Arnold Bennett · ¡Asesinato! Traducción: Nahuel Cerrutti.
I
Mucha gente importante ha justificado el asesinato como un acto social, defendible e incluso elogiable en ciertas instancias. Hay algo que decir acerca del asesinato, aunque quizá no mucho.
Todos nosotros, o la mayoría de nosotros, ha sentido el deseo y el impulso de cometer un asesinato. En cualquier caso, el asesinato no es asunto poco común. Como promedio, dos personas son asesinadas cada semana en Inglaterra y probablemente doscientas en Estados Unidos; y un cuarenta por ciento de los asesinos no son llevados ante la justicia. Estos datos no toman en cuenta los sin duda numerosos casos en que el asesinato se comete, pero no se lo toma como tal. Asesinos y asesinas caminan sin problemas entre nosotros y puede pasar que nos demos la mano con ellos.
¡Un pensamiento inquietante! Pero así es la vida, y así el homicidio.
II
Una tarde de otoño, dos hombres, Lomax Harder y John Franting, caminaban juntos por el paseo marítimo de la costa y puerto de Quangate en el Canal de la Mancha. Ambos, bien vestidos, mostraban un cierto aspecto saludable y una edad aproximada de treinta y cinco años. A este punto sus semejanzas terminaban. Lomax Harder tenía unos lineamientos refinados, una enorme frente, cabello rubio y unos modales delicados. John Franting tenía la frente baja, una barbilla grande y el ceño fruncido, desafiante, justo lo que se llama un tipo duro. La apariencia de Lomax Harder se correspondía, salvo por su impecable afeitado, con la noción popular del poeta. Era de hecho un poeta, y no desconocido en el minúsculo, insignificante, alocado mundo donde la poesía es asunto de interés primordial. John Franting respondía en su apariencia con la noción popular de un jugador, un boxeador aficionado y en su tiempo libre, un seductor de mujeres. A veces la sabiduría popular roza la verdad.
Lomax Harder, abotonándose su abrigo con gesto algo nervioso, dijo en un tono tranquilo pero firme e insistente:
—¿No tienes nada que decir?
John Franting se detuvo de repente frente a un negocio cuya fachada mostraba un cartel:
Gontle · Armero
—No con palabras —respondió Franting—. Entraré aquí. —Y sin más entró en el pequeño, deteriorado negocio.
Lomax Harder dudó un instante antes de seguir a su compañero.
El vendedor era un hombre de mediana edad que vestía un saco de terciopelo negro.
—Buenas tardes —saludó a Franting con una expresión y en un tono de urbana superioridad que parecía indicar que Franting era un hombre tan sabio como afortunado, conocedor de las excelencias que Gontle podía ofrecerle y por ello mismo tenía la agudeza de venir a su negocio.
Porque el nombre de Gontle era reconocido y respetado dondequiera se accionaran gatillos, y su renombre recorría no solo la totalidad de la costa del Canal sino toda Inglaterra. Los deportistas solían viajar hasta Quangate desde el lejano norte, e incluso desde Londres, para comprar armas. Decir, «la compré en Gontle» o, «el viejo Gontle me la recomendó», era suficiente para silenciar cualquier disputa concerniente a los méritos de un arma de fuego. Los expertos bajaban la cabeza ante la inusual reputación de Gontle. En cuanto a él, y aunque disculpable, era sumamente engreído. Su convicción de que ningún otro armero en todo el mundo podía comparársele era absoluta. Vendía pistolas y rifles con el gesto de un monarca que confiere un honor. Nunca discutía, afirmaba; y el comprador que lo contradecía se arriesgaba a una tan probable como gélida y descortés indicación de la situación geográfica de la puerta de salida del negocio. Tal tipo de negocios existen en las provincias inglesas, y nadie entiende como han conseguido su renombre. No podrían existir en ninguna otra parte.
—‘nas tardes —dijo Franting con voz áspera, y esperó.
—¿En qué puedo ayudarlo? —preguntó el señor Gontle, como diciendo: «No tenga miedo. Este negocio es tremendo, y yo también lo soy, pero no voy a comérmelo».
—Quiero un revólver —soltó Franting.
—¡Ah! ¡Un revólver! —comentó el señor Gontle, como si dijera: «Una pistola o un rifle, sí; pero un revólver, un arma sin personalidad, fabricada al por mayor. Sin embargo, entiendo que tendré que dignarme a satisfacerlo»—. ¿Supongo que usted sabe algo sobre revólveres? —preguntó mientras se aprestaba a mostrar las armas.
—Un poco.
—¿Conoce el Webley Mark III?
—No puedo afirmarlo.
—¡Ah! Es el mejor para los usos más comunes. —Y con su mirada decía: «Sea tan amable de no decirme que no lo es».
