jueves, 10 de abril de 2025

Federigo Tozzi · La casa vendida. Traducción: Nahuel Cerrutti.

Sabía que esos tres venían a verme porque vendía mi casa, no obstante, me sentí contento al saber, desde mi habitación, que preguntaban por mí. La sirvienta no quería dejarlos pasar e iba a decirles que yo no estaba, pero abrí la puerta y los saludé no sin un escalofrío recorriendo mi voz y toda mi persona. Ellos me respondieron riéndose, guiñándose un ojo, divertidos por mi tontería. Quizá creyeran que no me daba cuenta y, en cualquier caso, no les importaba. Yo lo comprendía, pero no era mi intención cambiar de ánimo. Dije súbitamente, frotándome las manos:

—¿Vienen a ver la casa? Hacen bien.

Los conduje primero a mi habitación, que era la más pequeña. Ellos miraban todo, incluso se detuvieron delante de un ladrillo suelto. Uno, el señor Achille, que usaba bastón, golpeaba las paredes para saber cómo eran de gruesas; agarraban los objetos que estaban sobre mis muebles, tocaban las cortinas; otro, el señor Leandro, se asomó a la ventana para escupir. Después fuimos a las otras habitaciones donde mis inquilinos me recibieron con signos de manifiesta hostilidad. Además, dado que yo era complaciente fingiendo que no los escuchaba, hablaban mal de mí a los tres compradores y pergeñaban posibles acuerdos para cuando uno de ellos se hubiese convertido en dueño. Nadie me respetaba, me dejaban pasar detrás de todos y hablaban tanto como les parecía; y yo, tal vez por última vez, miraba las paredes de mi casa. Después ni siquiera eso: entraba y salía como si no supiera lo que hacía ni por qué me encontraba allí. Cuando subimos para volver a mi habitación, el tercero de ellos, cuyo sobrenombre era Piombo, me dijo:

—Nosotros ya hemos perdido demasiado tiempo. Díganos usted cuánto quiere, señor Torquato.

Yo quería apurar el asunto y ni siquiera deseaba hacerme aconsejar por alguien. Habría podido pedir diez mil liras y en cambio pedí solamente ocho mil. Tuve miedo que fuera mucho y que se hubiesen ido sin cerrar el trato. Entonces el señor Achille me recriminó severamente:

—¿Pero a quién se la quiere vender? Aquí somos tres.

Respondí:

—Creía que iban a comprarla entre los tres.

Piombo respondió:

—Yo, en cambio, no le daría ni tres mil.

Me sentía confundido, pero me arriesgué a decir:

—Es que no cubrirían la hipoteca que es de siete mil liras; pedí ocho mil para que al menos mil queden para mí. —Sonreí y me sonrojé.

—¿Y qué quiere hacer usted con mil liras?

—Yo..., no me queda otra cosa. Me alcanzará para algunos meses.

—¿Un mes más o menos qué cuenta?

—Es cierto —respondí.

—Pero con los tres juntos no se puede tratar.

—Eso pienso yo también.

—Entonces usted tendría que haberse callado.

Pero el señor Leandro propuso:

—Le doy siete mil, las que necesita para la hipoteca.

—¿Y a mí?

—No me concierne.

Sentí una gran simpatía hacia él, pero lo otros dos fingieron estar descontentos: yo había entendido que el comprador era uno solo. Los otros dos debían fingir la compra a fin de bajar el precio. Lo había entendido, pero no me importaba. Es más, me ofendió que hubieran recurrido a esa argucia, como si yo no fuera suficientemente honesto para pedir tan solo lo de la hipoteca. En realidad, yo quería quedarme sin nada.

El verdadero comprador, el señor Leandro, era un comerciante de no sé qué, tal vez de grano. Tenía la cara roja y el bigote negro. El señor Achille era un rubiecito, y Piombo un viejo con el pelo blanco. Mientras se discurría así, dije a Tecla, la sirvienta, que preparase café para ellos y para mí. A ellos no les importó lo más mínimo, tanto es así que el verdadero comprador me dijo con impaciencia:

—Abreviemos. ¿Le interesa o no? El café lo tomamos afuera, con nuestro dinero.

Respondí:

—Le dije que lo hiciera porque creí que les agradaría mi cortesía. Quise recibirlos de la mejor manera posible.

—¡No importa, no importa!

Entonces el viejo empezó a decir:

—En vez del café, podría haberme dado tiempo para hacer mi oferta. En cualquier caso, yo más de seis mil no se las daba.

El rubiecito meneó la cabeza, casi para compadecer a los otros dos que eran tan expeditivos a la hora de ofrecerme esas cantidades. Parecía que los estuviera engañando y me sentí tan incómodo y humillado que de no ser por aquella hipoteca que gravaba la casa se la habría regalado, dado que, justamente, me impedía ser libre a mi modo. El señor Leandro reanudó su discurso:

—Si lo que ya le dije está bien, a menos que se haya arrepentido, vaya hoy a mi notario donde se extenderá el contrato.

