Arrigo Boito · El alfil negro. Traducción: Nahuel Cerrutti.
Quien sepa jugar al ajedrez que agarre un tablero, coloque todo en su orden delante de sí e imagine aquello que estoy a punto de escribir.
Imagínese frente a las piezas blancas un hombre del semblante inteligente; dos fuertes gibosidades aparecen sobre su frente, poco más arriba de las cejas, allí donde Gall ubica la facultad del cálculo; tiene una barba muy rubia y los mostachos recortados según la usanza de muchos norteamericanos. Está todo vestido de blanco y, aunque es de noche y juega a la luz de la candela, lleva unos quevedos ahumados y mira a través de esos cristales el tablero con intensa concentración.
Frente a las piezas negras hay un negro, un verdadero etíope, de labios hinchados, sin un pelo de barba en la cara y cabellera lanuda como una cabeza de carnero; tiene además pronunciadísimas las bosses de la astucia, de la tenacidad; no se ven sus ojos porque tiene inclinada la cara hacia la partida que juega con el otro.
Su vestimenta es tan oscura que parece vestido de luto.
Estos dos hombres de opuesto color, mudos, inmóviles, que combaten con su pensamiento, el blanco con las piezas blancas, el negro con las negras, son extraños, casi solemnes, casi fatales. Para saber quiénes son, es necesario retroceder seis horas y estar atentos a ciertos comentarios que hacen algunos forasteros en la sala de lectura del principal albergue de uno de los lugares más conocidos de aguas minerales en Suiza. Los mozos del albergue todavía no habían encendido las lámparas; el mobiliario de la sala y los individuos que conversaban, estaban como sumergidos en la penumbra siempre más densa del crepúsculo; sobre la mesa de los diarios hervía un samovar sobre una gran llama de vino espiritoso. Aquella semioscuridad facilitaba mucho la práctica de la conversación; los rostros no se veían, solo se oían las voces que discurseaban.
—En la lista de los recién llegados leí hoy el nombre bárbaro de un nativo de Morant-Bay.
—¡Oh!, ¡un negro! ¿Quién podrá ser?
—Lo he visto, milady; parece Satanás en persona.
—Yo lo tomé por un ourang-outang.
—Yo creí, cuando pasó a mi lado, fuese un asesino que se hubiera ennegrecido la cara.
—Y yo lo conozco, señores, y les puedo asegurar que ese negro en el mayor caballero de esta tierra. Si desconocen su biografía, puedo contársela en pocas palabras. Ese negro nativo de Morant-Bay fue traído a Europa cuando aún era niño por un especulador, el cual, viendo que la trata de esclavos en América era incómoda y no le rendía lo suficiente, intentó una pequeña trata de mozos de cuadra en Europa: embarcó secretamente una treintena de chicos negros, hijos de sus viejos esclavos, y los vendió en Londres, París y Madrid por dos mil dólares cada uno. Nuestro negro es uno de estos treinta mozos. La suerte quiso que cayera en manos de un viejo lord sin familia, que después de haberlo tenido cinco años detrás de su carroza, percatándose de que era honesto e inteligente, lo hizo su sirviente, después su secretario, después su amigo y, en vísperas de su muerte, lo nombró heredero de toda su fortuna. En la actualidad ese negro, que a la muerte de su lord se trasladó a Suiza, es uno de los más ricos terratenientes del cantón de Ginebra, tiene unas admirables plantaciones de tabaco y por un cierto secreto en el tratamiento de la hoja, fabrica los mejores cigarros del país; es más, miren: estos que estamos fumando vienen de sus almacenes; los reconozco por la marca triangular impresa en el medio del cigarro. Los ginebrinos llaman Tom a este negro capaz, porque es caritativo y magnánimo; sus campesinos lo veneran, le bendicen. Por lo demás, vive solo, rehúye de los amigos y conocidos; en Morant-Bay le queda un único hermano, ningún otro pariente; todavía es joven, pero una cruel tuberculosis lo mata lentamente; viene aquí todos los años a hacer la cura del agua.