Franting examinó el Webley Mark III.
—Ve —dijo el señor Gontle—, el tema aquí es que en tanto la abertura no está debidamente cerrada no se puede disparar. De modo que no puede percutir abierto y lisiar o matar al aspirante a asesino. —Y sonrió maliciosamente ante uno de sus chistes más viejos.
—¿Y qué pasa con los suicidas? —preguntó en tono grave Franting.
—¡Ah!
—Usted debe mostrarme cómo se hace —dijo Franting.
El señor Gontle accedió a este razonable requerimiento y buscó munición.
—El cañón está algo rayado —dijo Franting.
El señor Gontle inspeccionó la rayadura con pena. Hubiera querido negar su existencia, pero no pudo.
—Aquí hay otro —dijo—, ya que es usted tan especial. —Él simplemente tenía que poner a los clientes en su lugar.
—Tendrá que bajármelo —dijo Franting.
El señor Gontle bajó el segundo revólver.
—Me gustaría probarlo —dijo Franting.
—Por supuesto —dijo el señor Gontle, y condujo a Franting fuera del negocio por la puerta trasera, y abajo a un sótano donde era posible probar los revólveres.
Lomax Harder estaba ahora solo en el negocio. Dudó un cierto tiempo antes de agarrar el revólver que Franting había rechazado, manosearlo, dejarlo y agarrarlo otra vez. La puerta trasera del negocio se abrió de repente; sobresaltado, Harder, en un acto irreflexivo, no premeditado, dejó caer el revólver en el bolsillo de su abrigo. El revólver fue a parar tan rápido a su bolsillo como el bolsillo había sido cosido. No se atrevió a sacarlo.
—¿Y cartuchos? —le preguntó el señor Gontle a Franting.
—¡Oh! —dijo Franting—, disparé una sola vez. Cinco serían más que suficientes por el momento. ¿Cuánto pesan?
—Déjeme ver. ¿Un cañón de cuatro pulgadas? Una libra y cuatro onzas.
Franting pagó el revólver con un billete de cinco libras y recibió como vuelto treinta chelines, y con un par de zancadas salió del negocio, arma en mano.
Había salido incluso antes de que Lomax Harder decidiera qué hacer.
—¿Y para usted, señor? —dijo Gontle dirigiéndose al poeta.
Harder comprendió de súbito que el señor Gontle lo había tomado por un cliente distinto que habría entrado poco después del anterior. Harder y Franting no habían intercambiado palabra durante la compra, y Harder sabía muy bien que en los negocios más exclusivos era costumbre ignorar por completo a un segundo cliente antes de haber cerrado algún trato con el primero.
—Querría ver algunos floretes. —Harder farfulló lo primero que le había venido a la cabeza.
—¡Floretes! —exclamó el señor Gontle, escandalizado, como diciendo: «¿Cómo es posible que usted pueda suponer que yo, Gontle, armero, venda algo parecido a un florete?».
Después de una breve charla Harder se disculpó y se fue, pensando, eso sí, que era un ladrón.
«Volveré más tarde a pagarle a este tipo» —dijo su inquieta conciencia—. «No. No puedo hacerlo. Le mandaré algunos pagos anónimos por vía postal».
Cruzó al Paseo y vio a Franting, una pequeña figura completamente sola, lejos, abajo en la playa desierta, apuntando con el revólver en la mano izquierda. Pensó haber oído el sonido de un disparo, pero la distancia era demasiado grande para estar seguro. Siguió mirando y por fin Franting caminó en diagonal hacia el oeste a lo largo de la playa.
«Está volviendo al Bellevue» —pensó Harder, refiriéndose al hotel donde había encontrado a Franting, saliendo del mismo, hora y media antes.
Fue hacia el hotel dando un paseo tranquilo, pero Franting, que evidentemente había subido la pared del acantilado en el ascensor de un penique, se le había anticipado. Desde fuera, Harder vio a Franting sentado en el salón. De pronto, Franting se puso de pie y se esfumó bajando a un largo pasillo en la parte trasera del salón. Harder entró al hotel con un cierto aire de culpabilidad. No había portero en la puerta y ni un alma en el salón ni a la vista desde el salón. Harder bajó hacia el largo pasillo.
III
Al final del pasillo Lomax Harder se encontró en una sala de billar, ampliación en parte construida en ladrillo y en parte en madera, una suerte de patio trasero de la estructura principal del hotel. El techo, de acero y vidrio mugriento, se levantaba hasta converger en un punto en el centro. En dos de los lados las altas paredes del hotel ocultaban la luz. Anochecía. Un fuego pequeño y débil ardía en la chimenea y la gran estufa debajo de la ventana estaba fría como el acero, porque, aunque el verano había terminado, el invierno aún no había comenzado oficialmente para la ahorrativa dirección del pequeño hotel, de manera que la habitación estaba fría; no obstante, como deferencia a esa pasión inglesa por el aire fresco y la incomodidad, la ventana estaba abierta de par en par.
