Giovanni Verga: En el establo. Traducción: Nahuel Cerrutti.
Las vacas alineadas frente a los heniles volvían sus cabezas para olfatear aquel traqueteo que se había organizado alrededor de la mullida de la Cenicienta. La lluvia golpeaba contra el enchapado, y las bestias, somnolientas, sacudían la cadenas; de cuando en cuando, en la penumbra que no llegaban nunca a disipar las linternas polvorosas, se oía el ruido de aquellas que se acurrucaban una a una en el mullido alto de pajas, los mugidos breves y quedos, un rumiar desganado, el crujido de la paja. De tanto en tanto las vacas, inquietas, levantaban la cabeza todas a la vez.
La Cenicienta tenía a sus pies un ternerito, todavía todo blando y reluciente sobre la mullida, y lo lamía y alisaba mugiendo en voz baja. Afuera, por todos lados, se oía un fragor creciente. Poco después hubo un gran trasiego en las habitaciones superiores: pasos precipitados y muebles que eran arrastrados por el suelo. Un abrir de puertas y ventanas de par en par y voces que llamaban en el patio.
Entonces se oyeron unos escopetazos y los chillidos de las mujeres llorando. El gallo, en la cima de la escalera, espantado, agitaba la cabeza cacareando. Afuera, el perro aullaba.
De repente, las bestias comenzaron a mugir todas a la vez, husmeando hacia la puerta con los ojos asustados mientras tiraban con fuerza de las cadenas tratando de romperlas.
Oscuro, todo el centro del establo fue invadido por un vuelo pesado y alborotado de gallinas. Inmediatamente se oyó el estruendo cercano que sacudía los muros y parecía subir hasta las ventanas. Entonces la Cenicienta levantó el morro hacia el enchapado y soltó un mugido largo y doloroso. Después volvió a oler al ternerito, acurrucado con las patas bajo el vientre.
El perro dejó de ladrar. La gente corría por el patio, hubo voces afanosas, gritos. De improviso, la puerta se abrió de par en par y entró una oleada de agua sucia. Entonces en el establo sucedió un tumulto, un estrépito; toda una fila de vacas había arrancado el eje al cual estaban sujetas y escaparon enloquecidas arrastrándolo detrás, tropezando unas contra otras, mientras las gallinas huían cacareando entre sus patas.
En el patio, sobre un palo, ardía un fajo de leña seca e iluminaba todo en derredor el agua negra que brillaba allí donde caían las chispas.
Las bestias irrumpieron desde el establo como una avalancha, rompiendo, pisoteando cada cosa, chapoteando en el charco, la Cenicienta en medio. En seguida retrocedió, levantando el morro, con largos mugidos, hacia las ventanas de la alquería. Iba y venía por el patio con la cola recta y al fin se decidió a reentrar en el establo. El ternerito estaba allí con el agua al cuello, la madre intentó empujarlo dulcemente hacia la puerta, triscando en medio del agua. A cada momento levantaba la cabeza hacia el techo como si pidiera ayuda. Llegó otra oleada que borbolló donde estaba el ternero, que se agitó desesperadamente y se hundió; la linterna continuaba encendida en el establo negro que parecía vacilar. Finalmente, la ola se extendió quieta e inmóvil hacia todos lados. Entonces la Cenicienta escapó mugiendo con la cola recta, la mirada loca de terror, y se perdió en la oscuridad profunda.
Nota: Este cuento forma parte del libro:
Giovanni Verga: Nedda y otros cuentos. Traducción: Nahuel Cerrutti Carol.