»¡Pobre Tom! Su hermano a estas horas podría haber sido decapitado en la guillotina de Monklands. Las últimas noticias de las colonias hablan de una tremenda sublevación de esclavos furiosamente combatida por el gobernador británico. A ello se refiere el último número del Times: «Los soldados de la reina persiguen a un negro llamado Gall-Ruck, cabecilla de una banda de seiscientos hombres que inició la revuelta, etcétera».
—¡Dios mío! —exclamó una voz de mujer—, ¿cuándo terminarán estas luchas mortales entre blancos y negros?
—¡Nunca! —respondió alguien desde la oscuridad.
Todos se volvieron hacia el lugar del que provenía la voz. Su dueño estaba recostado sobre un sofá, con esa elegante desenvoltura que distingue al verdadero caballero, una persona que resaltaba en la oscuridad por su traje blanco.
»¡Nunca! —repitió cuando se sintió observado—. Hace tres años yo vivía en Estados Unidos y combatía por la «buena causa», también yo quería la libertad de los esclavos, la abolición de la cadena y del látigo, aunque en el sud poseyese un buen número de negros. Armé con carabinas a mis hombres, diciéndoles: «Son libres; aquí tienen un cañón de bronce, balas de plomo; apunten bien, disparen justo, liberen a sus hermanos».
»Para enseñarles tiro, había levantado un blanco en medio de mis posesiones. El blanco estaba formado por un punto negro, grande como una cabeza, dentro de un círculo blanco. El esclavo tiene un ojo agudísimo, el brazo fuerte y firme, el instinto de la emboscada, en pocas palabras todas las cualidades del buen tirador, pero ninguno de aquellos negros daba en el blanco, todos los disparos salían desviados.
»Un día, el capataz de los esclavos, me dio en su lenguaje figurado y fantástico este consejo: «Patrón, cambie el color; ese blanco tiene una cara negra, póngale una cara blanca y acertaremos».
»Cambié la disposición del círculo e hice blanco el centro; entonces de cincuenta negros que tiraron, cuarenta acertaron así… —y diciendo estas últimas palabras el relator agarró una pistolita de salón que estaba sobre la mesa, miró, oscuridad permitiendo, hacia un pequeño blanco pegado en la pared opuesta y disparó. Las señoras se asustaron, los hombres corrieron hasta la llama del samovar, lo agarraron y fueron a constatar de cerca el éxito del disparo. El centro estaba perforado como si se hubiese tomado la medida con el compás. Todos miraron estupefactos a aquel hombre, que con una exquisita cortesía se disculpó con las damas por la explosión repentina, y agregó—: Quise terminar con una imagen un tanto fragorosa, de lo contrario no me habrían creído.
Ninguno se atrevió a dudar de la verdad del relato. Después continuó:
»Pero combatiendo por la libertad de los negros, me convencí que no son dignos de tenerla. Tienen el intelecto cerrado y un instinto feroz. El gorro frigio no debe ser colocado sobre el ángulo facial del mono.
—Edúquelos —respondió una señora.
—Consumí mi vida en ello, señora. Soy una especie de Diógenes del Nuevo Mundo: busco al hombre negro, pero hasta ahora no encontré más que a la bestia.
En ese momento apareció por la puerta un mozo con una gran lámpara encendida; toda la sala se iluminó en un instante. Entonces se vio en un ángulo, sentado, inmóvil, a Tom. Nadie sabía que él estuviera en la sala, la oscuridad lo había escondido; cuando se dieron cuenta se produjo un largo silencio. Las miradas de los presentes pasaron del negro al estadounidense. Éste se levantó, le dijo algo al oído al mozo y volvió a sentarse. El silencio proseguía. El mozo regresó con una botella de jerez y dos vasos. El norteamericano llenó hasta el borde ambos vasos, tomó uno; el mozo se acercó al negro con el otro.