Franting, con su abrigo puesto, un cigarrillo sin encender entre los labios y el ceño fruncido, estaba parado de espaldas al fuego. A la vista de Harder levantó su barbilla en un gesto desafiante.
—O sea que estuviste siguiéndome —le dijo resentido a Harder.
—Sí —dijo éste, con su curiosa y estirada afectación—. Vine hasta aquí especialmente para hablarte. Te diré ahora lo que tendría que haberte dicho antes, pero estabas saliendo del hotel en el momento que yo llegaba. No me pareciste dispuesto a hablar en la calle; pero tenemos que hacerlo, debo decirte un par de cosas.
Harder daba la impresión de estar muy calmo, y de hecho era como se sentía. Avanzó desde la puerta hasta la mesa de billar.
Franting levantó su mano, mostrando sus brutales dedos de punta roma en la penumbra.
—Ahora escúchame a mí —dijo con fría, medida ferocidad—. Tú no puedes decirme nada que yo no sepa. Si hay algo de lo hablado aún por hacer, lo haré yo mismo, y cuando haya terminado podrás salir. Sé que mi mujer sacó un billete del vapor de Harwich a Copenhague, visto que buscó su pasaporte y preparó su equipaje; y por supuesto sé que tienes intereses en Copenhague y pasas allí la mitad de tu precioso tiempo. No me preocupa relacionar ambas cosas. Todo eso no tiene nada que ver conmigo. Emily ha conectado siempre bien contigo, y sé que en la última o en las últimas dos semanas ustedes se vieron más que nunca antes. No es que me importe. Sé que ella se opone a como la trato y a mi conducta en general, y tiene razón, pero eso es algo que concierne solo a ella y a mí. Quiero decir que no es algo de tu incumbencia, por ejemplo, ni de nadie más. Si ella pone suficientes objeciones, puede probar a divorciarse de mí. Dudo que lo consiga, pero uno nunca puede estar seguro con estas nuevas leyes. Sea como sea es mi mujer hasta tanto no se divorcie, y por tanto tiene las habituales obligaciones y responsabilidades para conmigo, aunque haya sido el peor marido del mundo. Así es como lo veo según mi anticuada manera. Acabo de recibir una carta suya; ella sabía que yo estaba aquí y espero que me expliques cómo hiciste para enterarte.
—Me enteré —dijo Lomax tranquilamente.
Franting sacó una carta de su bolsillo interior y la desplegó.
—Sí —dijo, mirándola, y leyendo partes de ella en voz alta—: «He decidido dejarte, y no negaré que sé que sabes quién está haciendo lo que puede para ayudarme. No puedo seguir viviendo contigo por más tiempo. Puede que estés encariñado conmigo, según dices, pero encuentro tu manera de mostrar tu cariño demasiado humillante y dolorosa. Esto es algo que ya te he dicho antes, pero ahora te lo digo por última vez», etcétera, etcétera.
Franting rompió la carta en dos, tiró la mitad al suelo, enrolló la otra mitad a modo de pajuela, la acercó al fuego y encendió su cigarrillo.
—Esto es lo que pienso de su carta —prosiguió, con el cigarrillo entre sus labios—. La estás ayudando, ¿no es así? Muy bien. No digo que estés enamorado de ella ni que ella lo esté de ti. No hago afirmaciones disparatadas. Pero si no estás enamorado de ella me pregunto por qué te preocupas tanto. ¿Es que vas por el mundo socorriendo mujeres que dicen ser infelices por el solo hecho de ayudarlas? Da igual. Emily no va a dejarme. Métetelo en la cabeza. No permitiré que me deje. Ella tiene dinero, y yo no. Estuve viviendo de ella y sería terriblemente difícil para mí si me dejara sin más, y este es un buen motivo para quedarme con ella, ¿no? Pero, aunque no lo creas, no lo es. Tiene toda la razón cuando dice que estoy muy encariñado, y este otro también sería un buen motivo, pero tampoco lo es. Para mí, la razón es que una esposa es una esposa y no puede romper su compromiso porque ya no crecen flores en el jardín. He oído decir que soy inmoral, pero no lo soy por completo, y siento como muy fuerte eso que se llama lazo matrimonial. —Sacó su revólver del bolsillo de su abrigo, y lo mantuvo a la vista—. ¿Lo ves? Me viste comprarlo. Por lo tanto, no debes tener miedo. No te estoy amenazando, y no forma parte de mi juego dispararte. No tengo nada que hacer con tus tejemanejes. Con lo que tengo algo que hacer es con los tejemanejes de mi mujer. Si ella me deja, por ti o por cualquier otro o por nadie, la seguiré, sea a Copenhague o a Bangkok o al Polo Norte, y la mataré con este mismo revólver que me viste comprar… Y ahora puedes irte.
