Giovanni Verga · La Barberina de Marcantonio. Traducción: Nahuel Cerrutti.
Hace años, cuando Barbara, huérfana, se casó con Marcantonio, molinero, pareció que hubiese ganado el premio gordo. Paciencia con los cuarenta años del esposo, pero su primera mujer le había dejado el molino y una huertita que se asomaba a las ventanas, un mes al año, con el verde de las plantas y otros bienes de Dios.
Marcantonio se había casado con la huérfana por hacer una buena acción después de la muerte de la difunta y desterrar la melancolía que parecía fija en la casa con el rumor de aquella rueda que giraba siempre, noche y día, con el torrente encerrado en medio de un cañón oscuro, que era todo cuanto se oía por aquellas soledades. Amigos y parientes fueron invitados a la boda; la fiesta se hizo en el pradillo delante del molino y hubo brindis por todo lo alto, a la esposa que era fina y blanca como la harina de primera calidad, y al molinero, que entonces estaba en forma, le costó cincuenta monedas austríacas aquella alegría, cuando en el Véneto todavía circulaban esas monedas y los austríacos.
Solo Moccia que tenía mal vino se dedicaba a predicar:
—¡Quién vaya por allí se arrepentirá!
Enseguida vino la procesión de hijos que no terminaba nunca. Barberina enflaquecía con las tareas de madraza, consumida y pálida, en la tristeza de aquel agujero sin verde y sin sol. Sin embargo, no perdía el ánimo, y era el brazo derecho del molino decía su marido. Corría la voz que de su mamá había enfermado de tuberculosis. Lo cierto era que los hijos, todos los que hacía, se le morían pronto, casi que faltara el aire en aquel foso. El médico indicaba que era húmedo y malsano. ¿Qué podían hacer? Esa era su casa y la totalidad de los bienes. Además, en mayo las ramas reverdecían, y arriba, por la cuesta, frente a las ventanas despuntaban unas florcitas amarillas y rojas. Bárbara llevaba a sus hijos colgados del cuello a gozarse el sol.
Pero igualmente morían. Solo ella no moría, y continuaba a hacer hijos como un castigo de Dios, envejecida y esqueletizada como si fuese la muerte quien pariera. El doctor hacía lo suyo llamando aparte a Marcantonio para ponerlo de vuelta y media. El otro respondía, mordiéndose las manos:
—¿Qué puedo hacer? ¡Esta es la voluntad de Dios!
Cuando finalmente Dios lo quiso, Barbara terminó por dar a luz una última niña, como si no le quedara más sangre en las venas y se lo hubiera dado todo a la hijita. Parecía haberse adormecido, y esa noche estaban solos en el molino mientras el viento y la lluvia querían llevárselo.
La niña creció fina y delicada y la llamaron Barberina como la madre.
—¡Igual que ella, mi buena alma! —exclamaba Marcantonio.
A los dieciséis años ya era una mujercita, delgada y pálida igual que su mamá, y buena ama de casa como ella. Al papá que iba muy por delante con los años, le ponía la vejez entre algodones. Se veía que el Señor se la había dejado para suplir a la buena alma que estaba en el paraíso, y con ese tesoro en casa Marcantonio no tenía necesidad de casarse por tercera vez.
Pero la Barberina de la mamá también tenía la vida corta. Al principio del invierno comenzó a toser y a escupir sangre a escondidas. El médico, que reconocía a la madre en la hija, concluyó:
—¿No se lo había dicho? Tiene el mal de su madre—.
Y aquel día Marcantonio lloró a escondidas también él.
No obstante, como la enfermedad evolucionaba lentamente, poco a poco ambos se acostumbraron y no pensaban más en ello. Cuando a la muchacha le volvía la fiebre o tosía más de lo habitual, se preguntaban si se había enfriado, si sus manos estaban mojadas u otros motivos similares y ni siquiera llamaban al médico.