»¡Señor, a su salud! —dijo el norteamericano al negro.
—¡Gracias señor; a la suya! —respondió el negro y bebieron los dos. Su acento revelaba una gentileza indulgente y tímida y una gran tristeza. Después de aquellas cuatro palabras se zambulló nuevamente en su silencio; se levantó, fue hacia la mesa de los diarios, tomó el último número del Times y lo leyó con viva atención durante diez minutos.
El norteamericano, que buscaba un pretexto para retomar el diálogo, se dirigió al ángulo donde estaba Tom, y le dijo con delicada cortesía:
—Ese diario no trae nada alegre para usted, señor; ¿podría proponerle una distracción alternativa?
El negro dejó de leer y se levantó con digno respeto delante de su interlocutor.
»Entretanto permítame que le dé la mano —continuó el otro—. Me llamo Giorgio Anderssen. ¿Puedo ofrecerle un habano?
—No, gracias; el humo me hace mal.
Entonces el norteamericano, tirando el cigarro que tenía en los labios, le hizo una nueva pregunta:
—¿Puedo invitarlo a una partida de billar?
—No conozco ese juego; se lo agradezco, señor.
—¿Y una partida de ajedrez?
El negro titubeó, después dijo:
—Sí, eso lo acepto con mucho gusto.
Se acercaron a una pequeña mesa de juego que estaba en el lado opuesto de la sala; tomaron dos sillas, se sentaron el uno frente al otro. El norteamericano tiró las piezas sobre el tapete verde de la mesita para distribuirlas ordenadamente sobre el tablero. El tablero era un trasto cualquiera con cuadrados de madera toscamente incrustados, pero las piezas eran verdaderos objetos de arte. Las piezas blancas eran de marfil finísimo, las negras de ébano; el rey y la reina blancas llevaban en la cabeza sendas coronas de oro, el rey la reina negras las llevaban de plata; las cuatro torres se sostenían sobre cuatro elefantes como en los antiguos juegos persas. El trabajo sutil hecho sobre estas piezas la volvía fragilísimas. Con el golpe sufrido cuando el norteamericano las volcó sobre la mesita, el alfil negro se rompió.
—¡Pecado! —dijo Tom.
—No es nada —respondió el otro—, se arregla rápido.
Se levantó, fue al escritorio, encendió una vela, tomó un trozo de lacre rojo, lo calentó, encastró a la buena de Dios los dos fragmentos del alfil, los pegó y devolvió al compañero la pieza rehecha. A continuación dijo riendo:
»¡Ya está! ¡Si se pudiese recomponer así la cabeza de un hombre!
—Hoy en Monklands hay muchos que lo necesitarían —respondió, tétrico, el negro.
El acento de esta frase provocó en el norteamericano una impresión de estupor, de compasión, de ofensa, de horror.
Tom prosiguió:
»¿Con qué color juega, señor?
—No tengo predilección por ninguno.
—Si le es indiferente, tomemos cada uno el nuestro. A mí las negras, si me permite.
—Y las blancas para mí, excelente. —Y colocaron las piezas en sus respectivas casillas.
Se ayudaban recíprocamente con igual caballerosidad en la ordenación de sus respectivas piezas; el negro, cuando podía, colocaba en su lugar algún peón blanco, el blanco devolvía la cortesía ubicando en sus lugares algunas piezas negras. Cuando las alineaciones estuvieron completas, Anderssen dijo:
—Le advierto que soy muy bueno; ¿me permite darle la ventaja de alguna pieza, de una torre por ejemplo?
—No.
—¿De un caballo?
—Tampoco. Me gustan las armas iguales incluso cuando las fuerzas no lo sean. Aprecio su gentileza pero prefiero jugar en igualdad de condiciones.
—De acuerdo. A usted el primer movimiento.