Franting guardó el revólver y empezó a fumarse el cigarrillo con intensas y largas bocanadas.
Lomax Harder miró la adusta, inflexible, brutal, fruncida, gélida expresión de su rostro y supo que Franting sabía lo que había dicho. Nada podría detenerlo de llevar a cabo su amenaza.
El tipo no era un camorrista, no tenía razones para serlo; pero tenía una inequívoca firmeza y jamás se echaría atrás por miedo a las consecuencias. Si Emily lo dejaba, era mujer muerta; nada al fin podría protegerla de la amenaza de su marido. Por otra parte, nada la persuadiría a quedarse con su marido. Había decidido irse, y se iría. Pero sobre todo el mero pensamiento de que esa mujer, hacia la que él, Harder, sentía una total adoración, permaneciera junto a su marido, con las torturas y humillaciones que venía sufriendo desde hace años, era algo que lo sublevaba. No podía pensar en ello.
Dio unos pasos bordeando la mesa de billar y Franting hizo lo propio para acercarse a él. Lomax Harder sacó el revólver de su bolsillo, apuntó y apretó el gatillo.
Franting se desplomó, pero la mitad superior de su cuerpo de alguna forma se mantuvo en un extraño equilibrio sobre el borde de la mesa de billar. Estaba muerto. El sonido del disparo retumbó en el oído de Harder como el sonido de la cuerda de un violín punteada con fuerza. Vio un pequeño agujero rojizo en la bronceada sien derecha de Franting.
«Bien» —pensó—, «alguien tenía que morir, y es mejor él que Emily».
Sentía haber hecho justicia, aunque también una cierta pena por Franting.
Entonces sintió miedo, miedo por sí mismo, porque no quería morir, sobre todo en el patíbulo; pero también por Emily Franting, que se quedaría sin amigos e indefensa sin él; no podía soportar el pensamiento de ella sola en el mundo, en el centro de un terrible escándalo. Debía salir de allí inmediatamente…
¡Pero no por el corredor hacia la recepción del hotel! ¡No! ¡Eso podría resultar fatal! La ventana. Miró el cadáver. Estaba más raro, curioso, que asustado. Él era el hacedor de ese cadáver. ¡Extraño! No podía deshacerlo. Había llevado a cabo lo irrevocable. ¡Impresionante! Vio el cigarrillo de Franting brillar sobre el linóleo en la cada vez mayor oscuridad; lo recogió y lo tiró a la chimenea.
Cortinas de encaje colgaban en todo el ancho de la ventana. Levantó una de ellas y miró fuera. La luz era mucho más fuerte en el patio que en la habitación. Se puso los guantes. Echó una última mirada al cadáver, montó a horcajadas sobre el alféizar de la ventana y saltó al piso de ladrillos del patio. Vio que la cortina se había vuelto a cerrar.
Miró en derredor. ¡Nadie! ¡Ni una sola luz en ninguna ventana! Vio una puerta verde de madera; la abrió; se encontró en una suerte de callejón… En un momento, después de un par de vueltas desembocó en el paseo marítimo. Era un fugitivo. ¿Debía correr hacia la derecha o hacia la izquierda? Tuvo una inspiración. Una idea genial para desconcertar a los perseguidores: entraría al hotel por su entrada principal. Fue hacia el pórtico lentamente, donde un portero de mediana edad esperaba en la penumbra.
—Buenas noches, señor.
—Buenas noches. ¿Habrá alguna habitación disponible?
—Creo que sí, señor. La encargada ha salido, pero volverá en unos minutos; siéntese por favor. El director está en Londres.
El portero encendió las luces del salón, y Lomax Harder, parpadeando, entró y se sentó.
—Podría tomar un cóctel mientras espero —sugirió el asesino con una amigable y luminosa sonrisa—. Un ‘Bronx’.
—Por supuesto, señor. El botones libra; es él quien se encarga de los pedidos en el salón, pero lo atenderé yo mismo.
«¡Qué hotel!» —pensó el asesino, a solas en el salón helado, y dio una ojeada al largo pasillo—. «¿Será que todo el hotel está a cargo del portero? No cabe duda de que estamos en temporada baja. ¿Pero es concebible que nadie haya escuchado el ruido del disparo?».
Harder sintió un fuerte impulso de salir corriendo, pero hacerlo sería altamente peligroso. Se contuvo.
