de levantarse, pero en ese preciso momento otra voluntad asimismo integrada en él lo forzó a quedarse en la misma postura, como si hubiera querido decirle:
«No, quedémonos todavía sentados».
El barón asintió de buen grado a esta propuesta, puesto que del recodo del camino que bordeaba el campo había aparecido una brigada de jóvenes trabajadores que regresaban al pueblo. Los miró con un grado de interés y deseo para el que no halló explicación; reconoció que algunos de ellos eran especialmente atractivos y cuando al pasar cerca de él lo saludaron, respondió con una inclinación de la cabeza y se sintió incómodo cuando se dio cuenta que al igual que a una mujer se le habían subido los colores a la cara. Entretanto, como la dificultad para levantarse había desaparecido se puso de pié, y de inmediato le pareció que era más ligero que de costumbre: sus piernas pasaron de estar agarrotadas a estar flexibles, sus movimientos eran más garbosos aunque fuesen los mismos de antes, de modo que la sensación era la de caminar, de gesticular, de moverse, como lo había hecho siempre.
Intentó colgarse el fusil como antes pero nuevamente fue sacudido por el espanto y optó por llevarlo algo separado de su persona como hubiera hecho un niño temeroso.
Cuando llegó al punto donde el camino se bifurcaba dudó cuál era el correcto para llegar al castillo. Ambos llegaban, pero él acostumbraba recorrer siempre el mismo; ahora energías opuestas intentaban llevarlo por uno u otro de modo que cuando intentó moverse revivió el mismo fenómeno probado poco antes: las dos voluntades que parecían dominarlo, obrando sobre él con fuerza equivalente, se anularon recíprocamente paralizando su acción; se quedó inmóvil, petrificado, en medio del camino. Pasados unos minutos advirtió que ese estado había cesado; su titubeo se desvaneció y tomó sin más el camino habitual.
Apenas un centenar de pasos fueron suficientes para casi darse de bruces con la mujer del juez quien lo saludó cortésmente.
─¿Desde cuándo ─dijo después el barón de B.─ la mujer del juez acostumbra saludarme?
Algo más tarde recordaría que él era el barón de B., que conocía íntimamente a esa señora, y se sorprendió de haberse hecho dicha pregunta.
Siguiendo el camino se encontró con una vieja que restregaba algunos manojos de ramas secas en el cercado.
─Buen día Caterina ─le dijo abrazándola y besándola en las mejillas─. ¿Cómo está? ¿Tuvo noticias de su suegro?
─¡Oh, Excelencia, cuánta deferencia! ─exclamó la vieja, casi espantada por la insólita familiaridad del barón─. Le diré que...
Pero el barón la interrumpió diciendo:
─Por favor, míreme bien, ahora dígame: ¿Soy todavía el barón de B.?
─¡Oh, señor!... ─dijo ella.
Él no esperó el fin de esa respuesta y prosiguió su camino llevándose las manos a la cabeza, al tiempo que exclamaba:
─¡Me he vuelto loco, completamente loco!
A lo largo del camino le ocurrió a menudo detenerse a contemplar objetos o personas que anteriormente no habían despertado en él la menor atención, y verlos bajo un aspecto diverso de antes. Las hermosas campesinas que sachaban la tierra con las faldas arremangadas por encima de la rodilla ahora carecían de cualquier atractivo, y por el contrario, le parecían toscas, dejadas y groseras.
Cuando en algún momento dejó caer la mirada sobre los perros, que lo precedían con la cabeza baja y la cola colgando, dijo:
─¡Vaya! Visir, que no tenía ni dos meses ahora parece que tuviera ocho años largos, y se ha mezclado entre los perros elegidos.
Todavía en camino y ya en las proximidades del castillo se cruzó con algunos de sus sirvientes que paseaban charlando, y ¡cosa singular!, los vio dobles, el mismo fenómeno que se obtiene cruzando los ojos, pero además de que las causas no eran las mismas, las personas duplicadas no eran exactamente iguales, en todo caso, dos parecían ser las personas que se valían de los mismos ojos.
Poco a poco, esta duplicidad se fue extendiendo al resto de sus sentidos; veía doble, sentía doble, tocaba doble; y lo que era aún más sorprendente, ¡pensaba doble! En efecto, una misma sensación producía en él dos ideas, que a su vez desarrollaban dos energías distintas y juzgaban dos conciencias diferentes. En su vida coexistían dos vidas, pero dos vidas opuestas, que no podían fundirse, y que en la lucha por el predominio de sus sentidos duplicaban sus sensaciones.
Fue por esto que viendo a sus sirvientes los reconoció, pero por lo mismo no pudo evitar aproximarse a uno de ellos, abrazarlo con cariño y decirle:
─¡Oh, querido Francesco, cuánto me place volver a verte! ¿Cómo estás? ¿Qué tal se encuentra nuestro barón? ─y sabía muy bien que él era el barón─. Dile que en breve volverá a verme en el castillo.