¿Cómo habría podido negarme?, por ello, en la creencia de que tomaría en cuenta mi delicadeza propuse:

—Si le parece bien, puedo ir antes de mediodía.

Pero él se ofendió:

—Mire, yo tengo mucho que hacer, y son cosas más importantes que esta.

—Lo siento, no lo sabía.

—Menos charla: a las dos, no más tarde, vaya a mi notario.

Sentí vergüenza de no saber el nombre del notario y me atreví a pedírselo; me dijo:

—El notario Bianchi... ¿Sabe dónde está?

—Lo preguntaré para no equivocarme.

Entretanto, Tecla había traído el café. Pero como no tenía ningún sabor y estaba demasiado hervido yo no sabía qué más decir: tenía temor de que lo encontraran malo.

El señor Achille, el rubiecito, dijo:

—¿Ahora que ha querido que tomáramos también el café, nos paga el corretaje a él y a mí? —Y señaló a Piombo con la punta del bastón. Yo, como reentrando en mí, pregunté:

—¿El corretaje?

—¡Claro! ¿Qué piensa, que vinimos a dar un paseo?

—¡Pero yo... no tengo ni un céntimo!

Ignoraba si me habrían perdonado y, de hecho, el señor Achille levantó el bastón como para darme en la cabeza:

—¿Qué es lo que piensa de nosotros? —Y me aferró por un brazo. Quería decirles que se lo hicieran dar por el comprador, pero tenía miedo que Piombo me respondiese demasiado mal. Miré en derredor y pálido de emoción, dije:

—Si les parece, puedo regalarles estos muebles...

—¿Es todo lo que hay?

Respondí rápido para que fuera más amable:

—Allí está la cama, y en la cocina hay unas cacerolas de cobre.

—¿Se pueden usar?

—Están en buen estado. —Y llamé a la sirvienta para que trajera algunas a fin de que las viera. Piombo, el viejo, dijo:

—¡Pensaba que haríamos un negocio menos miserable! —Y me echó una mirada de conmiseración.

A mí se me encogía el corazón. ¿Pero qué más podía darles? Busqué con los ojos incluso hasta en el techo: no encontré nada.

Tomaron el café y arramplaron con el azúcar comiéndoselo a trocitos. Yo, en cambio, para mostrarles que el café lo había hecho preparar solo para ellos ni siquiera me serví. Quería que lo dieran por seguro, pero ni me lo agradecieron, y Piombo dijo:

—¿Las tazas nos las incluye en el pago del corretaje, señor Torquato?

El señor Achille le propinó un golpe en el cuello:

—¿Y a quién se las va a dar?

Entonces, para tranquilizar al señor Achille dije:

—Ya no voy a usarlas.

El comprador se limpiaba la nariz con los dedos pensando en sus proyectos acerca del uso que le daría a la casa, y en consecuencia me preguntó:

—¿Usted cuándo me deja libres estas habitaciones?

Yo había pensado quedarme algún día más, pero como él me pedía su entrega inmediata, respondí:

—Hoy mismo..., después del contrato.

—¡Está bien, está bien!

—Lamento no poder hacerlo antes.

—No está mal.

Pero en ese momento comencé a sentir como si el corazón se me desgarrara. Se dieron cuenta de inmediato y el comprador me preguntó con voz amenazante:

—¿No se habrá arrepentido?

Hice un esfuerzo para decir:

—¡No, no, qué va! Pensaba en otra cosa.

—¡Solo nos faltaría que se hubiese arrepentido! ¡Estamos entre hombres y no entre niños!, ¿no? En cualquier caso le habría servido de poco, porque ante esa eventualidad éstos saldrían como testigos de lo que ya hemos acordado.

Dije:

—¡Le aseguro que... en ningún momento pensé en ello!

—Mañana mismo mando el albañil para que limpie todas las habitaciones y refuerce los arquitrabes allí donde haga falta. Lo haré subir también al techo porque el inquilino del último piso me dijo que cuando llueve, por una fisura le gotea el agua sobre el suelo.

—Es cierto, hay una teja rota. No la hice cambiar... porque no quería gastar.

—Después haré encalar la fachada y barnizar las persianas. Me costará otras mil liras, ¿le parece poco?

Yo admiraba su posibilidad de hacer todas esas cosas y le dije:

—¡Verá qué linda le queda la casa!

—¿No creería que iba a dejarla abandonada como hizo usted?

