Italo Svevo · El buen viejo y la bella joven. Traducción: Nahuel Cerrutti.
1
Hubo un preludio a la aventura del buen viejo, pero se desarrolló sin que él casi lo advirtiera. En un breve instante de descanso tuvo que recibir en su oficina a una vieja mujer que le presentaba y recomendaba a una joven, su propia hija. Habían sido admitidas gracias a una carta de presentación de un amigo suyo. El viejo, arrancado de sus quehaceres, no conseguía quitárselas del todo de su cabeza, y miraba aturdido la carta esforzándose por aclarar el tema y librarse cuanto antes de semejante fastidio.
La vieja no dejó de hablar ni un solo instante, pero él no retuvo o percibió más que alguna breve frase: «La jovencita era fuerte, inteligente y sabía leer y escribir; mejor leer que escribir».
Después otra frase lo golpeó porque extraña:
—Mi hija acepta cualquier trabajo a jornada completa siempre y cuando le quede el breve tiempo que necesita para su baño cotidiano.
En fin la vieja dijo la frase que llevó la escena a una rápida conclusión:
—En el tranvía ahora toman a las mujeres para puestos de conducción y boletería.
Sin pensárselo dos veces, el viejo escribió una carta de recomendación para la Dirección Nacional de la Sociedad Tranviaria y se liberó de las dos mujeres. Devuelto a sus tareas, las interrumpió todavía un instante para pensar: «¿Quién sabe por qué esa vieja quiso decirme que su hija se baña cada día?». Sacudió la cabeza sonriendo con aire de superioridad. Eso prueba que los viejos están a gusto como viejos cuando tienen qué hacer.
2
Un tranvía pasaba por la larga avenida de Sant’ Andrea. La conductora, una bella joven veinteañera, mantenía la vista fija sobre la avenida ancha, polvorienta y plenamente soleada, y se complacía en dejar ir el tranvía a cierta velocidad de modo que en los cambios las ruedas chirriaban y la caja del tranvía lleno de gente iba dando barquinazos. La avenida estaba desierta; sin embargo, la jovencita pisaba constantemente con el piecito nervioso la palanca que accionaba la campanilla de alarma. No lo hacía por prudencia, sino porque era tan infantil que conseguía convertir el trabajo en juego, y le encantaba correr así haciendo ruido con ese ingenio. A los niños les gusta gritar mientras corren. Iba vestida con harapos coloreados. Dada su gran belleza parecía disfrazada. Un jubón rojo decolorado le dejaba libre el cuello, poderoso en confronto de la carita algo demacrada y libre el hueco preciso que lleva desde los hombros a la delicadeza del pecho. La pollera azul era demasiado pequeña, tal vez porque en el tercer año de guerra las telas escaseaban. Los pies parecían desnudos en unos zapatitos de paño y el gorro azul le aplastaba unos rulos negros no demasiado largos. Mirando su cabeza se hubiera podido pensar en un hombrecito si ya la actitud de esa sola parte no hubiese descubierto cierta coquetería y vanidad.
Sobre la plataforma, alrededor de la bella conductora, había tanta gente que la maniobra del frenado era apenas posible. Allí estaba también nuestro viejo, que a cada violento barquinazo del tranvía tenía que inclinarse para no terminar cayendo encima de la conductora. Iba vestido con gran esmero a la vez que con la seriedad que requería su edad. Realmente presentaba una figura señoril y agradable. Rollizo en medio de tanta gente pálida y anémica, no representaba para ésta algo ofensivo puesto que no era ni muy gordo ni muy lozano. Por el color de su cabello y de su bigote corto hubieran podido dársele unos sesenta años más o menos. No traslucía en él ningún esfuerzo por aparecer más joven. Los años pueden ser un impedimento para el amor y él no había pensado en ello desde hacía tiempo, pero favorecen los negocios y él llevaba sus años con soberbia y, si así puede decirse, juvenilmente.
Su prudencia en cambio era acorde con su edad, y no se encontraba bien en aquella carroza mastodóntica lanzada a tanta velocidad. Su primera palabra dirigida a la muchacha fue de reprensión.
—¡Señorita!
A la llamada señoril la muchacha volvió hacia él sus bellos ojos, dudando si él quería realmente hablarle. El buen viejo sacó tanto placer de aquella mirada luminosa que se atenuó su miedo. Cambió la amonestación, que hubiera significado un reproche, por una broma:
—No me importa en absoluto llegar algún minuto antes al Tergesteo.
Pareció sonreír por su propia broma y eso pudo creer la gente que lo rodeaba, pero en cambio su sonrisa era la respuesta aquella mirada que le pareció al mismo tiempo pícara e inocente. Las mujeres bellas parecen ante todo inteligentes. Un lindo color o una bella línea son, de hecho, la expresión de la inteligencia más absoluta.
Ella no escuchó las palabras, pero aquella sonrisa la tranquilizó respecto de las benévolas intenciones del viejo. Compendió que se encontraba incómodo de pie y le hizo lugar para que pudiera apoyarse junto a ella en el parapeto. Y el recorrido continuó vertiginoso hasta Campo Marzio.
La muchacha, entonces, mirando al buen viejo casi como pedirle consenso, suspiró:
—¡Aquí empieza lo aburrido!
De hecho, el tranvía se puso a balancearse lento y pesado sobre la vía.
Cuando un joven se enamora, su amor a menudo provoca en su cerebro ciertas reacciones que de inmediato nada tienen que ver con su deseo. Cuantos jóvenes que podrían aquietarse beatamente en una cama acogedora, no tiran por los aires al menos su propia casa creyendo que para acostarse con una mujer sea necesario antes conquistar, crear o destruir. En cambio, los viejos, de quienes se dice que están mejor protegidos de las pasiones, se abandonan plenamente conscientes y entran en la cama culpable solo con el debido cuidado a los resfríos.
Simple el amor no es ni siquiera para los viejos. A ellos se les complica por los motivos. Saben que deben excusarse. Nuestro viejo dijo para sí: «Mi primera aventura después de la muerte de mi mujer». Según el lenguaje de los viejos es verdadera una aventura si el corazón está también involucrado. Podría decirse que raramente un viejo es tan joven de poder tener una aventura no verdadera porque es una extensión que sirve a enmascarar una debilidad. Así, los débiles cuando pegan una trompada emplean no solo la mano, el brazo y el hombro, pero también el pecho y el otro hombro. La trompada por el esfuerzo demasiado extenso pierde deviene débil mientras la aventura pierde en claridad y se torna más peligrosa.
Después el viejo pensó que era la mirada infantil de la jovencita que lo había conquistado. Los viejos cuando aman pasan siempre por la paternidad y cada abrazo es un incesto de acre sabor.
Y el tercer pensamiento importante que tuvo el viejo, sintiéndose deliciosamente culpable e igualmente joven, fue: «La juventud vuelve». El egoísmo del viejo es tal que su pensamiento no queda anclado al objeto de su amor ni siquiera un instante sin retornar a verse a sí mismo.
Cuando quiere una mujer recuerda que el rey David, de las jovencitas esperaba juventud.
El viejo de las antiguas comedias convencido de poder emular la juventud, aunque exista, debe ser rarísimo. Y nuestro viejo, que continuó su monólogo, pensó: «He aquí una jovencita que compraré… si está en venta».
—¡Tergesteo! ¿No baja? —preguntó la jovencita antes de arrancar el tranvía.
El buen viejo, embarazado, miró el reloj:
—Seguiré otro poco —dijo.
No había tanta gente y no había ningún pretexto que le permitiera estar tan cerca de la jovencita. Se enderezó y se hizo a un lado para verla con comodidad. Ella debió darse cuenta que era observada porque cuando la conducción no lo requería lo miraba de reojo con curiosidad. Él le preguntó cuánto tiempo llevaba en ese trabajo tan fatigoso.
—¡Desde hace un mes! —Y no era tan fatigoso, le decía en el mismo momento en que debía convertir todo su cuerpito en una palanca para accionar el freno mecánico, algo a veces muy engorroso. Lo peor de todo era que la retribución que recibía no bastaba. Su padre todavía trabajaba, pero, dado el precio de los alimentos, era difícil salir adelante. Y, siempre pendiente del trabajo, lo interpeló con su nombre de familia:
—Si usted quisiera, a usted le sería fácil encontrarme algo mejor. —Y lo miró de inmediato para ver en su cara el efecto de su plegaria.
El improviso uso de su nombre sacudió al buen viejo.
El nombre de un viejo es siempre un poco antiguo y por consiguiente impone ciertas obligaciones a quien lo lleva. Él borró de su cara cualquier rastro de tensión que pudiera delatar su deseo. No se sorprendió de que la jovencita conociese su nombre porque entonces la ciudad había sido abandonada por casi todas las familias más ricas y los pocos pudientes resaltaban. Miró hacia otro lado y dijo con gran seriedad:
—¡Ahora es un poco difícil, pero lo pensaré! ¿Qué sabe hacer usted?
Ella sabía leer, escribir y hacer las cuentas. De lenguas no conocía más que el triestino y el friulano.
Una vieja pueblerina parada sobre la plataforma se rió rumorosamente:
—¡El triestino y el friulano! ¡Já, esta sí que es buena!
La joven también reía mientras el viejo, siempre rígido por el esfuerzo de no revelar la íntima excitación, lo hacía con una risa falsa. La pueblerina, a quien le placía discurrir con un señor tan distinguido, no dejó de charlar y el viejo se prestó a ello a fin de simular mejor una indiferencia. Al fin los dejó solos. De súbito el viejo soltó:
—¿A qué hora está libre usted?
—A las nueve de la noche.
—¡Bien! —dijo el buen viejo—. Venga esta noche porque mañana no podré. —Y le dio su dirección que ella repitió dos o tres veces para no olvidarla.
Los viejos sienten rabia porque la ley natural sobre los límites de edad pesa sobre ellos. Esa cita pedida con el aspecto de filántropo protector, y concedida con la debida gratitud lo hizo estremecer de la alegría. ¡Cómo lo favorecían las circunstancias!
Pero los viejos aman la claridad en los asuntos y él no se decidía aún a bajarse. Se preguntaba ansiosamente, dudando de la propia fortuna: «¿Y basta esto? ¿No se necesita nada más? ¿Y si ella creyera en serio que había sido invitada para recibir una recomendación para obtener un empleo?». Él no quería quedarse inútilmente excitado hasta la noche y habría necesitado sentirse más seguro. ¿Pero cómo decir la palabra necesaria sin comprometer el propio nombre, ni siquiera delante de la muchacha, en el caso de que ella no quisiese aceptar de él otra cosa distinta de un empleo? En el fondo la situación era casi idéntica a aquella que hubiese podido producirse si él hubiese sido más joven de lo que era. ¡Pero era viejo! Los jóvenes, después de un poco de experiencia o incluso antes de tener alguna, encuentran todo aquello que necesitan, mientras que el viejo es un amante desorganizado. A su máquina del amor le falta al menos un tornillo.
Al fin el viejo no inventó sino que recordó. Recordó que a sus veinte años, es decir unos cuarenta años antes, mucho antes de casarse, a una mujer (mucho más vieja que la del tranvía), que con un pretexto cualquiera y delante de terceros le había ya prometido venir, él, en voz baja, pero concitativamente, había repetido la invitación:
—¿Vendrá?
Palabra que habría sido suficiente. Pero aquí el camino que envidia el amor de los jóvenes y se ríe de aquel de los viejos, lo miraba, y por lo tanto no debía haber concitación en su voz.
En el acto de bajarse del tranvía, le dijo a la jovencita:
—La espero, pues, esta noche a las nueve.
Después, recordando, descubrió que su voz, a causa de aquella mirada o por el propio deseo, había temblado. Pero entonces no se dio cuenta de inmediato, y cuando la joven respondió: —¡Cierto! ¡No faltaré! —desviando por un momento su mirada de las vías para mirarlo a él, le pareció que la promesa había sido hecha al filántropo. Sin embargo, repensándolo, todo era tan claro como cuarenta años atrás. En el brillo de aquellos ojos se había revelado la malicia como en la propia voz el ansia. La madre naturaleza, benigna, le concedía otra vez, la última, la posibilidad de amar.