—¿Cuánto es? —preguntó al portero, que había vuelto con sorprendente rapidez, bandeja en mano y un vaso encima.
—Un chelín, señor.
El asesino le dio dieciocho peniques, y bebió de un trago el cóctel.
—Muchísimas gracias, señor —dijo el portero recogiendo el vaso.
—¡Nos vemos en un rato! —dijo el asesino—. Volveré. Tengo que hacer un par de mandados.
Y se fue, lentamente, hacia la oscuridad del paseo marítimo.
IV
Lomax Harder se inclinó por encima del brazo izquierdo del malecón en el puerto artificial de Quangate. Ninguna otra alma estaba allí. Todo era noche. El faro, en el extremo del brazo derecho, estaba oculto. Las luces, algunas rojas, otras verdes, muchas blancas, de los barcos en el mar se cruzaban en ambas direcciones en interminables procesiones. Las olas se deshacían mansamente contra la vasta mampostería del muro. El viento, que soplaba de forma constante del noroeste, no era frío. Harder, mirando en derredor, aunque sabía que estaba absolutamente solo, sacó a hurtadillas el revólver del bolsillo de su abrigo y lo lanzó al mar. Después se volvió y miró más allá del pequeño puerto el misterioso anfiteatro del pueblo iluminado, mientras oía los relojes públicos y religiosos dar la hora.
Era un asesino, ¿pero por qué no podría tener éxito en evitar que lo descubrieran? Otros asesinos lo habían conseguido. Tenía la inteligencia suficiente. No estaba excitado. No estaba enfermo. Su perspectiva de las cosas no estaba torcida. El portero no había visto su primera entrada al hotel como tampoco su salida después del crimen. Nadie lo había visto. No se había dejado nada en la sala de billar. Ninguna huella dactilar en el alféizar de la ventana. (El ponerse los guantes era en sí mismo una clara demostración de haber conservado su presencia de ánimo). Ningún rastro de pisadas en el duro, seco pavimento del patio.
Desde luego cabía la posibilidad de que alguien oculto lo hubiese visto saliendo por la ventana. Dudoso, ¡pero siempre posible! Como era asimismo posible que alguien que conociera a Franting de vista lo hubiera visto caminar por las calles junto a él. Si ese alguien informaba a la policía dando su descripción, las pesquisas serían inevitables…
¡No! Nada de ello. Su apariencia no tenía nada de llamativo para la mirada de un observador casual, excepto su frente, de la cual se sentía orgulloso, pero que su sombrero ocultaba.
Es creencia generalizada que los criminales cometen alguna tontería. Pero lejos de pensar eso, estaba convencido que, respecto del crimen, nunca haría nada tonto, como nada tenía del deseo, que se supone común entre los criminales, de regresar a la escena del crimen o de ver el cadáver una vez más. Aun lamentándolo, lo necesario de su acto le impedía tener el más mínimo remordimiento de conciencia. ¡Alguien tenía que morir, y seguramente era mejor que muriera un bruto a que lo hiciera la divina, encantadora, martirizada criatura a la cual su acto había liberado para siempre! En sus adentros era consciente de su éxtasis por Emily Franting, ahora viuda y libre. Era una mujer única, y causaba extrañeza que con semejante talento hubiese caído bajo la influencia de alguien manifiestamente sinvergüenza como Franting. Pero ella era muy joven entonces, y tanta adicción al sexo era algo que le había pasado antes y podría volverle a pasar; era un fenómeno generalizado en la historia de las relaciones entre hombre y mujer. Habría matado a un centenar de hombres si hubieran amenazado su felicidad. Su corazón era puro; no deseaba nada de Emily a cambio de lo que había hecho en su defensa. Era apasionado en su defensa. Cuando reflexionaba acerca de la brutalidad y crueldad gestual que Franting había mostrado para encender el cigarrillo con la carta de Emily, el resentimiento encendía las mejillas de Harder.
Un reloj dio el cuarto. Harder caminó rápidamente hacia el paseo marítimo del puerto, donde había una parada de taxis y se dirigió a la estación… ¡Lo invadió un temor subitáneo! ¡El crimen podía haber sido descubierto! ¡La policía podría estar buscando a los viajeros de aspecto sospechoso! ¡Absurdo! Aun así, el temor subsistió pese a su absurdidad. El taxista lo miraba de modo raro. ¡No! ¡Solo era su imaginación! Dudó en el umbral de la estación; entonces, audazmente, entró, y mostró su billete de vuelta al inspector. No había indicios de policía alguno. Subió al vagón, donde otros cinco pasajeros ya estaban sentados. El tren salió.