Me hablaba así, sin ningún reparo, en un tono como si yo le hubiera hecho algo malo. No me dejaba pensar, por mucho que buscara por todos los medios que de sus labios saliera una palabra con el mismo sentimiento que yo tenía. ¡Ignoro qué tendría que haber hecho para conseguir que no me hablara de ese modo! Pero él se la tomaba siempre conmigo y me sentía muy dolorido; al final todo dejó de importarme, y dije:

—Las fotografías de mi familia las dejo colgadas..., no sé dónde llevarlas...

—Tírelas.

—¿Le molestan?

—¿No le dije que vendrán a limpiar todo?

Entonces se hizo dar el bastón del señor Achille y barrió una fila entera; aquéllas que no tenían marco. Las habría recogido, pero pensé que era mejor esperar a que se fueran. Quería, no obstante, hacerles saber que eran justamente las de mi madre y mi hermana muertas. Tal vez entonces habrían entendido mis sentimientos. Pero no me arriesgué ya que el señor Leandro, el nuevo dueño, las había tirado de ese modo. No era mi intención hacer algo sin estar seguro de agradar. Entonces, como había quedado, por estar un poco alta, una foto de mi padre, dije:

—Tire también esa.

Pero a él no le interesaban esas tonterías y se alzó de hombros. Cogió en cambio un viejo florero que yo tenía desde siempre y que había pertenecido a mi hermana, pero al darse cuenta que el polvo le había manchado los dedos, dijo:

—Hice mal en tocarlo.

Le pregunté:

—¿Quiere lavarse?

Pero el señor Leandro usó su pañuelo, aunque le disgustase ensuciarlo. Ahora me asustaba la posibilidad de que volviera a ocurrirle algo similar, por consiguiente, dije:

—Si les parece podemos bajar.

Pero los otros dos preguntaron:

—¿Su sirvienta podría llevarse algo? Mire que usted es responsable de estas cosas que ahora son nuestras.

Respondí apoyando una mano sobre el pecho:

—Juro que no faltará ni una migaja de nada.

—Por lo demás quédese tranquilo; si le parece dénos las llaves de inmediato, de tal manera que la sirvienta pueda irse y nosotros cerramos.

—Visto que desconfían de mí, se hará como dicen. ¡Tecla! Salimos juntos.

La sirvienta, una vieja señora, dijo:

—Me dará tiempo al menos de preparar mis cosas, ¿no?

El comprador respondió:

—Vuelve esta noche, yo te abriré.

—¡Pero tengo que cobrar el salario de este mes!

Los tres se rieron a la vez y yo me sentí tan abochornado que no supe qué decir.

—Lo hablaremos fuera.

El señor Achille dijo:

—¡Sería algo curioso que por la sirvienta usted no pudiera vender la casa!

Le respondí:

—Ella no entiende nada y tampoco tiene ninguna educación; saldrá conmigo: sé qué hacer para que obedezca.

Después salimos los cinco, Tecla fue la última y cerró la puerta.

Me había quedado lo justo para ir a almorzar, y a las dos estuve puntualísimo en la notaría, es más, llegué antes que los demás. Firmé el contrato escrito en papel timbrado con la firma más bella que pude pese al temblor de la mano. Trataba de entender si estaban contentos conmigo y si había dicho algo que pudiera parecer opuesto a como quería mostrarme. Me quedé esperando por si necesitaban alguna otra cosa de mí. El notario dijo:

—¡Ya está todo!

Y extendió la arenilla roja sobre el papel timbrado. El señor Leandro me despidió diciendo:

—¡Ya puede irse, señor Torquato!

Saludé, como siempre con respeto, pero nadie me respondió y aún no había llegado a la puerta que ya hablaban entre ellos.

Bajé las escaleras del notario como si me hubiese quitado un peso de encima. Después no recuerdo qué hice ni dónde pasé el resto del día. A la noche no tenía ni para comer ni tampoco dónde ir a dormir y me sentí quebrantado, pero hice cuanto pude con tal de resistir. Cuando oscureció comenzó a llover a cántaros. Entonces fui a guarecerme bajo los aleros de mi casa vendida. Estaba muy triste, aunque me hubiera gustado sentirme contento, al menos como en la mañana, porque sabía que a esa hora mis inquilinos cenaban y los de la casa de al lado tenían por costumbre tocar el piano, siempre alguna polca nueva.

 

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Nota · Esta traducción de Nahuel Cerrutti, del cuento La casa venduta, fue publicada en, Federigo Tozzi: La casa vendida y otros cuentos. Violín de Carol Ediciones, Colección «Las máscaras de la ficción», Madrid, 2005. Nahuel Cerrutti Carol · Editor, Colección «Sueños de la ficción», Buenos Aires, 2017. Y ahora, abril de 2025, por separado, en la sección de Narrativa de este sitio: nahuelcerrutti.com