3
El viejo se dirigió al Tergesteo con el paso más elástico. Se sentía muy bien, el buen viejo. Quizá todo esto le faltaba desde hacía demasiado tiempo. A causa de sus variadas ocupaciones había olvidado algo que su organismo todavía juvenil le reclamaba, y sintiéndose tan bien no podía dudarlo.
Al Tergesteo llegó demasiado tarde. Tuvo que recurrir al teléfono para remediarlo. Por una media hora los negocios lo retuvieron por completo. Incluso esa calma fue para él un argumento de satisfacción. Recordaba que en su juventud la espera implicaba tanta tortura y deleite que después la alegría esperada palidecía al confronto. La tranquilidad le aparecía cual una prueba de fuerza y aquí de cierto se engañaba.
Después de los negocios, se dirigió al hotel donde siempre comía, como tanta otra gente acomodada, que así ahorraba las provisiones almacenadas. Mientras caminaba seguía examinándose. El deseo en él era virilmente calmo, pero entero. No dudaba ni tampoco recordaba que en su juventud, como persona fina que era, cada aventura parecida había removido en su pecho todos los problemas del bien y del mal. Veía solo un lado del problema y le parecía que aquello que tomaba le correspondía por lo menos como una indemnización por todo el tiempo que había estado privado de tanta felicidad. Por lo general es cierto que la mayor parte de los viejos cree tener muchos derechos y solo derechos. A sabiendas de no ser alcanzables por una educación, creen poder vivir según les pida su propio organismo. Se sentó a la mesa con un deseo de comer que le recordaba la verdadera juventud. Beato, pensó: «Ahora comienza la buena y bella cura».
No obstante, cuando al atardecer, después de salir de la oficina, el viejo, para ahorrarse la espera inerte en casa se fue a caminar largo rato por la ribera y el muelle, sintió en su pecho un leve bullir moral, que no pasó sin dejar rastro de sí en su ánimo. Pero no tuvo ninguna influencia en el curso de las cosas porque él, como todos los viejos y jóvenes, hizo aquello que quería.
El atardecer estivo era claro y pálido. El ancho mar, cansino e inmóvil, parecía descolorido en confronto con el cielo todavía luminoso. Se veían con claridad los perfiles de las montañas descendiendo hacia la llanura friulana. Se entreveía asimismo la Hermada y se sentía vibrar el aire sacudida por los disparos incesantes del cañón.
Cada manifestación de guerra a la que el viejo asistía le hacía recordar, con un encogimiento del corazón, que él después de la guerra ganaba tanto dinero. A él de la guerra resultaban la riqueza y la abyección. Ese día pensó: «¡Y yo intento seducir a una muchacha del pueblo que allá sufre y sangra!». Estaba acostumbrado desde hacía tiempo al remordimiento de los buenos negocios que hacía y continuaba a hacer no obstante el remordimiento. Su parte de seductor era nueva y por tanto igualmente nueva e intensa su resistencia moral. Los nuevos delitos no compatibilizaban tan fácil con las propias convicciones morales y fue necesario un cierto tiempo para unas y otras compartieran el mismo espacio. En tanto allá, en el muelle, a la vista de la Hermada en llamas el buen viejo abandonó su propósito. Habría dirigido a su jovencita a un sano trabajo y no sería para ella otra cosa que un filántropo.
La hora fijada para la cita estaba a punto de llegar.
La lucha moral había conseguido hacer menos difícil el cometido de atenderla. El propósito del filántropo acompañó al buen viejo a casa sin aquel paso de conquistador adoptado esa mañana al bajar del tranvía.
Ni siquiera en casa cambió su resolución, pero los actos no se conformaron. Ofrecer una cena ligera a la muchacha no era ya obra del filántropo. Abrió unas latas de comestibles delicados y preparó una exquisita cena fría. Sobre la mesa, en medio a dos vasos de cristal, puso una botella de champán. No por nada: el tiempo era muy largo.
Después llegó la jovencita. Estaba mucho mejor vestida que a la mañana, pero ello no fue decisivo porque más deseable no podía ser. Delante de los dulces y el champán el viejo adoptó una postura paternal a la que la joven hizo caso omiso porque su ojo inocente estaba concentrado en la buena cena. Él dijo que pretendía enseñarle algo de alemán, que le sería necesario para el puesto a desempeñar, y fue entonces que ella dijo algo que resultaría decisivo. Declaró que estaba dispuesta a trabajar todo el día a pacto de que se le dejara una media hora para su baño.
El viejo se puso a reír.
—Entonces nos conocemos desde hace tiempo. ¿No es usted aquella jovencita que vino acompañada por su mamá?... ¿Cómo está esa buena señora?
Lo dicho fue realmente decisivo antes que nada porque así él había entendido que se conocían de antemano. La duración da a una aventura un aspecto más serio. Asimismo, la garantía del baño cotidiano es, sobre todo para un viejo, de una importancia evidente. Ahora apenas hubiera podido entender por qué la madre de la joven había mencionado el baño. Su postura de filántropo desapareció. La miró riendo a los ojos, casi como si se burlara de su propio esfuerzo moral, tomó su mano y la atrajo hacia sí.
Después el viejo hubiera deseado retomar el aspecto de filántropo. ¿Qué sentido tenía a esta altura conservar el aspecto odioso del seductor? Tuvo el buen gusto de no hablar más de empleos. Sin esperar mucho, le dio dinero. Después de alguna duda, le dio más dinero y éste lo destinó a aquella buena señora, a su mamá. Para parecer un filántropo hay que dar incluso a quien no lo amerita. Es asimismo cierto que los viejos dan el dinero en cuotas, en tanto que los jóvenes vacían con un solo gusto el bolsillo aunque puedan arrepentirse después.
De esta manera, la jovencita tuvo la ardua tarea de tener que aceptar dos veces el dinero y fingir dos veces no quererlo. Por una vez es fácil y se hace pleno. ¿Pero la segunda vez? Ella no encontró la necesaria variación y repitió maquinalmente la palabra y el gesto empleados la primera vez. Incluso una tercera vez hubiera dicho:
—¿Dinero? ¡Yo no lo quiero! —y lo hubiese tomado diciendo—: ¡Pero yo te quiero!
Después de la segunda vez se quedó algo turbada, mas el viejo atribuyó dicha turbación a su desinterés. En cambio, podría haberle surgido la duda de que el importe, siendo pequeño, era fraccionado en dos para que pareciera mayor.
Esta aventura tan simple se tornó más compleja en la mente túrbida del buen viejo. ¡Es el destino! Por uno u otro motivo, aun cuando un viejo paga sabiendo que los favores ya pueden serle regalados, termina por distorsionar las aventuras amorosas, y pronto amerita la risa de Beaumarchais y la música de Rossini. Mi buen viejo –tan inteligente–, no se rió de las palabras tan poco elaboradas de la jovencita. La aventura debía pasar por verdadera y él colaboraba de buen grado a la mistificación. Ella era tan graciosa que ninguna palabra podía aparecer inoportuna, por lo que tal engaño tuvo solo importancia en el ánimo del viejo. Afuera no hubo más que un alargamiento en la duración de aquella primera cita y también de aquellas que siguieron. Si el viejo hubiese podido comportarse según su deseo, habría alejado rápido a la jovencita dado que los viejos tienen la inmoralidad breve. Pero con una mujer que ama no se puede proceder tan a la ligera. No era un necio. Pensaba: «La jovencita ama el lujo de mi oficina, de mi casa, de mi persona. Tal vez le guste también la dulzura de mi voz y el refinamiento de mis modales. Adora esta habitación donde hay tanta buena comida. Ama tantas cosas mías que un poco termina amándome algo a mí». El ofrecimiento del amor es un bellísimo detalle y agrada aun cuando no se sabe qué hacer con él. En el peor de los casos puede al menos equivaler a los títulos caballerescos de las personas que negocian con ganado, y sin embargo se sabe que se vuelven tan celosos. Ella, sin intención de hacer tragedia alguna, le dijo que él había sido su primer amante, y él lo creyó. En fin, que el buen viejo tuvo que contenerse a fin de no ofrecer dinero por tercera vez. Se abandonó tan gustoso a tan grande dulzura como para sentirse herido cuando ella le dijo de no amar a los jóvenes y de preferir a los viejos. Fue un feo despertar sentirse llamar viejo y un dolor tener que inclinarse para agradecer tan gentil declaración. Pero el encuentro, aunque no tan amoroso no resultó tampoco una tortura para el buen viejo. La joven estaba plenamente ocupada en destruir la buena cena que le había sido ofrecida de tal manera que él podía descansar a gusto.
No obstante, se sintió feliz de verla partir y de quedarse solo. Habituado a las conversaciones de las personas serias, no le resultaba fácil soportar por mucho tiempo la charla vacía de bella jovencita. Se dirá que hay artistas y pensadores, gente más seria que mi viejo comerciante, que de jóvenes soportan con deleite el parloteo de una bella boca. Pero se ve que los viejos para ciertas relaciones son más serios que los más serios jóvenes.
El buen viejo fue a recostarse todavía algo preocupado. Ya en su cama dijo: ─No pensemos más. Probablemente no la veré nunca más.
Estaba tan poco seguro de su propio amor que había acordado con ella que al próximo encuentro la invitaría mediante un mensaje. Bastaba entonces con no escribirlo y él volvería a ser el hombre virtuoso que había sido siempre.
Antes que el sueño lo tomara fue torturado por la sed. Había bebido demasiado y comido cosas excesivamente condimentadas. Llamó a la mujer que se ocupaba de la casa que le trajo un vaso de agua y le dedicó una mirada cargada de reproche.
Ella, ya no tan joven, había desde siempre esperado terminar como patrona de esa casa. Después había pensado que el recato del viejo podía deberse a su espíritu de clase y se había resignado porque en una o en otra clase social se nace sin propia culpa. Ahora había podido ver por un instante a la jovencita cuando se alejaba. Comprendió entonces que el espíritu de clase nada le impedía al buen viejo. Para ella, aquello equivalió a una verdadera cachetada. Se dirá que también las cualidades que hacen a alguien más o menos deseable no dependen del propio mérito o demérito. Pero ella creía tener esas cualidades y por tanto era culpable el viejo por no apreciarlas.
4
El mensaje con que el viejo llamó a la joven para un reencuentro fue escrito pocos días después, mucho antes de cuanto él hubiese previsto aquella noche al acostarse. Le escribió sonriendo, contento de sí. Confió incluso en que la segunda cita sería más placentera. En cambio, resultó idéntica a la primera. Al despedirse de la joven, al igual que la primera vez, fue asimismo prudente y de nuevo estableció que ella volvería cuando él la llamara. La llamó aún más rápido a una tercera cita, pero la despedida fue la misma. Nunca llegó a establecer de inmediato el siguiente encuentro. Porque el buen viejo era siempre feliz: cuando la llamaba y cuando la despedía, es decir, cuando entendía retornar a la virtud. Si, al despedir a la joven, hubiera acordado de inmediato el próximo encuentro, tal retorno a la virtud hubiera sido menos íntegro. De tal manera evitaba todo compromiso y su vita permanecía regulada y virtuosa salvo la excepción de un brevísimo intervalo.
De las citas poco más habría que decir si el viejo no hubiese sido invadido poco tiempo después por unos celos alocados; no tanto por su violencia como por su extrañeza: no se manifestaban cuando le escribía a la joven porque era el momento en que él la sustraía a los demás, ni cuando se despedía de ella porque era el momento que la devolvía a los demás, voluntarioso, toda. En él, celos y amor iban de la mano, en el espacio y en el tiempo. Realzándose el amor la aventura parecía más «verdadera» que nunca. Una delicia y un dolor indescriptibles. En un cierto momento se le clavaba en la mente el pensamiento de que sin duda la jovencita tuviese otros amantes todos jóvenes mientras que él era viejo. Se dolía, ¡y tanto!, por él, pero también por ella que podía perder toda posibilidad de vida decorosa. ¡Pobre de ella si llegaba a fiarse de otros como lo hacía de él! En los celos se asomaba la propia culpa. Y así, para compensar el propio inicuo ejemplo, el viejo se habituó a moralizar justo cuando hacía el amor. Le explicaba cuántos peligros le podían derivar de los amores desordenados.
La jovencita protestaba de no tener más que un amor, el suyo.
─¡Pues bien! ─gritaba el viejo ennoblecido al mismo tiempo por el amor y por la moral─, si tú, para retornar a la virtud resolvieras no verme más, yo sería feliz.