V
A punto estuvo de perder el tren que enlaza con el barco en la calle Liverpool, porque siguiendo su costumbre el procedente de Quangate llegó veinte minutos tarde a Victoria. Y en Victoria, la parte más estúpida de él, como distinguiéndose de su otra parte, la del sentido común, sufrió otro espasmo de miedo. ¿Podrían los detectives, avisados por telégrafo, estar esperando el tren? ¡No! ¡Qué idea tan absurda! El tren de la calle Liverpool estaba lleno de pasajeros, y el andén lleno de quienes los despedían. De los fragmentos de conversación oídos se enteró que una conferencia internacional estaba a punto de celebrarse en Copenhague. ¡Y él no se había enterado de nada, ni tampoco había visto una sola línea sobre ello en los diarios! Algo tal vez disculpable dado que asuntos graves habían retenido su atención.
¡De nada servía buscar a Emily en el enorme ajetreo de los compartimentos! Ella tenía su billete, comprado por ella misma en evitación de posibles complicaciones, y debía ser la única mujer en el mundo que jamás se había retrasado y que nunca se apuraba. Seguro que estaba en el tren. ¿Pero, realmente lo estaba? Pudo haber pasado algo siniestro; por ejemplo, una llamada a su casa informándola de que su marido había sido hallado muerto con un balazo en la cabeza.
El veloz viaje de dos horas a Harwich fue terrible para Lomax Harder. Recordó que había dejado la parte no quemada de la carta bajo la mesa de billar. ¡Qué descuidado! ¡Qué estúpido! Era una de las cosas tontas que hacen los criminales.
En el muelle de Parkeston la confusión era enorme. No caminó, fue casi llevado directamente al gran buque que se balanceaba y cuyas oscuras chimeneas se vislumbraban entre volutas de vapor subiendo al cielo sembrado de estrellas. Su ventaja: a no ser que detuvieran la salida del barco, los detectives no tenían chances en ese escenario multitudinario.
El barco rugió un aviso de partida y se separó del muelle, navegando a tientas por el tortuoso canal hacia la boca del puerto hasta encontrarse en el Mar del Norte; e Inglaterra quedó reducida a nada más que una línea de luces. Revisó toda la cubierta de proa a popa, pero no pudo encontrar a Emily. No había tomado el tren, o si lo había hecho, no se embarcó después porque él no se había presentado. Su sufrimiento era intenso. Todo había ido mal. ¿Y en la llegada a Esbjerg no habría detectives a la espera del tren de Copenhague?
Entonces la divisó, y ella a él. También ella lo estaba buscando. Solo la casualidad podía separarlos. Su alegría al encontrarlo fue indescriptible; viéndola, las lágrimas se asomaron a sus ojos. Él lo era todo para ella, absolutamente todo. Él agarró con firmeza su mano derecha entre sus manos y la miró en la tenue, difusa luz mezcla de estrellas, luna y electricidad. Nunca hubo una mujer como ella: madura, inocente, prudente, confiable, honesta. ¡Y la conmovedora belleza en la expresión triste o alegre de su atractiva cara, y su orgulloso porte! ¡Una joya única, arrebatada a la brutal garra de aquel tipo, que había roto su solemne carta en dos para usarla a modo de pajuela para encender su cigarrillo! Ella le contó acerca de sus movimientos y él los suyos.
—¿Y bien? —dijo ella a continuación.
—No fui. Pensé que eso era lo mejor, convencido como estaba que no hubiese servido para nada.
No era su intención mentirle de esa forma. ¿Pero llegado al punto, qué otra cosa hubiera podido decir? Le dijo una mentira en vez de veinte. La estaba engañando, pero por su propio bien. En el supuesto de que ocurriera lo peor, ella no estaría expuesta a ningún riesgo. Y él la había salvado. Respecto de posibles complicaciones en el futuro, se negó a pensar en ellas; podía vivir en el maravilloso presente. Sintió de pronto la asombrosa belleza de la noche en el mar, pero debajo de sus otras sensaciones estaba aquella otra, oscura, de un peso sobre su corazón.
—Espero que tengas razón —asintió ella, angelicalmente.
VI
El superintendente de policía —Quangate era la capital de la mitad oeste del condado— y un detective con rango de sargento estaban en la sala de billar del Belleuve. Ambos vestían de civil. Las potentes lámparas con pantalla verde usuales en las salas de billar iluminaban despiadadamente la mesa verde y el cuerpo reclinado de John Franting, que no se había movido y no sería movido.
Una limpiadora acababa de dejar a los dos oficiales cuando un robusto caballero, que había engatusado al policía de guardia en la parte contraria del largo corredor, se coló detrás de ella, saludó a los dos policías y cerró la puerta.
—Estuve con mi amigo el doctor Furnival —dijo el recién llegado alegremente—. Usted lo llamó por teléfono, y como él tenía que salir a uno de esos casos que por su naturaleza no pueden esperar, me ofrecí a venir en su lugar. Usted y yo nos hemos encontrado con anterioridad, superintendente, en Scotland Yard.