Los sirvientes se alejaron sorprendidos, y aquel que entre ellos había sido abrazado, empezó a decir para sí:
─Daría lo mejor por saber si era o no era el barón quien me habló. Yo escuché antes esas mismas palabras, no lo sé...; sin embargo, esa expresión, ese aspecto y esa forma de abrazarme, ciertamente no es la primera vez que alguien me abraza de ese modo y mi digno patrón nunca me había honrado con semejante familiaridad.
Inmediatamente después, el barón de B. vio un cenador ubicado de tal modo en un ángulo de un jardín, que cuando estaba vestido de plantas era absolutamente inaccesible a los ojos de los curiosos. Le fue imposible resistirse a la tentación de entrar, aunque otra voluntad lo presionara para que siguiese sin detenerse hasta el castillo. Cedió al primer impulso y se sentó bajo la parra, pero no había terminado de hacerlo que sintió un nuevo fenómeno psicológico aún más curioso desarrollarse en su interior.
Una nueva conciencia se formó en él. Todo un pasado desconocido se abrió de pronto delante de sus ojos. Eran recuerdos puros y tiernos que nunca podría haber vivido y que vinieron a turbar dulcemente su ánimo; recuerdos de un primer amor, de una primera culpa, pero un amor más noble y elevado como nunca había sentido, y de una culpa más dulce y generosa como él jamás había experimentado. Su mente abarcaba un mundo de afectos ignoto, recorría regiones nunca vistas, evocaba mieles no saboreadas.
No obstante, este conjunto de recuerdos, esta nueva existencia agregada a la propia no turbaba ni se confundía con los suyos; una línea imperceptible separaba ambas conciencias.
El barón de B. permaneció un buen rato en el cenador hasta tanto no sintió deseos de continuar hasta el pueblo. Ahora las dos voluntades parecían estar de acuerdo y el impulso era tan potente que fue incapaz de mantener su paso habitual; lo obligaron a una alocada carrera.
A partir de entonces las dos voluntades comenzaron a dominarse y a dominarlo con igual fuerza. Si actuaban de acuerdo, los movimientos de su persona eran precipitados, convulsos, violentos; si una no lo hacía, eran regulares; si se oponían, anulaban todo posible movimiento dando lugar a una parálisis que se prolongaba hasta que una ellas conseguía predominar.
Todavía en plena carrera hacia el castillo lo vio uno de sus sirvientes, y temiendo alguna desgracia lo llamó. El barón quiso detenerse mas no pudo; ralentizó el paso y por un instante permaneció inmóvil, pero fue presa de convulsiones, comenzó a dar saltos, retrocediendo y avanzando a tropezones como lo haría un endemoniado, y así, se vio obligado a seguir corriendo hacia el pueblo.
El pueblo le pareció algo cambiado, como si se hubiera ausentado algunos meses: vio el campanario de la iglesia recién reparado, algo que ya sabía pero que asimismo ignoraba.
En su carrera se topó con varias personas que no dejaron de mostrar su sorpresa viéndolo pasar. Delante de cada uno se descubría, aun comprendiendo que no debía, y era igualmente correspondido por la gente que se quitaba sus gorros, maravillada ante tanta cortesía. Pero aquello que más llamaba la atención era que esas personas consideraban como algo casi natural el hecho que él corriera como así también que los saludara de esa manera; parecían haber intuido o entrevisto algo en sus actos sin poder definir de qué cosa se trataba. Estaban atemorizados y preocupados.
Al llegar al castillo se detuvo; entró en las antecámaras; besó a una de sus camareras; dio la mano a sus servidores de librea verde, y echó los brazos al cuello de uno de ellos acariciándolo con mucho cariño y susurrándole palabras apasionadas y afectuosas.
Viendo la escena, sirvientas y sirvientes huyeron, y corrieron gritando a encerrarse en sus habitaciones.
El barón de B., por su parte, subió a las otras plantas y visitó todas las salas del castillo, cuando llegó a su alcoba se dejó caer sobre la cama, y dijo:
─Vengo a dormir con usted, señor barón.
En ese intervalo de descanso en el que sus ideas se reordenaron, recordó lo sucedido durante aquellas dos horas y se aterrorizó, pero no fue más que un destello antes de recaer bajo el dominio de esa otra voluntad que lo sojuzgaba.
Volvieron a su mente las palabras dichas poco antes:
─Vengo a dormir con usted, señor barón.
Una vez más su memoria se desdobló en recuerdos paralelos, hechos únicos vividos por dos espíritus distintos que ahora se expresaban en su persona. Pero estos recuerdos diferían de los que había tenido bajo la pérgola; aquellos eran simples, estos, complejos; aquellos permitían que una parte de la mente quedara vacía, neutra, todavía capaz de juzgar; estos la ocupaban en su totalidad; y como eran recuerdos de amor, comprendió en ese momento qué era la gran unidad, la inmensa complejidad del amor, que es según las leyes inexorables de la vida un sentimiento dividido entre dos, y por tanto incomprensible para ninguno más que a medias. Era la fusión plena, total de dos espíritus, fusión de la cual el amor no es más que una aspiración, y sus dulzuras una sombra, un eco, un sueño de esa fusión. Imposible describir mejor el estado singular en que se encontraba.