A esto la jovencita no respondía y por buenas razones. Para ella la aventura era tan clara que no le era posible mentir como hacía él. De momento, no necesitaba dejar aquella relación. Era asimismo fácil callar cuando él la cubría de besos. Por el contrario, cuando él se permitía un desahogo más sincero y hablaba –atribuyéndoselos–, de otros amantes, entonces recuperaba la palabra:
─¿Cómo podía creerlo? ─Ante todo ella no recorría las calles de la ciudad si no era con el tranvía, después, su madre la vigilaba y por último, nadie quería saber de ella, ¡pobrecita!, y soltaba un par de lágrimas. Mala retórica aquella que necesita tantos argumentos, pero entretanto del viejo desaparecían el amor y los celos y se podía retornar a la cena.
De esto se puede deducir cómo funcionan regularmente los viejos. En los jóvenes cada hora está desordenadamente ocupada por los sentimientos más disparatados en tanto que en los viejos cada sentimiento tiene su hora, toda. La jovencita procedía de acuerdo con el viejo. Cuando la requería, venía; y cuando ya no, se iba. ¡Discutían! Después hacían el amor y luego comían de muy buen humor.
El viejo, quizá, comía y bebía en demasía. Se entregaba a una manifestación de fuerza.
No quiero decir que éste sea el motivo por el cual el viejo enfermó. Está claro que un exceso de años es más peligroso que un exceso de vino, de comida e incluso de amor. Puede ser que uno de tales excesos agrave el otro, pero a mí no me interesa de afirmar ni siquiera tanto.
5
Se había recostado tranquilo como cada noche y en especial como aquellas noches en las que finalmente después de haber comido todo lo ofrecido, la jovencita se había ido.
Se durmió de inmediato. Recordó después haber soñado, pero de un modo tan confuso que le impidió recordar algo más. Numerosas personas parecían haberlo rodeado gritando, discutiendo con él y entre sí; después se alejaron y él, aturdido, se había recostado en un sofá para descansar. Fue entonces, que sobre una mesita cuya altura era igual al del sofá, vio una enorme rata que lo miraba con sus pequeños ojos relucientes. Había una risa, es más, una burla en aquellos ojos. Después la rata desapareció, pero con espanto se dio cuenta que había penetrado en su brazo izquierdo y excavando furiosamente proseguía hacia el pecho causándole un dolor insoportable.
Se despertó jadeante, cubierto de sudor. Había sido un sueño, pero dejaba algo real: el dolor insoportable. La imagen del objeto que causaba el dolor cambió de súbito. Ya no era una rata, mas una espada clavada en la parte superior del brazo y cuya punta llegaba al esternón; arqueada, no filosa pero áspera y venenosa porque donde tocaba comunicaba el dolor. Le impedía respirar y moverse. La espada podría romperse desgarrándolo ante el menor movimiento suyo. Gritaba y lo sabía porque el esfuerzo por hacerse escuchar le dañaba la garganta, pero tampoco se escuchó emitiendo sonido alguno. Había en aquella habitación vacía una multiplicidad de ruidos. ¿Vacía? En aquella habitación estaba la muerte. Desde el techo bajaba hacia él una oscuridad profunda, cierta nube que cuando lo hubiera alcanzado, suprimiría el pequeño respiro que aún se le concedía, aislándolo para siempre de toda luz antes de abandonarlo entre las cosas bajas y turbias. La oscuridad se acercaba lentamente. ¿Cuándo lo alcanzaría? ¡Oh, cierto! También podía dilatarse de un momento a otro, envolverlo y estrangularlo en un instante. ¿Era así la muerte de que había sabido desde la infancia en más? ¿Así de insidiosa y acompañada de tanto dolor? Sentía las lágrimas descolgarse de sus ojos. Lloraba del terror y no para inspirar piedad, pues sabía que piedad no había. Y el terror era tan grande que le pareció de estar exento de culpa y de pecado. De tal modo era estrangulado; por bueno, apacible, misericordioso.
¿Cuánto se tiempo duró ese terror? Lo ignoraba, e incluso hubiera podido creer que su duración abarcaba toda una noche si la noche misma no hubiera sido tan larga. Le pareció que primero era la oscuridad amenazante la que se alejaba y el dolor después. La muerte ya no estaba y él saludaría el sol nuevamente al día siguiente. El dolor se movió y el alivio fue inmediato, subiendo hasta la garganta antes de desaparecer. Se arropó con la frazada. Le castañeteaban los dientes por el frío y un temblor convulso le impedía descansar. Pero el retorno a la vida era completo. No gritó más y se alegró de que sus lamentos no se escucharan. La sirvienta, maliciosa, hubiera achacado el mal sufrido a la visita de la joven la noche anterior; y de este modo él la recordó y, de inmediato, pensó: «¡El amor ya no es para mí!».
6
El doctor, llamado en la mañana, examinó, estudió y de momento no dio mayor importancia al acceso. El viejo le había contado la aventura de la noche anterior, comida y champán incluidos, lo que llevó al médico a creer que el mal se debía a ese desorden. Aseguró que los síntomas no se repetirían siempre y cuando el viejo hiciera reposo, tomara con regularidad cada dos horas unos polvos y se abstuviera de ver al objeto de su amor o siquiera de pensar en ella.
El doctor, que tenía su misma edad y era su amigo de vieja data, lo trataba con gran familiaridad:
─Irás a ver a tu amante solamente cuando yo te lo permita.
El viejo, que por su parte velaba por su propia salud aún más que el doctor, pensaba: «¡Ni aunque lo permitieses iría a verla; estaba mucho mejor antes de conocerla!».
Después, sin embargo, al quedarse solo, pensó de inmediato en la jovencita para liberarse definitivamente. Recordó que ella aún lo amaba. La creía por tanto capaz de venir a su encuentro después de un tiempo sin previo aviso. Nadie ignora la potencia del amor. ¿Y entonces cómo quedaría él, que había decidido no recibirla, aunque el doctor se lo hubiera permitido? Le escribió que de súbito y durante un largo tiempo tenía que dejar la ciudad. A su regreso le avisaría. Añadió a la carta una cierta cantidad de dinero destinado a saldar la cuenta con su propia consciencia. La carta se cerraba con un beso, escrito después de algún momento de vacilación. ¡No! Ese beso no le había alterado el pulso.
Al día siguiente se sintió más animado por una noche tranquila, aunque insomne. El gran dolor no se había repetido pese a que él, no obstante la aseveración del médico, temiera su regreso en la oscuridad de cada noche. Se acostó más tranquilo y recobró la confianza, pero no el sueño. Se oía el retumbo del cañón y el buen viejo se preguntaba: «¿Por qué no han inventado todavía el modo de matarse sin hacer tanto ruido?». No quedaba tan lejos aquel día en que el sonido del combate había despertado en él un sentimiento generoso. Pero la enfermedad le quitaba ese residuo de espíritu social que la vejez no había sido capaz de destruir.
A los pocos días, el doctor agregó unas gotas intercaladas a los polvos. Después, para garantizar el sueño nocturno, venía por las noches a darle una inyección. No le faltaban ocupaciones a los días del viejo. Y la sirvienta, repudiada en los días buenos, recobró su importancia. El viejo, que sabía ser agradecido, hubiera llegado incluso a afeccionarse a ella, que más de una vez había tenido que levantarse de noche para darle las medicinas. Pero ella tenía un defecto mayúsculo: no le perdonaba sus deslices y aludía a ellos con frecuencia. La primera vez que por tener una atención le sirvió una pequeña cantidad de champán, lo acompañó con la observación:
─Es todavía del que queda del comprado con otra finalidad.
Durante un cierto tiempo el viejo protestó haciéndole creer que entre él y la jovencita no hubiera habido algo distinto de un afecto purísimo. Después, visto que ella se mantenía inamovible en su convicción, comenzó a creer que habiéndolo espiado lo supiera todo. ¿En qué momento? No cejó en su intento de entenderlo. Se avergonzaba en especial de aquella que la mujer sabía porque el resto no existía, pero con aquella maldita mujer terminaba por existir todo gracias a aquellas alusiones con las que se podía reconstruir la entera aventura. Resultó que no pudo ya aguantarla y solo la toleraba a su lado cuando la necesitaba. También es cierto que la necesita también para charlar, de modo que este odio que hubiera sido bastante vital quedó en nada. Se limitó al comentario que le hizo al médico en voz baja:
─Es fea como el pecado.
Esa lucha con la mujer le recordaba a la jovencita, pero no porque la añorara. Él solo añoraba la salud o mejor aún, aquello que le recordaba su propia juventud. La juventud había muerto con la última visita de la joven y en la añoranza de ésta subsistía la añoranza de aquélla. Ahora, en serio, le habría procurado un empleo a la joven… si hubiese él mismo recuperado la salud. Después sería el momento del regreso a su intensa actividad y no al pecado. El pecado era lo que dañaba su salud.
El verano pasó. Uno de sus últimos días se le permitió salir de paseo en coche. El médico lo acompañó. El resultado no fue negativo porque él se sintió feliz con la variación y su estado no empeoró, pero con el mal tiempo que sobrevino el experimento no pudo repetirse.
Así continuó su vida vacía. No había más novedad que en los medicamentos. Cada uno era bueno solo por un tiempo. Después para mantener el mismo efecto había que aumentar la dosis antes de sustituirlo por otro. También es cierto que después de algún mes se retornaba al principio.
En su organismo, sin embargo, se creó un cierto equilibrio. Si se iba hacia la muerte el movimiento era imperceptible. Ya no trataba del dolor, heroico por su intensidad, de aquella noche en la muerte había levantado el brazo para asestarle el golpe definitivo. Era otra cosa. Tal vez, como entonces, ya no valía la pena golpearlo. Creía estar cada día mejor. Le parecía que incluso el apetito había vuelto. Empleaba tiempo en tragar sus insípidas menestras y creía que realmente estaba comiendo. En casa quedaban todavía aquellas latas que contenían alimentos excitantes. El viejo tomaba una entre sus manos temblorosas, leía el nombre del reconocido producto y lo reponía. Pensaba conservarla hasta el día en que se sintiera mejor. También para ese día guardaba algunas botellas de champán. Estaba visto que para la enfermedad el vino no convenía.
La parte más importante del día era aquella que pasaba frente a una ventana durante las horas de más calor. Esa ventana era un ojo por donde se veía la vida que continuaba a desenvolverse en las calles desde el que él había permanecido encerrado. Si la mujer del pecado, como él la llamaba, estaba cerca, criticaba con ella el lujo que todavía aparecía en las pobres calles de Trieste y se compadecía con tono bastante enfático de la miseria que transitaba en procesión. Enfrente de su casa había una panadería y a menudo frente a la puerta se alineaba una fila de de gente a la espera de un mendrugo de pan. El viejo se compadecía de esa gente que esperaba con tanta ansiedad un pan mal horneado que a él le daba asco, pero su piedad escondía otro tanto de hipocresía. Él envidiaba a aquellos que circulaban libremente por las calles. Puerilmente. Por lo general se sentía bien en la habitación protectora, bien calefaccionada, pero le hubiera gustado ver también más allá de esa calle. Los seres que pasaban y despertaban su curiosidad, porque vestidos muy bien o muy mal, daban la vuelta y ya estaban perdidos para él.
Una noche en que no le era posible dormir, se puso a caminar por la habitación, y con la ansiedad de moverse y distraerse, se acercó a la ventana. La fila en la puerta del panadero ya se había formado, tan larga que incluso de noche manchaba de negro la vereda. Ni siquiera entonces se compadeció de aquella gente que aun teniendo sueño no podía ir a dormir. Él tenía cama y no conseguía dormir. ¡Ciertamente estaban mejor los componentes de aquella fila!
Aquellos fueron los días de Caporetto. Las primeras noticias del desastre las tuvo por su médico que se acercó a verlo para llorar en compañía de su viejo amigo, que él (¡pobre médico!) lo creía capaz de sentir de igual manera. En cambio, el viejo no vio en el asunto nada más que un beneficio: la guerra se alejaba de Trieste y por lo tanto de él. El médico se quejaba:
─¡Ni siquiera veremos sus velívolos!
El viejo murmuraba:
─¡En efecto! ¡Probablemente no los veamos más!