—A la suerte. —Y el negro encerró en un puño un peón negro y en el otro uno blanco; después le pidió al norteamericano que adivinara.
—Éste.
—A las blancas el primer movimiento. Comenzamos.
Entretanto las personas que estaban en la sala se habían acercado una a una a la mesa de juego.
Entre los presentes había quienes conocían a Giorgio Anderssen como uno de los más célebres jugadores de ajedrez de Estados Unidos y por tanto tenían un particular interés en la escena que estaba a punto de comenzar. Giorgio Anderssen, originario de una noble familia inglesa emigrada a Washington, se había hecho casi millonario jugando al ajedrez. Todavía joven había vencido a Harwitz, Hampe, Szen y a todos los más sabios jugadores de la época. Este era el hombre que se medía con el pobre Tom. Antes que Anderssen tuviera tiempo de mover su primer peón, el negro tomó de su derecha la candela que había quedado encendida sobre la mesa de juego y la colocó a su izquierda. Anderssen notó ese movimiento y pensó maravillado: «Este hombre seguramente leyó la Repetitio de Arte de Axedre de Lucena y sigue el precepto que dice: “Si juega de noche a la luz de una candela, póngala a su izquierda; sus ojos estarán menos molestos por la luz y tendrá una gran ventaja sobre el adversario”», y pensando en ello, sacó sus anteojos ahumados y se los plantó sobre la nariz; a continuación inició la partida. Luego se volvió hacia aquellos que lo rodeaban y dijo con alegre desenvoltura:
—Los primeros movimientos del juego son como las primeras palabras de una conversación, se asemejan siempre, son así: peón blanco, dos pasos; peón negro, dos pasos; después gambito de rey, etcétera, etcétera.
Y así, charlando distraídamente, hizo el segundo movimiento y llevó adelante dos pasos el peón de rey, esperando que el adversario lo tomase con el suyo. El negro no tomó el peón, pero en cambio, con un movimiento menos habitual defendió el peón colocando su alfil de rey sobre la tercera casilla de la reina. Anderssen se quedó algo sorprendido y pensó: «Este hombre ahorra peones; sigue el sistema de Philidor que llamaba el alma del juego».
Después siguieron cinco o seis movimientos de apertura; ambos jugadores se exploraban el uno a otro como dos ejércitos a punto de atacarse, como dos boxeadores que se miden con la mirada antes de la lucha. El estadounidense, habituado a las victorias, no temía lo más mínimo a su antagonista; sabía además cuánto el intelecto de un negro, por educado que fuera, fuese débil como para competir con un blanco y tanto menos con Giorgio Anderssen, vencedor de vencedores. Sin embargo no perdía el mínimo gesto del enemigo; una cierta inquietud lo constreñía a estudiarlo y, sin parecerlo, lo iba espiando más en la cara que en el tablero. Había entendido desde el principio que los movimientos del negro eran ilógicos, flojos, confusos; pero había visto también que las actitudes de su frente eran profundas. El ojo del blanco miraba el rostro del negro, el ojo del negro estaba concentrado en el tablero. No habían hecho más que siete u ocho movimientos y ya aparecían como evidentes dos sistemas diametralmente opuestos de estrategia.
Las evoluciones del juego del norteamericano eran triunfales y simétricas, se parecían a los primeros avances de una gran armada que entra en una gran batalla; el orden, ese primer elemento de la fuerza, sostenía todo el juego de las blancas. Los caballos, que los antiguos llamaban los «pies del ajedrez», ocupaban el uno la extrema derecha, el otro la extrema izquierda; dos peones habían sido destinados a reforzar, a uno y otro lado, la avanzadilla formada por el peón de rey; la reina amenazaba por un lado, el alfil de rey por el otro, y el segundo alfil mantenía el centro dos pasos delante del rey y detrás de los peones. La posición de las blancas, más que simétrica, era geométrica; el individuo que disponía de tal manera las piezas de marfil no jugaba a un juego, meditaba una ciencia; su mano bajaba segura, infalible sobre la pieza, recorría el diagrama hasta detenerse sobre el punto deseado con la calma del matemático que desarrolla un problema sobre el pizarrón. La posición de las blancas atacaba todo y defendía todo; era formidable de que manera limitaba a su enemigo a un espacio restringido y, por así decir, lo sofocaba. Imagínense una muro animado que avanza y piensen que las piezas negras se encontraban arrinconadas entre el margen del tablero y este muro, poderoso, indestructible.
