Emilio De Marchi · Muchachos. Traducción: Nahuel Cerrutti.
El pequeño jardín, el cobertizo y el vestíbulo de la escalera bullían de muchachos llegados para llevar a Biasino. La mayoría de ellos eran del Oratorio de san Luigi, de entre ocho, diez y quince años, gente pobre, obreros y campesinos vestidos con el fustán reservado para las fiestas, dirigidos por un cura joven y robusto, realmente digno de cultivar una viña del Señor. Los cuatro más grandes vestían a la manera de los ángeles custodios, es decir, con una camisa blanca larga hasta los tobillos, ajustada en la cintura con una coraza dorada, con ciertas listas azules picadas de plata que, pasando bajo las axilas, se detenían en dos alas verdes de cartón, pegadas a las costillas y que impedían apoyarse en la pared. Sobre la cabeza llevaban una hermosa corona de rosas.
Con este tipo celestial se mezclaba algo más terrenal; no eran cuatro querubines a los cuales se los llevara el primer soplo de viento, o de aquellos que construyen su madriguera en medio de las nubes, sino más bien angelones tallados en madera y completamente barnizados, como se ven en las sacristías, con sus zapatos con clavos fuertes, con correas de cuero, que hacían de juicioso contrapeso a la fantasía, en tanto que las manos amarillas y alquitranadas hablaban de un oficio simple pero honesto.
En un rincón del jardín, un asno miraba su propia sombra con semblante preocupado. Apostolo, el primo del muerto, acababa de traerlo, comprado a un molinero de Canonica que se lo había vendido como bueno, pero nada en cambio sabía de la enfermedad de Biasino y menos aún de su muerte. El buen primo se había quedado de piedra y miraba la gente con un aire tonto.
Los muchachos y los ángeles del paraíso, mientras esperaban que viniesen los curas con la cruz, rodearon al burrito, susurrando, como es natural, algunos disparates, siempre con el debido respeto, y sobre todo con mucho disimulo a fin de que el prefecto no se diera cuenta. Manetta intentaba detener con el pie la sombra de las largas orejas; se hace de todo con tal de matar el tiempo, lo saben también los hombres sabios.
Estaban Giorgio della Vela, un muchacho de labios gruesos y ojos grandes, un buen bicho; Tomasino del Gatto, zapatero remendón, avispado como un ratoncito; Bernardo, alias la Babosa, hijo del sastre, destacaba de los demás por la cabeza mal encajada sobre el cuello; y aquel Maggiolino, que tenía su propia historia, parecido a un tubo de órgano con ranura. Entre los pequeños, se veía a Botola, gordo, próximo a reventar; a Lolla, el pelirrojo, y tantos otros, ahí, como cañones de escopeta. Reían no ya porque Biasino se hubiera muerto, que eso no tiene gusto, sino porque Tomasino del Gatto los hacía reír. El prefecto, cuando se daba cuenta, soltaba una especie de gruñido, silabeando una palabra de zoología.
Antes que la cruz llegó Tanella del Magnano, con la cara teñida, y dijo al prefecto:
—Me había prometido que llevaría...
—¿O de hacerte llevar si fueras el muerto?
El prefecto hizo lo imposible para no soltar una carcajada.
—La última vez me había dicho: «Cuando muera Biasino del Tintore, lo llevarás, Tanella». En cambio ha preferido a Giorgio della Vela que es rengo.
—¿Dónde soy rengo? —saltó para preguntar un ángel—. Con tu cara de hierro parecerías más un diablo travestido de ángel, querrías...
—¡Cállate ya, bicho!
—¡Señor prefecto! —gritó Giorgio della Vela, el ángel, con la cara llorosa.
—¡Ca... na... lla! —masticó el prefecto, levantando una mano grande como la de la Providencia. Se quitó el sombrero, se lo puso bajo el brazo izquierdo y, visto que los muchachos seguían en la misma, los miró fijamente como si con la mirada quisiera morderle la oreja a alguno—. ¡No hay respeto ni temor de Dios!; ¿es qué no ven la cruz?
—¡Me la pagarás! —dijo con rabia Tanella del Magnano, pellizcando con las manos negras a Giorgio della Vela apenas debajo de las alas, y se marchó amenazándolo con el puño cerrado. El ángel lloró en silencio por el dolor y corrió a sostener su parte del muerto.
Rosina, una pequeña campesina de diez o doce años, despeinada, en zuecos, quería mucho a Biasino aunque no lo había conocido, lo quería, justamente, por la sola razón de que se había muerto. No es sencillo de entender su sentir, pero tal vez le parecía que muriéndose uno se volvía más bello y más santo, y aquel amor suyo por un muchacho muerto no estaba exento de envidia. Miraba acá y allá, especialmente hacia la escalera, con sus manos debajo del delantal, distraída, sin sentir el sol de marzo que encendía los mechones sueltos de sus cabellos de lino.
En el aire se adivinaba el respiro de la primavera, aunque ni árboles ni setos dieran todavía alguna señal de vida; la tierra negra del jardincito se vestía solo sobre algunas esquinas de una lanosidad verde; pero el sol parecía más nítido y sin la frasca que lo disturbara proyectaba más negras y precisas las sombras de las ramas, de las parras y de las personas que se movían alrededor del muerto.