Sentía en el ánimo la esperanza de noches tranquilas, pero intentaba copiar en su cara el dolor que veía en aquella del médico.
Al atardecer, cuando estaba bien, recibía a su apoderado, un viejo empleado que gozaba de toda su confianza. Para los negocios, el viejo se mantenía bastante enérgico y lúcido, por lo que el empleado llegaba a la conclusión de que la enfermedad del viejo no era muy grave, y que tarde o temprano habría de reincorporarse al negocio. Pero la energía en los negocios era la misma que lo dirigía en el cuidado de su salud. La más leve indisposición lo inducía a procrastinar los negocios al día siguiente. Y para estar mejor sabía incluso olvidarse de ellos apenas el empleado se había ido. Se sentaba delante de la estufa y disfrutaba echando trozos de carbón que después miraba quemar. A continuación cerraba los ojos deslumbrados y los reabría para rehacer el mismo juego. Así pasaba las tardes de otros tantos días asimismo vacíos.
Pero no era así como iba a terminar su vida. Es el destino de algunos organismos de dejar ningún residuo para la muerte que de ese modo no llega sino para agarrar un cántaro vacío. Todo cuanto podía arder ardió y su última llama fue la más bella.
7
El viejo estaba en la ventana mirando la calle. Era una tarde fosca. El cielo estaba cubierto por una niebla grisácea y el adoquinado mojado a pesar de que no hubiese llovido desde hacía dos días. La fila de los hambrientos estaba formándose delante de la puerta del panadero. Quiso el caso que la jovencita pasara justo entonces delante del balcón donde se encontraba. Iba sin sombrero, pero al viejo, incapaz de distinguir algún detalle de su vestido, le pareció mejor vestida que en los tiempos en que la amaba. La acompañaba un jovencito exageradamente vestido a la moda, enguantado, un elegante paraguas que se levantó alto dos o tres veces con el brazo acompañando a la palabra sin duda vivaz. También la jovencita reía y charlaba.
El viejo miraba y jadeaba. Ya no era la vida de los otros la que pasaba por la calle, era la propia. Y el primer instinto del viejo fueron los celos. El amor no tenía nada que ver, solo los celos más abyectos: «Ella ríe y se divierte mientras yo estoy enfermo». Se habían equivocado juntos y de ahí su enfermedad; a ella, nada. ¿Qué hacer? Ella caminaba con paso rápido y al doblar la esquina desaparecería. Por eso el viejo jadeaba. ¡No había ni siquiera tiempo de aclarar sus propios pensamientos y él sentía tanto la necesidad de hablarle y de predicarle la moral!
Cuando la jovencita y su acompañante desaparecieron el viejo quiso abreviar su propia agitación que podía dañarlo y dijo:
─¡Tanto mejor! ¡Ella vive y se divierte!
Había dos mentiras en aquellas pocas palabras que antes de nada hubieran debido significar que el viejo, durante la enfermedad, se hubiese preocupado por la suerte de la joven, como así también que él sintiera una satisfacción al verla pasear de ese modo por las calles para divertirse. Por ello no tuvo paz. Permanecía en la ventana mirando hacia el lugar donde la jovencita había desaparecido. Caso de haber vuelto la hubiera llamado desde la ventana. No hacía mucho frío y por consiguiente le parecía necesario verla. Y alguien, receloso, desde sus adentros, preguntó: «¿Por qué? ¿Quieres volver a empezar?». El viejo se rió: «¿Deseo? ¡Ni en sueños!». Pero seguía mirando hacia el mismo lado dominado por el deseo más intenso. «Me sentiría más tranquilo –pensó, convencido esta vez de ser veraz– si supiera que ese jovencito la ama y quiere casarse con ella».
Nadie, ni siquiera él mismo, habría sido capaz de descifrar el ánimo del viejo, apasionadamente descontento de la joven y de sí mismo. Le parecía que del comportamiento de la jovencita tenía una parte de responsabilidad. Trataba de disminuirla recordando sus prédicas moralizantes al respecto y de olvidar el resto. Para reconquistar la tranquilidad era necesario repetirle con mayor claridad (a ella, porque él no lo necesitaba) los preceptos de esa moral que pudiera haber olvidado. Pero estaba también el peligro que ella hubiese olvidado sus palabras y no sus acciones.
Corrió hacia la mesa para escribirle que viniera a verlo. ¿Por qué no? La recibiría sereno como a sus dependientes en la oficina y le aconsejaría de ocuparse mejor de su propio destino.
A punto de escribir se sintió incómodo. Quería darle a entender que la cara no provenía de un amante sino de un viejo respetable que la invitaba por su bien a visitarlo. Tomó una tarjeta de visita y debajo de su nombre escribió un par de palabras con la invitación. Dejó la tarjeta sobre la mesa y regresó a la ventana. Hubiera sido mejor que ella pasara nuevamente por la calle. Existía el peligro que, ante aquella invitación, extraña para ella, no la aceptara. Pero era importante que viniese, importante para él.
Volvió a la mesa y reescribió la misma tarjeta tantas veces antes enviada; sonrojándose porque su culpa se hacía patente en el recuerdo. Pero no debía tener reparos con esa niña. Le bastaba con inducirla a venir para expulsarla de su destino; y para limpiar su destino de una presencia tan incómoda no se le ocurría otra cosa que poder decirle claramente (mucho más de lo que hubiera sido en el pasado): «Por lo que mí respecta, te pido que seas virtuosa conmigo y con todos». Después sería fácil no pensar más en el asunto.
Buscó la quietud con hacer definitiva la propia resolución. Encontró el modo de enviar la tarjeta sin que pasara por las manos de su enfermera. La cita era para el día siguiente al atardecer. Las primeras horas estarían dedicadas a cuidados.
Volvió a la ventana. En el deseo de limpiarse la consciencia de cualquier reproche rehizo con el pensamiento la historia de las relaciones con la jovencita. Hubiera sido raro atribuirle alguna importancia. Demasiado fácil le había resultado conseguir esa joven. Una aventura de lo más común. No en su vida, no obstante, era importante para la juventud y la belleza de la joven. «Es cierto ─pensó el viejo─ que los demás son peores que yo y que hoy, incluso, soy superior a todos». Se jactaba de no sentir deseo alguno y más aún de llamar a la jovencita para hacerle del bien.
Le daría dinero, ¿Cuánto? Dos… tres… quinientas coronas. El dinero había que darlo más que nada para adquirir el derecho de educar. Después la pondría en guardia contra los amores desordenados. También antes había predicado contra los amoríos, pero ahora era necesario hacer olvidar que él había intentado meter su propio amor entre aquellos permitidos.
En la calle se desarrolló una escena que atrajo su atención. Divisó ya desde lejos a los protagonistas porque venían del lado que el observaba. Un niño de entre ocho y diez años, descalzo, bajaba por calle trayéndose por detrás de la mano un hombre evidentemente borracho. Parecía que el niño fuese consciente de su responsabilidad. Procedía con paso pequeño pero resuelto. Miraba de tanto en tanto detrás de sí al hombre grande que no parecía dudar tener que seguirlo. Cierto que él sabía aconsejar y dirigir. De ese modo llegaron bajo las ventanas del viejo. En ese momento el niño bajó de la vereda para caminar mejor y no fue seguido del hombre. Pasó entonces que sus brazos enlazados fueron a dar contra la columna de un farol. El niño no retrocedió con rapidez necesaria para juntarse con el hombre. Estaba apurado y probablemente hizo daño al borracho apretándole la mano contra la columna. Él, de súbito, se enfureció. Se desvinculó del niño y de una patada lo tiró al suelo. Por fortuna su borrachera le impedía la rapidez de movimientos, porque daba la impresión de que se rehacía para seguir golpeándolo. El niño, en el suelo, se cubría puerilmente la cara con el brazo a fin de protegerse y lloraba, mirando aterrorizado al borracho que estaba agachado sobre él sin conseguir recuperar el equilibrio.
El viejo, en la ventana, fue invadido por el terror. Abrió, olvidándose por un instante de atender su propia salud y se puso a gritar pidiendo ayuda. De inmediato, de la fila en la puerta del panadero acudieron muchas personas, tantas, que pronto el viejo no pudo ver más ni al niño ni al borracho. Cerró la ventana, llamó a la enfermera y, jadeante, se tumbó en un sillón. Era demasiado para él. Las piernas ya no lo sostenían más.
En su larga soledad, había acariciado una gran ambición y se había creído benéfico y superior a todos, pero ahora probaba una sensación realmente nueva y sorprendente de verdadera, instintiva bondad. Por un breve tiempo fue bueno y generoso sin que su sentimiento resultase oscurecido por ningún pensamiento acerca de sí mismo. Cierto es que no hizo nada para acercarse a ese pobre niño necesitado de socorro y de conforto. No lo pensó siquiera; pero en su pensamiento acariciaba con gran emoción la pueril figura abatida. Descubrió incluso en la propia memoria un particular que sirvió para aumentar su piedad: había visto llorar al niño, pero no lo había escuchado gritar. Tal vez el niño se avergonzaba de ser castigado en público y su vergüenza, que le impedía atraer la atención de los demás, era más fuerte que su terror. Pobre, pequeño ser que así era aún más inerme.
Pero poco después el viejo volvió a su ocupación habitual: el cuidado de sí mismo. Entretanto su sentimiento generoso le había hinchado tan bien el pecho que pronto pudo constatar un beneficio de aquella flaqueza suya. Para prolongar el efecto relató a la enfermera su gran aventura. Dijo haber sido él quien salvara a la criatura:
─Si yo no hubiera gritado, ese hombracho lo habría destrozado.
En cambio, era posible que su grito ronco no hubiese siquiera llegado a la calle.
Regresó su pensamiento a la joven y en su mente cualquier asociación se produjo entre el niño maltratado y la chica que en la misma calle era llevada a la perdición por un jovenzuelo. La compasión por el niño lo llevó incluso a recriminarse de no haber por él otra cosa que asomarse a la ventana y gritar.
Se liberó de ese peso pensando: «¡Tengo suficiente con ocuparme de una desgracia y con eso me basta!».
Durante toda la noche estuvo insomne. No sufría y acostado, meditaba. No estaba bien con su consciencia y lo sabía, pero ignoraba cuál era el motivo. Decidió dar una suma mayor de dinero a la jovencita. Creyó que sería suficiente a inducirla a sentirse grata por recobrar la tranquilidad de consciencia.
Hacia la mañana se adormeció y tuvo un sueño: caminaba bajo el sol tomado de la mano de bella joven, igual que el borracho hacía con el niño. También ella lo precedía, algo que le permitía verla mejor. Era hermosa, vestida con harapos coloreados como el primer día que la había visto. Caminaba golpeteando con sus pequeños pies el suelo y a cada paso sonaba la campanilla de alarma como aquel día en la avenida de Sant’Andrea. El viejo, que hasta ese momento había caminado a paso lento, se esforzó por alcanzar a la jovencita. Ella se había convertido en la mujer deseada, toda, con sus harapos, por su forma de caminar e incluso por aquel sonido claro de la campanilla que debía estar pegada a su piecito. Al momento se sintió cansado y quiso soltar la mano de la joven. No lo consiguió hasta que cayó exhausto al suelo. Como un autómata, la jovencita se alejó sin mirarlo siquiera, con su paso sonorizado por la campanilla de alarma. ¿Se entregaba a otros? En el sueño, a él no le importó. Se despertó. Estaba cubierto de sudor como aquella noche de la angina.
─¡Obsceno! ¡Oh! ¡Obsceno! ─gritó horrorizado por el propio sueño.
Quiso tranquilizarse recordando que el sueño no pertenece a quien lo tiene sino que es enviado por potencias ocultas. Mas la obscenidad era evidentemente suya. Sintió de cierto mayor remordimiento por su sueño de cuanto no había sentido por esa reciente realidad con la que conscientemente había colaborado. En medio de las curas que llenaban su mañana, él, que no conseguía liberarse del recuerdo de la aventura nocturna, tuvo una inspiración: entre el niño humillado y golpeado y la jovencita del sueño que como un autómata ofrecía la propia belleza existía una analogía. «¿Y entre el borracho y yo?», se preguntó el viejo. Esbozó una sonrisa ante el parangón imposible. Luego pensó: «Puedo todavía reparar beneficiándola e instruyéndola mejor».