—¡Doctor Austin Bond! —exclamó el superintendente.
Se dieron la mano, Bond cordialmente, el superintendente, algo altivo, algo deferente, como alguien que tiene su dignidad para pensar algo; también como alguien que se siente molesto por la intrusión, pero no se atreve a mostrar su resentimiento.
El sargento quedó impactado por el deslumbrante nombre del detective aficionado, un genio que había resuelto los famosos casos de «El sombrero amarillo», «Las tres ciudades», «Las tres plumas», «La cuchara de oro», etc., etc., etc., cuya diabólica perspicacia había hecho una y otra vez sentirse estúpidos a los detectives profesionales, y cuyas notorias amistades en las altas esferas de Scotland Yard obligaban a las fuerzas policiales a tratarlo cortésmente.
—Sí —dijo Bond, después de un examen exhaustivo—. Le dispararon hace unos noventa minutos, ¡pobre tipo! ¿Quién lo encontró?
—La mujer que acaba de salir. Trabaja aquí como sirvienta. Vino para atender el fuego de la chimenea.
—¿Hace cuánto tiempo?
—¡Oh! Una hora más o menos.
—¿Se encontró la bala? Vi que golpeó el metal de ese perchero.
El sargento miró al superintendente que, sin embargo, permaneció indiferente.
—Aquí está la bala —dijo el superintendente.
—¡Ah! —comentó Bond, echando una ojeada a la bala por encima de sus lentes en el acto de dejarla en la mano del superintendente—. Calibre 38, por lo que veo.
—Sargento —dijo el superintendente—, busque ayuda y haga que remuevan el cuerpo ahora que el doctor Bond terminó su examen. ¿Eh, doctor?
—Cierto —respondió Bond, cerca de la estufa—. Estuvo fumando un cigarrillo, por lo que veo.
—Él o su asesino.
—¿Tiene alguna pista?
—¡Oh sí! —contestó el superintendente, con un dejo de orgullo—. Mire aquí. Su linterna, sargento.
El detective sacó una linterna eléctrica de bolsillo y el superintendente se volvió hacia el alféizar de la ventana.
—Yo tengo una más potente que esa —dijo Bond, sacando otra linterna.
El superintendente mostró huellas digitales en el marco de la ventana, huellas de pisadas sobre el alféizar, y unos pocos hilos de ropa azul. A continuación, Bond sacó una magnífica lupa e inspeccionó la evidencia desde una muy corta distancia.
—El asesino tiene que haber sido un hombre alto; usted puede juzgar por el ángulo de fuego; usaba ropa azul, que se desgarró un poco en la madera astillada del marco de la ventana; una de sus botas está agujereada en la mitad de la suela, y tiene solo tres dedos en su mano izquierda. Debe haber entrado y salido por la ventana, porque el portero de la entrada está seguro de que nadie, excepto el difunto, entró en el vestíbulo por ninguna puerta en el espacio de una hora del tiempo en que el asesinato debió haberse sido cometido. —El superintendente, orgulloso, proveyó muchos otros detalles, y terminó diciendo que había dado órdenes de hacer circular tal descripción.
—¡Curioso —dijo Bond— que un hombre como John Franting dejara entrar a alguien por la ventana! ¡Especialmente con una apariencia tan zaparrastrosa!
—¿Usted sabe algo de la personalidad del muerto?
—¡No! Pero sé que era John Franting.
—¿Cómo, doctor?
—Pura suerte.
—Sargento —dijo el superintendente, picado—, dígale al guardia que traiga al portero.
Bond caminaba de un lado a otro curioseándolo todo; levantó un trozo de papel que se había quedado sobre el escalón de la plataforma que recorre dos lados de la habitación para levantar los asientos de los espectadores. Vio el papel por casualidad y lo dejó caer de nuevo.
—Amigo mío —le dijo el superintendente al portero—, ¿cómo puede estar seguro de que nadie entró aquí esta tarde?
—Porque estuve en mi cubículo todo el tiempo, señor.
El portero estaba mintiendo, pero tenía que pensar en su propio bien. El día anterior había sido reprendido por abandonar su puesto en contra de las reglas. Aprovechó la ausencia del director para reincidir en la falta y ahora tenía miedo a ser despedido.
—¿Con una vista plena del vestíbulo?
—Sí, señor.
—Pudo haber estado ahí antes —sugirió Bond.
—No —dijo el superintendente—. La mucama vino dos veces. La primera justo antes de que Franting entrara. Vio que el fuego necesitaba ser alimentado y fue a por algo de carbón para regresar más tarde con el balde. Pero al ver a Franting sintió miedo, y se volvió con el carbón.