Al término del verano, una tarde que diluviaba como en marzo, llegó Moccia, ahora viejo también él, que de tanto en tanto, cuando estaba por esos lugares, se pasaba por el molino. Contó que en el bajo, los campos estaban anegados.
Barberina, que desde hacía tiempo no dejaba la cama y no dormía, exclamó:
—¡Pobrecitos!
—Y ustedes —agregó Moccia—, si continúa lloviendo y la riada aumenta harían bien en irse.
Marcantonio, con el corazón palpitante por la hija que no podía moverse, respondió que el río estaba lejos y no había peligro.
Después Moccia se fue y él lo acompañó con la lámpara.
—Sabe —le dijo Moccia—, me parece que hoy Barberina está realmente mal.
—¿Papá —preguntó Barberina—, qué te dijo Moccia?
—Dice que la crecida es grande, pero no te preocupes. Todo lo más, si también crece el torrente, desmontaré la rueda.
Más tarde, la rueda se paró sola, y Barberina, que tenía el sueño ligero de los enfermos, llamó a su papá. Marcantonio tomó la lámpara y bajó por la trampilla. Abajo el agua negra borboteaba y brillaba allí donde daba la luz. Barberina, al ver a su papá subir pálido y alterado, preguntó:
—¿Qué pasa papá?
—La crecida —respondió esta vez Marcantonio.
—¡Oh, pobres de nosotros, con todo el grano allí abajo! ¿Y la casa? ¡Y yo que no puedo ayudarte!
Marcantonio pensaba justamente en ella, que no podía moverse.
—Ahora mismo me visto y voy a ayudarte —decía la muchacha. Pero por mucho que se afanara las fuerzas faltaban, con esos brazos resecos y esos hombros puntiagudos que querían agujerear la camisa.
Por suerte volvió Moccia, que no había podido seguir adelante por la crecida, y otras almas piadosas que se acordaron de Marcantonio y de su hija moribunda ahogándose en el molino. Cuando oyó golpear la ventana, el viejo cobró ánimo.
—¡Oh, Virgen santa! ¿Qué está pasando? —exclamaba Barberina con esos ojos espantados dentro de las negras ojeras.
La sacaron por la ventana envuelta en mantas, y solo Dios sabe cómo llegó la pobrecilla.
Afuera, por todo el cañón, el agua corría negra y espumosa. Por doquier, donde pasaban con el carrito de Barberina, se veía gente en fuga y trastos a la intemperie. Sin embargo, al cruzarse, se detenían a compadecerla. Al amanecer el río se abrió hacia todos lados como un mar.
Habían levantado algunas defensas, como mejor podían, allí en el malecón abarrotado de gente y de animales, con el heno y las mantas, y ella repetía:
—¡Oh, Virgen María! ¿Qué está pasando?
—Pasa —respondió Moccia—, que el castigo de Dios nos ha caído encima. ¿No entendieron que vendrá el cometa?
Ella, viendo llover sobre aquellos que se guarecían apretados contra el malecón, sin pensar en sí misma, en lo poco que podía resistir, iba diciendo:
—¿Y esos pobrecitos? ¿Y si se rompe el dique? ¿Y el grano? ¿Y la casa? ¿Y el molino? ¿Y cómo harás, papá, sin mí?
—Algo para hacer sentir compasión hasta las piedras —concluyó Moccia, al verla así, en medio de toda aquella ruina.
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Nota · Esta misma traducción de Nahuel Cerrutti, del cuento La Barberina de Marcantonio, fue publicada en, Giovanni Verga: Nedda y otros cuentos. Violín de Carol Ediciones, Colección «Las máscaras de la ficción», Madrid, 2005. Nahuel Cerrutti Carol · Editor, Colección «Sueños de la ficción», Buenos Aires, 2017. Y ahora, abril de 2025, por separado, en la sección de Narrativa de este sitio: nahuelcerrutti.com