En el transcurso del día surgieron nuevas dudas. ¿Y si en la realidad él tuviera que comportarse como lo había hecho en el sueño? Está bien que los sueños son enviados por otros y por lo tanto uno no es responsable de ellos, pero él era bastante viejo como para saber que incluso en la realidad, a veces, en ciertas acciones, no nos reconocemos a nosotros mismos. Él por ejemplo, había entrado en esa aventura después de aquel histórico paseo al malecón acompañado de propósitos bien distintos. Pero si sus propósitos actuales no fueran más eficaces que los de entonces, adiós paz y después adiós salud y de cierto también adiós vida.
Pero aquí surgió en el viejo una decisión de verdadera nobleza. Resolvió abandonar la vida antes que volver a vivir solitario en medio de su negocio. Hoy, sobre todo después de aquel sueño, se sentía aún más deseoso de vivir y hacer. Hoy, si hubiese asistido de nuevo al maltrato del niño no se habría abandonado al descanso como el día anterior. Incluso pensó que cuando hubiera aclarado su posición con la joven, habría podido también encontrar y beneficiar al niño. Solo que ahora la cosa se había complicado en demasía y era necesario esperar la visita de algún amigo influyente que se encargara de la búsqueda necesaria. A otros tantos niños que se encontraban en circunstancias similares y a portada de mano, el viejo no pensó y a aquél que había visto maltratar lo olvidó pronto.
Al médico le refirió vagamente su aventura nocturna. El viejo amigo, que cada día encontraba el modo de descubrir algún indicio de una próxima curación, sonrió:
─Ves como vuelve la salud, o mejor, la juventud.
─¿Qué empiecen así la salud y la juventud? ─preguntó el viejo, perplejo. ¡Pues bien! Él de esa juventud no quería ni oír hablar. Quería la calma, la serenidad, la verdadera salud. Antes de nada quería librarse de todo reproche por el comportamiento que había tenido con la muchacha. El doctor no podía adivinar que entonces su paciente estaba decidido a curarse a su modo aunque el viejo no supiera cómo decírselo. Ni él mismo sabía que corría detrás de una nueva cura.
A la tarde el viejo durmió largo y tendido un sueño restaurador y falto de sueños. Se despertó sonriente como un niño de aquel sueño finalmente inocente porque carente de imágenes.
Después preparó la cena para la muchacha tal como lo había hecho para el primer encuentro. Antes de aprestarse a tal tarea tuvo un instante de indecisión. Pero a continuación se dijo que antes o después la jovencita tendría que escucharlo decir palabras duras y prédicas menos divertidas y por tanto estaba bien que la compensara con algo que parecía gustarle tanto. Consiguientemente abrió con cuidado las latas que por tanto tiempo había tenido guardadas. Sonreía vaciándolas en los platos dispuestos sobre la misma mesita: se trataba de dorarle la píldora.
Asistiendo a tanto preparativo, su enfermera se alarmó. ¿No tendría acaso el deber de llamar al doctor? El viejo la tranquilizó con aire de superioridad. Su último sueño había sido tranquilo, y el anterior, olvidado. Por tanto, la sospecha de la enfermera no podía siquiera ofenderlo. Le dijo que podría asistir a la cita desde la habitación contigua. Por primera vez habló claramente del pasado confesando aquello que ella quizá sabía o al menos suponía.
—Los errores de juventud deben ser olvidados, pero en ningún caso pueden ser repetidos. —Pero la enfermera no se tranquilizó. Aun cuando no le faltaba nada en aquella casa, le molestaba ver esa comida tan rica preparada para otros. Venenosamente respondió:
—¡O sea que hace cinco meses usted era joven!
—¿Solo cinco meses pasaron desde entonces? —preguntó el viejo, sorprendido. A él le parecía que hubiese pasado un siglo desde la última visita de la jovencita. Rehízo la cuenta y encontró que ese período de tiempo ni siquiera llegaba a los cinco meses. No le dijo nada más a la enfermera, pero dudó de ser viejo cuando hacía solo cinco meses era tan joven. Empero, no dudó de su propio sincero deseo de moral y de bondad.
8
La jovencita, como siempre, llegó puntual a la cita. En el viejo, la ansiedad por la espera que se daba en el pasado había desaparecido. De ello él se sintió más cómodo: si el sueño trajo consigo excitación sexual, la realidad –ahora tenía la certeza– era completamente distinta. Pero una gran sorpresa le dio la enorme emoción que lo embargó al rever el querido semblante de la jovencita. Ahora se daba cuenta que no asumiría, como se propuesto, el aire de un jefe de oficina. A punto estuvo de desmayarse. Que encantadora aquella carita de grandes ojos, de la cual conocía cada rasgo por haberla besada, y que armoniosa sonaba aquella voz cuando cometía actos por los que sentía remordimiento. No encontraba palabras para saludarla y retuvo la pequeña mano enguatada entre las suyas. Era tan hermoso querer así. ¿Acaso surgía para él una nueva, última juventud? ¿Una nueva cura más eficaz que ninguna otra?
Entonces la miró. El rostro le pareció menos fresco. Alrededor de la boca que cinco meses atrás le había parecido una flor recién abierta, algo había cambiado. Horizontalmente la boca se veía más alargada y los labios menos altos. ¿Algo amargo? ¿Rencor hacia él, tal vez? Porque –ahora lo recordaba– él había prometido amor y protección, y de improviso se había sustraído de cualquier compromiso contraído. Así las cosas, sus primeras palabras fueron para pedir perdón. Le contó que aquella vez cuando le había escrito que tenía que salir fuera de la ciudad, había estado enfermo. Describió la angina, pese al tiempo transcurrido, como si la hubiese sufrido hasta la noche anterior. De algún modo, por tanto, mintió, pero no solo para asegurarse el inmediato perdón.
Ella, sin embargo, no pensaba que pudiese guardarle rencor. ¡Todo lo contrario! Había intentado besarlo nada menos que en la boca. Él puso la mejilla y rozó la suya con los labios. —¡Qué lástima! —dijo ella—; que te fueras habría sido mejor que haber enfermado.
Para verla mejor, la hizo sentar al otro lado de la mesa. Debe haber sido coordinado por la madre naturaleza el hecho que los viejos ven menos de cerca con aquello que no tiene sentido que tengan a portada de mano.
De súbito observó pasmado que los rulos que el día anterior había visto moverse libremente al aire, estaban ahora cubiertos por un elegante sombrero adornado con plumas de finos y sobrios colores. ¿Por qué aquella metamorfosis, como se diría en Trieste, donde el sombrero de las mujeres define incluso la clase social a la que pertenecen? ¿Venía donde él con sombrero y no lo llevaba para caminar por la calle? ¡Extraño! ¡Y cómo había cambiado su modo de vestir! Aquella ya no era una muchacha del pueblo, si no que pertenecía a la burguesía por el sombrerito, y por el vestido de corte elegante y de género abundante tal como se usaba entonces cuando el género faltaba. También pertenecían a la burguesía, aunque algo deterioradas, esas medias de seda transparentes que poco protegían las piernas del frío, así como los elegantes zapatos lacados. No solo por afecto el viejo no supo asumir el aire áspero premeditado, pero también por un poco de desconcierto. Ella era la persona más elegante con la cual desde hacía tiempo había conversado. Él, por el contrario, llevaba ropa bien cómoda y ni siquiera se había puesto el sobrecuello porque lo ahogaba. Con gesto instintivo se llevó las manos al cuello para comprobar si se había abotonado la camisa.
¿De dónde habría salido todo el dinero necesario para comprar todas esas lindas cosas? En vez de pensar en aquello que podía decir el viejo se perdió en cálculos. ¿Cuánto dinero le había enviado cinco meses antes? ¿Podía bastar lo que él le había dado para explicar tanto lujo?
Ella lo miraba sonriente y parecía estar a la espera. Él había ya decidido no asumir de momento el aspecto de un mentor puesto que le parecía suficiente aleccionamiento dar ejemplo de virtud. Fue justo porque no sabía qué más decir que le preguntó:
—¿Estás todavía en el tranvía?
En un primer momento ella pareció no haber entendido bien:
—¿En el tranvía? —Pero después pareció recordar. No era un puesto adapto para una joven. Lo había dejado desde hacía bastante tiempo.
La invitó a comer. Era una manera de ganar tiempo dado que dudaba si no hubiera debido reprocharle haber abandonado el trabajo. Mientras ella se aprestaba a comer quitándose lentamente los guantes, él le preguntó:
—¿Y ahora qué haces?
—¿Ahora? —preguntó la jovencita también dudando. Después sonrió—. Ahora estoy buscando un empleo y deberías conseguirme uno.
—¡Cómo no! —dijo el viejo—. Apenas me haya curado te llevo conmigo a la oficina. ¿Estudiaste algo de alemán?
—¡Muy bien! ¡El alemán! —dijo riendo de corazón—. Nosotros empezamos a querernos con el alemán y se podría seguir estudiándolo juntos.
Era una propuesta que él fingió no entender.
Ella se puso a comer, aunque con mucha compostura. El cuchillo y el tenedor trabajaban con gran seguridad, mientras que en otras cenas a las que la había invitado también los deditos habían tenido que colaborar al fraccionamiento de la comida y a su transporte. Al viejo le pareció tener que complacerse de encontrarla tan refinada.
Él seguía perplejo. ¿Si continuaba a reír y a sonreír con ella, adónde llegaría? Para no ofenderla habló solo de la propia culpa.
—Si aquel día me hubiera acercado solo para aconsejarte lo mejor…
Desde el sentido común la jovencita hizo una objeción de la que el viejo tendría que ocuparse asimismo más tarde.
—Pero si no te hubieras enamorado de mí ni siquiera te habrías acercado.
De hecho, él reconoció de inmediato que si no hubiera permanecido en el tranvía por la fuerza de su deseo, habría bajado al Tergesteo sin siquiera haberse dado cuenta de que la joven necesitaba de él.
Ella no tomó muy en serio sus palabras porque de súbito dijo:
—¿Estaba linda en ese tranvía? ¡Di la verdad! ¡Te gustaba mucho! —Se levantó, y acercándose a él, le hizo una caricia en la mejilla que aquel día había sido afeitada. Él no pudo ser menos y correspondió a la caricia apoyándole la mano bajo el mentón.
Él quiso retomar el hilo discursivo: —Yo era demasiado viejo para ti y tendría que haberlo sabido.
—¡Viejo! —protestó ella—. ¡Yo te quería porque me gustabas con tu aspecto distinguido!
Al cumplido tuvo que sonreír contento de verdad. No ignoraba que incluso de viejo tenía una figura distinguida y de ello se complacía.
»Si además —agregó mientras comía— quisieras adoptarme como hija, mira que todavía estamos a tiempo. ¿No sería yo una linda hija?
Se entreveía una gran presunción en cada palabra dicha y a él le parecía que la muchacha del pueblo había sido diferente. En harapos, cuando lo había seducido, presentaba una moralidad mayor. Comiendo ella encontraba el tiempo de tenderse sobre el sillón y dejar a la vista del viejo las piernas elegantemente vestidas. ¿Adoptarla? ¿A una mujer que no le importaba mostrar así sus piernas?
La ira lo volvió más elocuente: —Desde aquel día yo me acerqué a ti para hacerte del bien y encaminarte hacia una vida mejor. ¿Recuerdas que hablé de empleo y de estudios? ¿Lo recuerdas? Después la pasión tomó la delantera. ¿Pero recuerdas que incluso la primera noche quise retomar el tema del trabajo y también la segunda y cada vez que te vi? Más tarde te dije de estar atenta y no dejarte arrastrar por otros amoríos desordenados. ¿Recuerdas?
Así lo había dicho y sin esfuerzo alguno confirmado que el propio también había sido un amor desordenado. Y respiró. Visto que la jovencita recordaba todo lo que a él le interesaba y nada más, respiró. Le parecía haberse limpiado de todo reproche y creía que ahora habría podido dedicarse a enseñar la moral a la jovencita sin el impedimento que suponía el ejemplo que él mismo había dado. Con la misma enfermera se había sincerado disculpándose por los viejos deslices de la propia juventud. Con la jovencita, en cambio, tendía a borrar dichos errores mediante las palabras con que los había acompañado.