—Sí —dijo el portero—. Yo la vi.
Otra mentira.
A una señal del superintendente se apartó.
—Me gustaría hablar con la mucama —dijo Bond.
El superintendente dudó. ¿Por qué debía el gran aficionado entrometerse en aquello que no le concernía? Nadie le había pedido ayuda. No obstante, el superintendente pensó en las relaciones del aficionado con Scotland Yard y mandó buscar a la mucama.
—¿Limpió usted esta ventana hoy? —le preguntó Bond.
—Sí, por supuesto, señor.
—Muéstreme su mano izquierda —La mujer, algo sucia y desaliñada, obedeció—. ¿Cómo perdió su dedo meñique?
—En un accidente con una trituradora, señor.
—Acérquese a la ventana, por favor, y apoye sus manos sobre ella. Pero antes quítese su bota izquierda.
La mujer comenzó a llorar.
—Está todo bien, criatura —intentó tranquilizarla Bond—. El dobladillo de su vestido está roto, ¿no?
Cuando la mujer fue liberada de su penosa prueba y se fue, llevando una bota en la mano, Bond se dirigió triunfalmente al superintendente:
—De pura chiripa. Me di cuenta que tenía solo tres dedos en su mano izquierda cuando me crucé con ella en el corredor. Lamento haber destruido su evidencia, pero estaba seguro desde un primer momento de que el asesino no había ni entrado ni salido por la ventana.
—¿Cómo?
—Porque pienso que aún está en esta habitación.
Los dos policías repasaron con la mirada la habitación como si buscaran al asesino.
—Pienso que está ahí.
Bond señaló el cadáver.
—¿Y dónde escondió el revólver después de haberse suicidado? —preguntó fríamente el superintendente, cuando hubo recuperado su aplomo.
—También he pensado en ello —dijo Bond, radiante—. Siempre es una medida muy sabia no tocar un cadáver hasta que no lo haya visto un profesional. Pero mirando el cuerpo no se lo puede perjudicar. Mire el bolsillo izquierdo del abrigo. Es evidente lo abultado que está. Hay algo inusual ahí. Algo que tiene la forma de… ¿Pálpelo por dentro, quiere?
El superintendente, obedeciendo, sacó un revólver del bolsillo del abrigo del difunto.
—¡Ah! ¡Sí! —dijo Bond—. Un Webley Mark III. Muy nuevo. Habrá que sacar la munición. —El superintendente desmontó el arma—. ¡Ajá! Tres balas en la recámara. ¡Me pregunto cómo usó las otras dos! ¿Entonces, dónde está esa bala? ¿Lo ve? Él disparó. Su brazo cayó y el revólver fue a parar dentro del bolsillo.
—¿Disparó con su mano izquierda, no es así? —preguntó con un dejo tontamente irónico el superintendente.
—Sin duda. Hace unos doce años Franting era quizás el mejor boxeador aficionado de peso ligero en Inglaterra, y una de las razones para ello era que confundía a sus oponentes por ser zurdo. Sus zurdazos resultaban mucho más determinantes que sus derechazos. Lo vi boxear varias veces.
Después de lo cual Bond se paseó por el escalón de la plataforma cercano a la puerta y levantó un trozo de papel muy fino que estaba allí tirado.
—Éste —dijo— debe haber volado desde la chimenea hasta aquí con la corriente de aire de la ventana cuando se abrió la puerta. Es el fragmento de una carta. Usted puede ver la otra parte quemada en la esquina del guardafuego. Él probablemente encendió su cigarrillo con ella. ¡Su última bravata! Lea esto.
El superintendente leyó:
—«… repito que me doy cuenta de todo el cariño que sientes por mí, pero has matado el afecto que siento por ti y me iré de casa mañana. Esto es absolutamente terminante».
Y Bond, habiendo demostrado por enésima vez con su manera única y rápida que los policías eran una panda de bobos, se despidió del superintendente con la mayor cortesía posible, saludó amigablemente con la cabeza al sargento, y salió con aire triunfal.
VII
—Tendré que ir de luto y volver al apartamento —dijo Emily Franting.
Estaba sentada en el vestíbulo del Hotel Palads, en Copenhage. Lomax Harder acababa de llegar con un diario inglés que incluía un informe de la investigación que había llevado al jurado al veredicto de suicidio de su marido. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
«El tiempo la curará —pensó Lomax Harder, mirándola tiernamente—. Me vi obligado a hacer lo que hice. Y puedo guardar un secreto para siempre».
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Nota · Este relato forma parte de:
Arnold Bennett: Un brazalete en Brujas · ¡Asesinato! Traducción: Nahuel Cerrutti Carol. Buenos Aires, 2017.