El pobre Biasino fue llevado al cementerio sobre los hombros de los ángeles. Tenía razón Tanella del Magnano. El muerto rengueaba un poquito del lado izquierdo. Lo seguían parientes y amigos sin ningún orden; algunos lloraban, otros rezaban el rosario, sufragios que reportan un bien mayor a una pobre alma que no las marchas fúnebres tocadas con la pluma en el sombrero.
Rosina, escabulléndose entre la gente, quería estar lo más cerca posible de los ángeles y de su niño muerto: lo hubiera besado de tanto que lo quería. Pero de momento no pensaba en rezar por él, aun cuando no era de gran ayuda el ruido que hacían sus zuecos. Cerraba el grupo, una docena de pasos detrás, el primo Apostolo montado en el burro; los acompañó durante un buen trecho y cuando llegaron a la encrucijada, se detuvo un instante, recitó un réquiem y se dirigió, envuelto en la melancolía, hacia sus bosques, mirando el cielo fresco y sereno donde está la verdadera patria de las almas atribuladas.
A Biasino lo bajaron a la fosa; Rosina miró hacia el fondo y era tanta su curiosidad que estuvo en un tris de caerse. El prefecto, de pie sobre la tierra removida, comenzó diciendo, mientras miraba a derecha y a izquierda, que Biasino del Tintore no había sido como algunos otros que se quejan del dolor en las rodillas solamente cuando rezan y nunca cuando juegan a los bolos o a las bolitas; agregó que su piedad era edificante puesto que cuando ayudaba en misa no lo hacía solamente para vaciar las vinajeras o tocar la campanilla; y terminó diciendo que había sido un vivo ejemplo de modestia y de decencia y que de sus labios nadie había oído nunca malas palabras. Y a medida que él paseaba sus ojos sobre unos y otros, se veían más y más cabecitas mirar hacia abajo y manos buscar un pañuelo; después cada uno echó un buen puñado de tierra y Rosina, tres, y como no quería apartarse, Rosso, el sepulturero, agarró la pala y empezó a quitarle la tierra debajo de sus pies. Un zueco de Rosina se cayó en la fosa y Rosso lo enterró junto a Biasino.
Salieron todos del camposanto con el corazón compungido, y Rosina descalza, con el otro zueco en la mano como quien lleva una reliquia.
Muchos todavía lloraban cuando de pronto, Tomasino del Gatto descubrió en el fondo del camino, sobre la calle principal, el ¡va-via-vè!, que hace bailar a los hombres de trapo al son de la flauta y el tambor.
—¡Va-via-vè! —gritó, e inició a correr.
Quince o veinte lo siguieron al grito de: —¡Va-via-vè! —entre una nube de polvo que se coloreaba de rosa bajo los rayos del sol, y delante de todos, descalza, desmelenada y desenfrenada más que una brujita, iba Rosina, con el zueco en la mano que a este punto ya era toda una reliquia.
Pero los ángeles habían convenido en secreto que al retorno se habrían desviado hacia la Conchetta, donde hay un buen sitio de apisonado a la sombra para jugarse un par de los cuatro céntimos recibidos en regalo por su celestial servicio. No pasaba nadie, y una vez encontrado el mejor lugar, empezaron a tirar al aire las monedas, siempre vestidos de ángel, cuando vieron llegar de la parte del sendero que bordea el foso, a Tanella del Magnano, negro, como si acabara de salir del infierno, y detrás, otros dos herreros tan negros como él, en acto de desafío, meciendo los hombros.
Tanella se plantó delante de Giorgio della Vela, que empezaba a ganar y cruzando los brazos, le dijo:
—Me dijiste que me parezco al diablo, ¿no?...
—Porque le hablaste mal de mí al cura.
—Y no dejas en paz a la gente.
—¿Pero quién crees que eres?
—No me...
—¡Queremos el dinero que robaron! —dijo uno de los diablos.
Pero los tres ángeles que estaban detrás de Giorgio della Vela tenían bajo su aspecto florido tenaces propósitos, y además, eran cuatro contra tres, es decir, la razón los asistía por mayoría. Comenzaron a empujarse con las manos y a panzazos, exclamando a cada empujón:
—¿Cuántos son ustedes? ¿Cuarenta, cincuenta, sesenta?
Pero los diablos querían aplastar a los ángeles contra el muro; Tanella era como un yunque que no se abolla con el martillo. A los puñetazos Giorgio respondió con las uñas, las coronas volaron por los aires y las alas se desplumaron, se arrancaron la ropa de encima, se golpearon en la cara, en los costados, sin piedad, y los ángeles se llevaron la peor parte: los tres que huyeron parecían gallos después de la pelea, desplumados, sin el oro y sin la plata. Desnudo, Giorgio della Vela se quedó llorando en el suelo, con la corona a sus pies y una sola ala que le salía de la espalda.
Entre los arbustos, a lo lejos se escuchaba: tum tum tum..., ¡va-via-vè!
Llegó la noche. Rosina invocó a su ángel custodio..., y a Biasino del Tintore. Más tarde se durmió con el zueco apoyado sobre su corazón.
Nota · Este cuento forma parte de:
Emilio De Marchi: Cuentos de Navidad. Traducción: Nahuel Cerrutti.