Parecía haberlo conseguido y probó un gozo increíble. Creyó poder mirar el mundo entero objetivamente y encontrarse fuera de los compromisos a los que todos se obligan por sus propias debilidades. Si hubiese sido el observador objetivo que creía, hubiera podido darse cuenta que en la muchacha subsistía aún algo de lo popular, de simple e ingenuo, y sentirse dichoso. Ella continuaba a comer con buen apetito y decía recordar todo aquello que él quería y nada de aquello que no quería. No había entendido por qué él hablaba de ese modo pero tampoco le sorprendían sus palabras. No se habría incluso maravillado si a continuación él se hubiera puesto a besarla y abrazarla como en el pasado. Era posible que antes él hubiese preferido hacer primero el amor y después pasar a la prédica, mientras que después de su grave enfermedad, hubiera decidido comenzar primero por la prédica; y no era su competencia entender la razón de tal cambio.
Pero ella afirmó haber tenido siempre en cuenta sus recomendaciones. En ningún momento las había olvidado y no se había abandonado a amoríos desordenados. Lo decía serenamente, mientras masticaba y sin estudiar en absoluto la cara de su interlocutor para ver si le creía o no.
Él no le creyó, pero se sentía en la obligación de demostrarle un poco de reconocimiento por haber sido tan condescendiente con él.
—Muy bien —le dijo—, estoy muy contento contigo. Me haces un verdadero regalo conservándote honesta y verás que te lo agradeceré sobremanera.
Le parecía de haber hecho mucho en aquel primer encuentro. El resto se podía dejar para el día siguiente después de haberse tomado el tiempo necesario para la reflexión. Sin embargo, no supo cambiar de tema y no solo porque los viejos son un poco como los cocodrilos que no cambian fácilmente de dirección, pero también porque a esta altura con la jovencita no tenía más que una relación. En el fondo con ella no había tenido más que una, solo que no era ya lo mismo.
»¿Y ese jovencito, con quien pasaste ayer bajo mi ventana?
Ella no recordó de inmediato haber pasado por esa calle. Lo hizo después de un esfuerzo de memoria, es más, de razonamiento: tenía que haber pasado por esa calle viniendo por otra desde su casa. El jovencito era un primo suyo regresado de sus estudios. Un joven al cual no había que darle importancia.
Una vez más, él no le creyó, pero creyó conveniente no insistir. Antes de despedirse –con el pretexto de un gran cansancio– le dio dinero, esta vez no dentro de un sobre, si no contado cuidadosamente sobre la mesa. Miró a la muchacha con el fin de poder disfrutar de su agradecimiento. No vio mucho. Para empezar a ella le repugnaba hablar siempre de dinero y el viejo tuvo que invitarla más veces a presenciar aquel conteo dado que miraba a otro lado; por otra parte, la suma no era de verdad grande porque con ese dinero se podía comprar, como mucho, un par de zapatos como los que la jovencita llevaba.
Ella se fue después de haberle dado un besazo y de cierto pensó que el amor quedaba reservado para un segundo encuentro.
9
El viejo, cuando quería poner en orden sus propios pensamientos, charlaba con la primera persona a portada de mano, es decir siempre con su enemiga y su única compañera, la enfermera. Por tanto, le contó que se sentía aliviado porque la jovencita había recordado las lecciones de moral de él recibidas en el pasado, y no se frenó por una mirada de asombro que la enfermera le envió. A continuación, con aire bonachón, como si pensara en voz alta, le refirió que de ahora en adelante pensaba beneficiar a la muchacha e incluso le dijo la suma de dinero que le había dado aquel día.
La enfermera saltó. Se ponía mala siempre que oía nombrar a la jovencita, pero empezó por despreciar la suma de dinero que a él le había parecido tan significativa. No fue prudente –como después se verá–, pero entonces prosiguió con su política de conseguir un aumento del salario. En efecto el viejo no había todavía entendido como el dinero se había vuelto más vil que nunca. Después, ella agregó:
—En cuanto a esa —El gesto vago de la mano era para la muchacha—, le resulta fácil recordar las bellas lecciones de moral que usted le da; y ciertamente las aprovechó muy bien.
Esta segunda observación fue para el viejo menos importante que la primera; le parecía gravísimo el hecho que se había afeado con la avaricia justo cuando había querido mostrarse tan generoso. De ser cierto aquello que afirmaba la enfermera se había equivocado gravemente porque aquella suma debía representar el propio rescate que no podía ser pagado con un importe escaso.
Este fue el primer motivo de descontento después de tanta confianza puesta para llegar a la quietud. En el fondo el remordimiento no es más que el resultado de un dado modo de mirarse en un espejo. Y él se vio mísero y pequeño. Siempre le había pagado demasiado poco a aquella jovencita. Para ciertos disfrutes los hombres generosos asumen empeños equivalentes. En evitación de asumir alguno recordaba de no haberla citado en el pasado con antelación, de tal modo que cuando tuvo bastante le bastó con no volverla a llamar. Los demás hombres acostumbran pagar a las mujeres cada día porque ellas tienen que comer aun cuando nada se les pide. Él, en cambio, la había hecho trabajar en el tranvía a fin de que pudiera comer a diario, y después le había pagado de un modo que le parecía señoril porque creyó no deber otra cosa que el alquiler de pocas horas. Así había llevado esa aventura que él, para disminuir el aspecto obsceno, había preferido nombrar «verdadera».
Y le pareció que este fuese el verdadero remordimiento, no el hecho que él, viejo, se hubiese colgado de una jovencita. ¿Por qué habría sentido remordimientos si la hubiera colocado en el puesto de aquella odiosa enfermera? El viejo sonrió, con un deje de amargura, pero sonrió. ¡La jovencita eternamente a su lado! La gran angina se hubiese presentado mucho antes. No ahora porque estaba seguro que hubiera podido vivir muy cerca de la jovencita sin temor a tentación alguna. Le molestaba que continuase a asumir ese aire de sirena y esta era la razón por la que ahora no hubiera podido soportarla a su lado.
Pero antes, habiéndola amado, su obligación hubiera sido tenerla junto a él y haber mejorado su educación. Así hacían los jóvenes, mientras los viejos amaban y huían o alejaban de sí el objeto amado.
¡Qué ridículo había hecho cuando la había obligado a asistir al conteo de aquella gran suma que le ofrecía! Pero eso podía arreglarlo. Ordenó de inmediato al empleado de prepararle para el día siguiente una vistosa suma de dinero.
Podía asimismo arreglar otra cosa. Probando por ella solo un afecto paterno intentaría educarla. Se sentía con fuerzas. Solo tenía que prepararse bien antes de encontrarla. Ya no le importaba hacerle recordar aquellas estúpidas palabras con las que solía acompañar las manifestaciones de su propia corrupción. Había sido débil con ella dada su preocupación por el insensato deseo de parecer puro.
Por algún tiempo se quedó todavía a meditar en el sillón. Le hubiera sentado muy bien poder explicar a alguien las propias intenciones antes de pasar a la acción. Así en los negocios acostumbraba consultar con el procurador para tener las ideas claras de aquello que quería. Pero en este negocio dirigido por él solo no podía tener el consejo de nadie. Cierto que con su enfermera no debía hablar.
Y así es como en sus años tardíos, mi buen viejo se volvió escritor. Aquella tarde escribió solo apuntes de aquello que quería decirle a la joven. En resumen: relataba sus propias culpas sin atenuarlas. Había querido aprovecharse de ella sustrayéndose de cualquier obligación. Estas sus dos culpas. ¡Era tan sencillo escribirlo! ¿Tendría el coraje de repetirlo delante de ella? ¿Por qué no si estaba dispuesto a pagar? Pagar con dinero y pagar de persona, es decir, tutelarla y educarla. Ese lechuguino no tendría el juego tan fácil. Escribiendo salía a la superficie también aquel que tendría que haber tenido su parte en el dolor y el remordimiento del viejo.
Estos apuntes fueron escritos primero a lápiz y después copiados cuidadosamente a pluma. Los manuscritos en aquella habitación no corrían peligro porque la enfermera no sabía leer. Escribiéndolos a pluma agregó una moral más general algo aburrida y retórica. Le pareció de haber corregido y completado. En cambio había destruido. Pero esto era inevitable en un novel. En el pasado el viejo había sido un escéptico. Ahora que su enfermedad había desequilibrado su organismo se sentía propenso a la protección de los débiles y al mismo tiempo propenso a la propaganda. De repente pensó que tenía algo que decir y no solo a la jovencita.
Releyó el manuscrito y a decir verdad fue una desilusión; pero no absoluta porque creyó haber pensado bien y escrito mal. Algo que en un segundo tentativo podría ser corregido. Entretanto le parecía que esos apuntes podían servirle para la jovencita. Para él, que tantas veces desde que había abierto los ojos al juicio había tenido que escuchar prédicas de moral, aquella cosa no funcionaba. La jovencita podría estar cansada de muchas cosas de este mundo, pero no de moral. Es probable que las palabras que había escrito sintiéndolas pero que ahora, leyéndolas, no sentía más, la conmovieran.
También esa noche fue inquieta pero no desagradable. El insomnio prolongado es siempre algo delirante. No todas las células permanecen despiertas. Ciertas realidades desaparecen y aquellas que permanecen despiertas se desarrollan sin freno. El viejo sonreía a sí mismo como si de un gran escritor se tratara. Sabía que tenía algo para decirle al mundo, solo que en ese duermevela no sabía bien qué cosa. Sin embargo, era consciente de estar medio dormido y que llegarían el día y la luz a completar su mente.
Cuando finalmente, hacia el amanecer, se durmió, tuvo un sueño que comenzó bien y terminó mal. Él se encontraba en medio de una multitud de hombres dispuestos en círculo sobre la gran plaza de armas. Presentaba a la joven vestida con sus harapos de colores y todos lo aplaudían como si de él hubiera dependido su belleza. Después ella se agarraba a un trapecio a su vez sujeto a un trole caminaba en círculo justo sobre toda esa gente. Y así como pasaba le acariciaban las piernas. Él, ansioso, también esperaba esas piernas para acariciarlas, pero no llegaban y cuando lo hicieron ya no lo necesitaba. Y toda esa gente se puso a gritar. Era una sola palabra pero no la entendió hasta que él mismo no fue arrastrado a gritarla. Se oía: ¡Ayuda!
Se despertó cubierto por un sudor frío: la gran angina lo crucificaba sobre la cama. ¡Se moría! La muerte, en la habitación, estaba representada tan solo por un batir de alas. Era la muerte misma que había penetrado en él junto a la espada venenosa que se arqueaba en su brazo y en su pecho. Era todo dolor y todo miedo. Más tarde pensó que a su desesperación hubiese colaborado también el remordimiento por el sueño sucio. Pero en el gran dolor podía entender todos los sentimientos que en vida le habían ofuscado el alma y, por consiguiente, su aventura con la jovencita.
Cuando el dolor y el miedo desaparecieron reflexionó nuevamente acerca de aquella suya suprema preocupación. Tal vez creía que esa reflexión lo ayudaría a curarse. ¡Cuán importante era aquella jovencita en su vida! Por su causa se había enfermado. Ahora ella lo perseguía en sueños y lo amenazaba de muerte. Era más importante que todos y que todo en su vida. Incluso aquello que despreciaba en ella era importante. Por eso esas piernas que en la realidad lo habían indignado, en el sueño lo habían corrompido. En el sueño ella había aparecido vestida de harapos pero las piernas eran las mismas del día anterior: vestidas con medias de seda.
Vino el médico con sus prescripciones habituales y su habitual calma confiada, inalterable porque la angina de pecho solo le concernía a él en cuanto a la cura se refiere. Declaró que este sería el último asalto, que el gran dolor era incluso un síntoma favorable dado que en los organismos marchitos nunca se producen grandes dolores; y además, se aproximaba la buena estación. Era cierto que la guerra estaba a punto de terminar y que el viejo habría podido ir a cualquier buen sitio de cura.
La enfermera no olvidó informar al médico de la visita que el viejo había recibido el día anterior. El médico, sonriendo, sugirió no aceptar más visitas de esa índole hasta tanto él no lo autorizara.
Con firmeza viril el viejo rechazó la prohibición. Se trataba de curarlo sin prohibirle nada. Esa visita no podía haberle hecho daño y se resentía tomando esa suposición como una ofensa. Más tarde llamaría a la jovencita y la vería con frecuencia. Si el médico quería, podría comprobar que aquellas visitas no lo dañaban en absoluto.