Así pasó cerca de una hora, y una vez transcurrida se dio cuenta de que aquella voluntad menguaba y las dos vidas que parecían animarlo se separaban. Al levantarse se pasó las manos por la cara como para quitarse algo ligero, un velo, una sombra, una pluma; y sintió que el tacto era diferente, que sus rasgos no eran ya los mismos, y probó la misma sensación que hubiera tenido de haber acariciado la cara de otro.
Corrió a mirarse en un espejo cercano. ¡Todo era demasiado extraño! Ya no era él, o al menos veía aún su imagen pero como si fuera la de otro, veía dos imágenes en una. Bajo la piel diáfana de su persona aparecía en transparencia una segunda imagen de perfil vaporoso, inestable, pero conocida. En el fondo, aceptaba todo con naturalidad; era consciente que en la unidad convivían dos personas, que era uno, pero también dos al mismo tiempo.
Apartando la mirada del espejo, vio sobre la pared opuesta un viejo retrato suyo de grandeza natural, y dijo:
─¡Ah! El señor barón de B.... ¡Cómo ha envejecido! ─y volvió a mirarse en el espejo.
La vista de ese cuadro le hizo recordar que en el corredor del castillo había una imagen similar a aquella que había visto transparentarse poco antes en su persona frente al espejo, y lo invadió un deseo invencible de volver a verla. Se apresuró hacia el pasillo.
Algunas sirvientas que se cruzaron con él en ese momento quedaron más consternadas que antes, y corrieron a llamar a los pajes que estaban reunidos en la antesala tratando de ponerse de acuerdo sobre cómo actuar.
Entretanto las locuras cometidas por el barón, ampliamente divulgadas en un santiamén por el pueblo, había traído un buen número de curiosos que ahora se agolpaba en el patio, incluidos el médico y el juez entre otras personas autorizadas.
Decidieron entrar en el corredor. Allí encontraron al desgraciado barón de pie delante del retrato de una joven –la misma que había desaparecido meses atrás en el castillo– en un estado de profunda excitación imposible de definir. Parecía ser presa de un violento ataque epiléptico al tiempo que permanecía ensimismado en aquel retrato; algo dentro de su cuerpo exigía ser liberado para integrarse con la imagen del cuadro. Lo miraba con inquietud dando saltos prodigiosos en esa dirección atraído sin duda por una fuerza irresistible. Pero lo más extraordinario era que cuanto más se concentraba en el lienzo más cambiaba su expresión. Todos reconocían en él al barón, pero al mismo tiempo veían un extraño parecido con la imagen reproducida en el cuadro. La muchedumbre que atestaba el pasillo permanecía inmóvil dominada por un terror indescriptible. ¿Qué es lo que veían? No lo sabían; empero no ignoraban el hecho de encontrarse ante algo sobrenatural.
Nadie osaba acercarse, nadie se movía, era insuperable el espanto que los atenazaba; el terror hacía estremecer hasta la última de sus fibras.
Mientras tanto el barón persistía en arremeter contra el cuadro y su exaltación iba en aumento y a la par su rostro reproducía siempre más el de la muchacha...; y algunas personas, más allá del espanto que los torturaba e inmovilizaba, parecían a punto de explotar gritando su terror. De pronto, una sola voz prorrumpió de entre la gente:
─¡Clara! ¡Clara!
Ese grito rompió el hechizo.
─¡Sí, Clara, Clara! ─repitieron al unísono los que llenaban el corredor y se precipitaron hacia las puertas sobrecogidas por un terror aún mayor: el nombre y la imagen eran los de la muchacha desaparecida del castillo.
Al oír esa voz, el barón, separándose del cuadro, se abalanzó sobre el gentío gritando:
─¡Él me mató! ¡Ese es mi asesino!
Se hizo un hueco entre la gente. Un hombre, el mismo que había gritado, estaba tendido en el suelo, desmayado: era el joven guardabosque sobre el que habían recaído las sospechas por la misteriosa desaparición de Clara.
Los sirvientes del barón consiguieron sujetarlo. Cuando el guardabosque volvió en sí, pidió hablar con el juez y confesó espontáneamente haber asesinado a la joven en un arrebato de celos y haberla enterrado en un campo, precisamente el lugar donde pocas horas antes, el desafortunado barón se había sentado a comer los frutos del frambueso.
Le suministraron una fuerte dosis de un emético que le hizo vomitar los frutos todavía no digeridos, liberándolo así del espíritu de la muchacha.
El cadáver, del cual surgían las raíces del frambueso, fue desenterrado y trasladado al cementerio.
El guardabosque, llevado a juicio, fue condenado a doce años de trabajos forzados.
Nota del editor: En 1865 lo conocí en la cárcel de Cosenza que había ido a visitar. Le faltaban dos años para cumplir la pena, y fue él mismo quien me contó esta historia maravillosa.
Nota · Este cuento forma parte de:
Iginio Ugo Tarchetti: Cuentos fantásticos. Traducción: Nahuel Cerrutti.