Semejante comportamiento por parte del viejo aquel día, después de tanto sufrimiento, era la manifestación de una grande, verdadera nobleza. Sentía que daba una prueba de fuerza. Los demás no podían saber que la gran angina no había sido la aventura más importante de aquella noche. Su vida no podía desarrollarse entre cama y camastro como hasta ahora. Tenía que devenir más intensa y más extensa porque su pensamiento no podía limitarse a girar en torno a su propia personita. Su intención era seguir con las prescripciones del médico, pero creía saber también algo más que era importante para su curación y que no quería decirle al médico.
El médico no discutió porque de buen practicón que era no creía que la discusión fuese una buena cura.
El cese de un gran dolor implica una gran felicidad y el viejo vivió durante aquel día. La libertad de moverse y de respirar es un verdadero gozo para quien ha sido privado de ello, aunque solo sea por un instante. Incluso encontró, ese mismo día, tiempo para escribir a la jovencita. Le enviaba el dinero que le había destinado desde el día anterior y le avisaba de otros envíos en días sucesivos. Le rogaba que no viniese hasta tanto él no la llamara dada su enfermedad.
Ahora sabía que amaba a la niña de los harapos de colores y que la amaba como a una hija. La había poseído en la realidad y la había poseído en el sueño, es más, en los dos sueños. En ambos sueños, el viejo se reafirmaba a sí mismo al no saber que los sueños se hacen de noche y se completan durante el día; se había producido un gran dolor quizá a causa del mal padecido, el de la compasión. Así el destino de la jovencita al que él había colaborado. Por su culpa había ido por las vías con la campanita de advertencia bajo el pie, en el tranvía, deslizándose hacia un círculo, para ofrecerse a los ojos y a las manos de los hombres. Y no importaba que la jovencita que el día anterior había venido a su encuentro, no hubiera sabido despertar en su ánimo ningún sentimiento de compasión o de afecto. Ella, ahora, era así, y había que salvarla cambiándola en modo de hacerla volver a la buena, querida niña, que ¡desafortunadamente!, había sido suya, y ahora amaba por su debilidad que pedía caricias y protección.
¡Cuánta felicidad le derivaba de tal propósito! Una felicidad que invadía cada fibra suya pero modificaba cada cosa y cada persona, incluso a su enfermera, como así también la propia enfermedad que creía poder combatir.
El día siguiente llamó al escribano y testó de modo que fuera de algunos legados que le parecieron importantes, pero exiguos en confronto con su patrimonio, legó todo cuanto poseía a la jovencita; de modo que ella al menos no tendría más necesidad de venderse.
La educación de la joven comenzaría cuando él, después de haberse tranquilizado, fuera capaz de dársela. Empleó algunos días en rehacer los apuntes extendidos el día anterior y que debían servir de base a las prédicas que quería hacerle a la jovencita. Después, no sintiéndose satisfecho, los destruyó. Entonces ignoraba donde estaba el error cometido por ambos que le había procurado a él la enfermedad y a ella la corrupción. No se trataba del hecho de no haber pagado adecuadamente el amor o de haber abandonado a la joven lo que tenía que pesarle. Se había equivocado cuando al acercarse a ella de ese modo. Ese era el error que había que estudiar. Por consiguiente, comenzó a redactar nuevos apuntes sobre las relaciones que debían y podían desarrollarse entre jóvenes y viejos. Sentía no tener derecho de prohibir el amor a la jovencita. El amor, para ella, podía aún ser moral, pero era necesario prohibirle todo amor desordenado y antes que nada el amor con viejos. En sus apuntes, durante algún tiempo trató de colocar, junto a los viejos, a aquel lechuguino del paraguas mientras siguiera presente en su memoria. Esto le complicaba la tarea y rendía sus apuntes menos seguros y directos. El petimetre después desapareció de aquellos apuntes y quedaron solos, frente a frente, el viejo y la joven.
El tiempo pasaba y él no se sentía preparado para llamar a la jovencita. Había escrito mucho, pero era imprescindible poner orden en aquellos apuntes a fin de que estuvieran a mano en el momento necesario. Cada semana le hacía llegar a la joven, por medio de su empleado, una cierta cantidad y le escribía que todavía no se encontraba lo bastante bien como para recibirla. El buen viejo creía decir la verdad y era cierto que del todo bien no estaba, pero tampoco se encontraba peor que después del último ataque. Pero ahora tendía a la salud absoluta del hombre operoso y aquella todavía no había llegado.
Se sentía mejor porque en él había renacido la confianza. Dicha confianza por un tiempo aumentó continuamente en directa relación con su apego a la vida, es decir a su trabajo. Cierto día, releyendo cuanto había escrito, surgió en el viejo la teoría, la pura teoría por la cual tanto la jovencita como él eran eliminados. Es más, la teoría nació gracias a estas dos eliminaciones. La jovencita que recibía de él solo dinero pronto perdió toda importancia. Las impresiones más fuertes terminan por dejar en el ánimo solo un ligero eco que no se percibe si no se busca, y en aquellos momentos el viejo, del recuerdo de la jovencita que había amado y que ya no existía, sentía surgir un coro de voces juveniles que pedían ayuda. En cuanto a él, después de la teoría, cambió de aspecto por una doble metamorfosis. Primero devino en algo muy distinto de aquel viejo egoísta que había corrompido a una jovencita por gozar de ella y no pagarle, porque se veía confundido con esos otros miles que de buen grado hubieran hecho o hacían la misma cosa. No era posible sufrir. La suya se hallaba junto a miles de otras mentes cándidas que bajo ese candor compartían la misma malicia. ¡Él, por tanto, devino otra cosa que todos los demás! Era el alto, el puro teórico limpio por su sinceridad de toda malicia. Y era una sinceridad fácil porque no se trataba de confesar, si no de estudiar y de descubrir.
No escribía más para la joven. Tendría que haberse rebajado para ser entendido por ella y no valía la pena. Él creía escribir para la generalidad e incluso para el legislador. ¿Acaso no buscaba una parte importante de las leyes morales que, según él, tenían que regir el mundo?
Era inconmensurable la confianza derramada en su ánimo por el trabajo. La teoría era grande y por ello no podía morirse sin haberla terminado. Le parecía no tener que apurarse. Una potencia superior vigilaría a fin de que él pudiese llevar a término una obra tan importante. Escribió el título con su letra bella y grande: De las relaciones entre vejez y juventud. Después, cuando se dispuso a escribir el prefacio, pensó que para la publicación tendría que hacer diseñar una buena viñeta ilustrativa del título. No encontró el modo de reproducir el interior del tranvía con la jovencita pisando el freno y un viejo que la arranca del trabajo. Era difícil, aun para el mejor dibujante, expresar la idea con aquellos elementos. Después tuvo una inspiración (ni siquiera eso le faltaba): la viñeta tenía que representar un niño de diez años llevando a un viejo borracho. Así pues, llamó a un dibujante para que realizara el diseño de inmediato. Recibió un borrón que rechazó y dijo que cuando se sintiera bien iría él mismo a la ciudad a buscar un diseñador capaz de atender su caso.
En la buena estación que ya había llegado, el viejo se ponía a escribir desde muy temprano. Dejaba después de buen grado la escritura para someterse a las curas habituales sin que ello significara interrumpir su trabajo. Nada podía torcer su pensamiento que caminaba y evolucionaba de continuo. Después seguía escribiendo hasta la hora del almuerzo. A ello seguía una horita de sueño sobre el sillón; un sueño tranquilo sin sueños y regresaba a su mesa donde seguía escribiendo y meditando hasta la hora de su paseo diario en coche. Iba a Sant’Andrea acompañado de su enfermera o, a veces, al médico. Daba unos cuantos pasos por la playa. Miraba el horizonte donde el sol tramontaba, con una mirada diferente –eso le parecía– de aquella que había tenido en el pasado para las bellezas de la naturaleza. Sentía estar más íntimamente ligado a ella ahora que meditaba sobre grandes problemas que antes cuando se dedicaba a los negocios. Y miraba el mar colorido y el cielo terso asociándose en cierto modo a tanta pureza porque se sentía digno.
Después cenaba y pasaba una horita a complacerse del propio trabajo releyendo las páginas que se iban acumulando en un cajón del escritorio. En su cama pura, acompañado de su teoría, dormía un sueño sereno. Cierta vez soñó con la querida jovencita vestida de harapos colorados sin que regresara aquella otra de las medias de seda. Hablaron en alemán que ella manejaba de forma inteligible. Nada de excitante esa vez y que le pareció una prueba fehaciente de su recobrada salud.
Le hubiera gustado tener a alguien junto a él a quien poder leerle su obra y controlarla sobre su propia viva voz y frente a la mirada de otro. Pero esta facilidad no estuvo a su alcance. Sabía, con la práctica ya adquirida como escritor, como la teoría fuese insidiada por un gran peligro: el de alejarse de la línea que le era asignada por la realidad. ¡Cuántas páginas no fueron sacrificadas porque en ellas se había dejado seducir por el sonido de las palabras! A modo de ayuda había descrito en una carpeta, que tenía siempre delante, el punto de partida: el viejo está hecho de tal modo que la potencia de que dispone puede llegar a ser dañosa para el joven que, solo, es importante para el advenir de la humanidad. Es necesario ponerlo sobre aviso acerca de esto. Visto que retiene la potencia conquistada durante su larga existencia es necesario que la ponga al servicio del joven. Para permanecer dentro de la verdad el moralista se refería después exactamente a su propia aventura: había que conseguir que el viejo no deseara a la jovencita sobre aquel tranvía sin por otra parte desoír el pedido de ayuda expresado por la bella joven. De otro modo la vida ahora apasionada y corrupta se volvería pura pero de hielo.
Seguían muchos signos de exclamación para señalar la dificultad del cometido que el moralista se imponía. ¿Cómo si no se hubiera podido probar a los viejos, que era su deber ocuparse de aquellas niñas como si fueran hijas –si estuviera permitido–, si se las tomara como amantes? La práctica enseñaba que los viejos estaban dispuestos de corazón a hacerse cargo solo de aquellas jóvenes que ya habían sido sus amantes. Hacía falta probar que no era necesario pasar por el amor para llegar a al afecto.
El pensamiento del viejo tocaba la misma tecla: hasta aquí sonreía puesto que retenía que por como procedía la investigación metódica llegaría a ver más claro los particulares del problema.
Intentó asociar a su trabajo a la enfermera. No le pediría algo más que se quedara a escucharlo. Pero a sus primeras palabras se puso furiosa:
—¿Todavía sigue ocupándose de ésa?
Era evidente que toda teoría moría estrangulada si comenzaba con designar como ésa a la jovencita que era la verdadera madre de la misma.
Acto seguido lo intentó con el doctor. Su teoría parecía gustarle. El doctor constataba una mejoría en el estado del viejo y por tanto no podía si no aceptar como buena aquella teoría que suponía útil. Pero le era difícil aceptarla en sí. Siendo también él un viejo, encontrándose en buena salud, miraba la vida con el vivo deseo de la persona inteligente y no admitía ser excluido de ninguna de sus manifestaciones.
—En el fondo —le dijo al viejo— quieres atribuirnos una importancia demasiado grande. No somos en absoluto tan seductores. —Y miraba al viejo y después a sí mismo en el espejo.
—Sin embargo, seducimos —dijo el viejo seguro de su experiencia.
—Cuando nos pasa no está nada mal —observó el doctor sonriendo.
También el viejo intentó sonreír, pero fue una mueca. No ignoraba que se trataba de algo muy malo.
El doctor recordaba entonces que ante todo era médico y cerraba la discusión alrededor de la teoría, es decir la medicina a la que él mismo atribuía una importancia. Quiso incluso ayudar con la teoría, colaborar, pero era natural que donde él tocaba destruía los fantasmas del viejo:
—Si quieres —le dijo— yo te consigo una obra titulada El viejo. A la vejez, lamentablemente, se la considera como una enfermedad; aunque no de larga duración.
—¿Una enfermedad? —redarguyó el viejo—. ¿Enfermedad una parte de la vida? ¿Y qué cosa sería entonces la juventud?
—Creo que ni siquiera ella sea la absoluta salud —dijo el médico—, pero es otra cosa. La juventud se enferma muy seguido, pero usualmente son enfermedades sin complicación. Y esto debe también tener algún significado.
—Eso solo significa que el viejo es débil. Y por supuesto —gritó victoriosamente—, nada más que un joven debilitado.
Este descubrimiento pasaba a formar parte de su teoría que así tanto se beneficiaba.
»Por tanto, y para que su debilidad no se convierta en enfermedad necesita de una moral bien sólida. —La modestia le impedía decir que dicha moral era lo que su obra propondría, pero lo pensó.
Este encuentro tan provechoso con el doctor tendría que haberlo alentado a tener otros. Pero un día el doctor traicionó tan claramente su íntima fe, que el viejo comprendió que entre ellos dos no había ningún punto de contacto.
En el curso de sus elucubraciones, cierto día el viejo se enfrentó a tener que analizar cuáles derechos correspondían a los viejos respecto de la juventud. ¡Dios mío! La Biblia no está en absoluto escrita en vano. ¿Debía la juventud obediencia a la vejez? ¿Respeto? ¿Afecto?
El doctor se puso a reír y cuando se reía le gustaba revelar lo más íntimo de su pensamiento.
—¿Obediencia? Inmediata porque no hay que hacer esperar a los viejos. ¿Respeto? Todas las jovencitas de Trieste de rodillas para que sea más fácil elegir. ¿Afecto? De aquel bueno y sólido, brazos al cuello o en otro sitio y boca sobre boca.
En conclusión, que el pobre viejo no tenía suerte y no encontraba su alma gemela. Él no sabía que al médico le faltaba la experiencia de la gran angina y que por consiguiente no era tan viejo como él.
También esa discusión tuvo un efecto, pero negativo. Varias de las páginas escritas fueron puestas en cuarentena, dentro de otra en blanco donde escribió: «¿Qué cosa debe la juventud a la vejez?».
A veces la teoría se embarullaba y resultaba difícil proceder. Entonces el viejo se sentía muy mal. Había guardado el trabajo pensando que un breve reposo le devolvería la claridad que le faltaba, ¡pero qué vacíos transcurrían los días! De súbito la muerte estaba más cerca. Ahora el viejo tenía tiempo para sentir la pulsación incierta del propio corazón y asimismo propio respiro cansado y rumoroso.
Fue en uno de esos períodos que envió a alguien a pedirle a la jovencita que viniera a verlo. Esperaba sería suficiente haberla visto para sentir renovado el propio remordimiento que era el principal estímulo para escribir. Pero ni siquiera de esa parte le llegó la ayuda esperada.
La jovencita seguía desarrollándose. Elegantísima como la vez anterior era evidente que había esperado ser recibida con besos. El viejo no fue muy severo esta vez y no por vergüenza, sino porque el importaba poco. En estos momentos él amaba a toda la juventud, hombres y mujeres, incluida la jovencita vestida de harapos y para nada esta muñequita tan orgullosa de sus propios vestidos como para hablar mirándose al espejo.
Sin embargo, se había desarrollado de tal manera como para quejarse que el dinero ya no le bastaba y pedía un aumento de la paga.
Aquí el viejo sacó a relucir su propia experiencia en los negocios.
—¿Por qué crees que yo te deba tanto dinero? —preguntó sonriendo.
—¿No fuiste tú quien me sedujo? —preguntó la pobre jovencita que debía haber sido aconsejada por alguien.
El viejo permaneció calmo. Desafortunadamente el reproche no le daba ni frío ni calor. Discutió y dijo que el amor se hacía entre dos y que por su parte no había habido ni violencia ni astucia.
Ella no tardó nada en dejarse convencer y no insistió. Probablemente estaba arrepentida y molesta por haber hablado de ese modo, ella, desde siempre empeñada en no aparecer como interesada.
Él, para hacer de ella algo mejor y esperando sentir al menos algo de la antigua emoción, le contó que la había incluido en su testamento.
—Lo sé y te lo agradezco —dijo ella.
El viejo no manifestó la extrañeza sentida ante el reconocimiento acerca de su testamento, algo supuestamente secreto y aceptó su agradecimiento.
Ese encuentro lo desilusionó tanto que se propuso rehacer el propio testamento para incluir en él a alguna sociedad de beneficencia.
No hizo nada al respecto porque los teóricos son personas muy lentas cuando se trata de actuar.
10
Así fue como el viejo se encontró solo de frente a su teoría.
Mientras tanto el larguísimo prefacio a su obra había sido terminado y, según él, con óptimo resultado, tanto que lo releía continuamente para recabar el estímulo que lo empujara a seguir adelante.
En aquel prefacio se había limitado a proponer la necesidad que la humanidad tenía de esa obra suya. Él no lo sabía, pero esta era la parte más fácil de dicha obra. De hecho, toda obra que entiende crear una teoría se divide en dos partes. La primera se dedica a la destrucción de las teorías preexistentes o, mejor aún, del estado actual de la cuestión; mientras que la segunda tiene el difícil cometido de reconstruir las cosas sobre nuevas bases, algo bastante difícil. A un teorizador le pasó de haber publicado en vida dos enteros volúmenes para probar que las cosas procedían mal y del modo más injusto. El mundo saltó por los aires y no se reguló ni siquiera cuando los herederos publicaron, póstumo, el tercer volumen, dedicado a la reconstrucción de las cosas. Una teoría es siempre una cosa compleja y realizándola no se intuyen de inmediato todas sus ilaciones. Surgen teorizadores que predican la destrucción de una bestia, por ejemplo, de los gatos. Se escribe, se escribe y no se realiza de súbito que gracias a dicha teoría, o como su consecuencia, pululan las ratas. Solo cuando ya es tarde el teorizador cae en la cuenta y, angustiado, se pregunta: «¿Qué haré con tanta rata?».
Mi viejo distaba todavía mucho de tales angustias. Nada más hermoso y más fluido que el prefacio a una teoría. El viejo descubría que a la juventud de este mundo le faltaba algo que la hubiese rendido aún más bella: una sana vejez que la quiera y la asista. No faltaron estudios ni meditaciones incluso para el prefacio dado que en este espacio se jugaba la comprensión total del problema. Por tanto, el viejo partía desde el principio, como en la Biblia. Los viejos –cuando todavía no lo eran tanto– habían reproducido en los jóvenes la imagen de sí mismos con gran facilidad y algún placer. Pasando la vida de uno al otro era difícil darse cuenta si la misma se había elevado o mejorado. Los siglos pasados eran demasiado breves para extraer de ellos la experiencia. Pero después de la reproducción podía haber progreso espiritual si la asociación entre viejos y jóvenes era perfecta y si una juventud sana podía apoyarse en una vejez sanísima. El objeto del libro era, por consiguiente, demostrar por el bien del mundo la necesidad de la sanidad del viejo. Según él, el futuro del mundo, es decir, la potencia de los jóvenes que harán ese futuro, dependía de la asistencia y de las enseñanzas de los viejos.
El prefacio tenía también una segunda parte. Si el viejo hubiera podido habría redactado muchas partes. La segunda intentaba probar las ventajas que a ellos les traería de una relación pura con la juventud. Con los hijos la pureza era fácil, pero de ello derivaba que no debía ser impura con los compañeros de los hijos. El viejo –si puro– viviría más sano y más tiempo, algo que, según él, redundaría en un beneficio para la sociedad.
El primer capítulo era también un prefacio. ¡Resultaba necesario describir el estado actual de las cosas! Los viejos abusaban de la juventud y la juventud despreciaba a los viejos. Los jóvenes legislaban para impedir a los viejos mantenerse en la dirección de los negocios y por su parte los viejos impedían gracias a las mismas leyes que los jóvenes pudieran ascender cuando eran demasiado jóvenes. ¿No revela esta rivalidad un estado de cosas pernicioso para el progreso humano? ¿Qué importaba la edad a la hora de designar cargos públicos?
Estos prefacios de los cuales yo proporciono solo el nudo resultaron trabajosos y costaron no poca salud al pobre viejo durante meses. Después siguieron otros capítulos cuyo desarrollo resultó bastante fácil y no lo afligieron pese a su estado de debilidad: los capítulos polémicos. Uno fue dedicado a negar que la vejez fuese una enfermedad. Al viejo le pareció haberse sentido feliz en ese capítulo. ¿Cómo se podía pensar que la vejez, no siendo otra cosa que la continuación de la juventud fuera una enfermedad? Tenía que haber intervenido otro elemento para mutar la salud en enfermedad; este elemento el viejo no sabía encontrarlo.
Además, según el propósito del viejo, la obra hubiera tenido que dividirse en dos partes. Una debía tratar acerca de cómo la sociedad tendría que organizarse para tener a sus viejos sanos y la otra referida a la organización de la juventud para regular sus relaciones con la vejez.
Aquí, sin embargo, el viejo veía su tarea interrumpida a cada rato por la invasión de los roedores. Antes hice referencia a aquellas páginas que habían sido guardadas hasta tanto no se decidiera retomarlas toda vez que ciertas dudas se hubiesen aclarado. Se sumaron a aquella carpeta muchas otras.
Asimismo, recordaba de continuo que el dinero había tenido una parte importante en su aventura con la joven. Durante algunos días escribió que el dinero –que por lo general pertenece a los viejos– debía ser secuestrado a fin de impedir su uso para corromper, y es significativo que pasaron tantas horas antes de que se diera cuenta de cuan doloroso hubiera sido para él verse privado de su dinero. Y entonces dejó de escribir sobre el asunto y repuso dichas carpetas a la espera de nuevas iluminaciones.
Otra vez pensó describir como desde la escuela primaria se debería recordar que el objeto de la vida es llegar a ser un viejo sano. La juventud cuando peca no sufre y no hace sufrir tanto. En consecuencia, el pecado del viejo equivale a dos pecados juveniles. Y pecado aparte es el ejemplo que da. Por tanto, según el teorizador, desde el vamos habría que estudiar para realizarse como un viejo sano. Acto seguido le pareció que el camino hacia la virtud no estuviese bien señalado. ¿Si el pecado del joven tenía tan poca importancia, dónde se podía comenzar la educación del viejo? Y en el folio superpuesto a aquellas carpetas anotó: «A estudiar cuándo debe comenzar la educación del viejo».
En otras páginas el viejo se esforzó en probar que para tener una vejez sana había que rodearla de jóvenes sanos. El sistema de acumular carpetas en vez de destruirlas favorecía las contradicciones en las que el autor incurría sin darse cuenta. Las últimas páginas dejaban traslucir una cierta ira del autor contra la juventud. Todo sumado era cierto que si la juventud fuese sana la vejez no podría pecar. Su mayor fuerza física la protegía de atentados. Sobre el folio que envolvía tanta filosofía se leía: «¿Por quién ha de comenzar la moral?».
Y el viejo siguió acumulando sus dudas creyendo que fabricaba algo. Una lucha superior a sus fuerzas, que, al llegar el invierno, permitió al médico confirmar una ulterior decadencia física del paciente. De sus preguntas dedujo que la teoría que tanto bien había hecho ahora hacía mal.
—¿Por qué no cambias de argumento? —le preguntó—. Deberías archivar ese trabajo y dedicarte a cualquier otra cosa.
El viejo no quiso franquearse y aseguró que con esos trabajitos iba pasando el tiempo. Temía el ojo del crítico, pero pensaba que ese temor habría cesado al término de la obra.
La intervención del médico esta vez no tuvo un buen efecto. El viejo se dispuso a concluir la obra resolviendo una duda tras otra y retomó el examen de aquello que a la vejez le corresponde de parte de los jóvenes. Escribió durante varios días, siempre más agitado, y durante otros tantos permaneció sentado a la mesa leyendo y releyendo cuanto había escrito.
Envolvió nuevamente las nuevas y las viejas carpetas en un paquete donde figuraba la pregunta a la que no sabía responder. Después, angustiado, escribió varias veces debajo de aquella la palabra: «¡Nada!».
Lo encontraron, seco, con la pluma en la boca por donde había pasado su último suspiro.
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Nota · Este cuento fue previamente publicado en:
Medialuna de grasa · Objetos ficcionales N.º 7. Buenos Aires, Cerrutti · Editor, marzo 2019.
Título original: Il buon vecchio e la bella fanciulla.