A veces parece que también las cosas inanimadas adquieran los comportamientos del hombre, el más frívolo de los objetos puede volverse expresivo según quien lo rodea. Ello es que las piezas de ébano que integraban la armada de las negras parecían, delante al terrífico asalto de las blancas, invadidas también ellas por trágico abatimiento. Los caballos, como espantadizos, daban la espalda al ataque, los peones, dispersos, habían perdido la alineación, el rey, que se había enrocado rápidamente, parecía llorar en su rincón el deshonor de su fuga. La mano de Tom, oscura como la noche, erraba tremebunda por el tablero.
Este era el aspecto de la partida vista desde el lado del estadounidense. Cambiemos de campo. Visto desde lado del negro, el aspecto de la misma era otro. Al sistema del orden desarrollado desde la apertura por las blancas, el negro contraponía como sistema el más completo desorden: mientras que la formación del primero era simétrica, la del segundo se aglomeraba confusamente; si aquel colocaba sus fuerzas equilibrando ataque y defensa, este aumentaba a cada paso el propio desequilibrio, el cual, dado el creciente engrosamiento de la masa, se volvía también, frente a la formación de las blancas, una verdadera fuerza, una amenaza cierta. Era la amenaza de la catapulta contra el muro del fuerte, de la carga con el ariete. A medida que la pared móvil del blanco avanzaba, el proyectil del negro se volvía más poderoso. Los dos ejércitos se encontraban al completo frente a frente; no faltaba ninguna pieza mayor ni ningún peón, y esta reserva era feroz por ambas partes. El estadounidense no advertía en el posicionamiento del negro más que una inepta confusión producto del pánico del pobre Tom, al tiempo que dicho posicionamiento le impedía un regular y decisivo asalto. Pero el negro veía algo más en aquella confusión: toda su táctica natural de esclavo, toda la astucia del etíope estaba condensada en aquellos movimientos. Ese desorden estaba hecho a regla de arte para esconder la emboscada, los peones fingían la desbandada para engañar al enemigo, los caballos fingían el desaliento, el rey fingía la fuga. Tal desequilibrio tenía un perno, la rebelión tenía un líder, el desvarío un concepto.
El alfil que Tom había ubicado desde el comienzo en la tercera casilla de la reina, era ese perno, ese líder, ese concepto. Las torres, los peones, los caballos, la reina misma rodeaban, obedecían, defendían ese alfil. Era justamente el alfil que el norteamericano había roto y arreglado; un hilo sanguino de laca le surcaba la frente y bajando por la mejilla rodeaba el cuello. Esa pieza de madera negra resultaba heroica a la vista; parecía un guerrero herido que se obstinara en combatir hasta la muerte; la cabeza ensangrentada se inclinaba ligeramente sobre el pecho con trágico abatimiento; parecía mirar también él, como el negro, el fatal tablero; parecía escudriñar de reojo al adversario mientras esperaba con estoicismo la ofensiva o meditase misteriosamente acerca de la misma. En el cerebro de Tom esa era la pieza marcada de la partida; él veía con su imaginativa y aguda fantasía ramificarse bajo los pies del alfil negro dos líneas, las cuales, hundiéndose en la madera del tablero y pasando bajo todos los obstáculos enemigos, iban a terminar como dos mechas de mina a ambos lados del campo blanco. Esperaba trepidante un solo movimiento, el enroque del rey adversario, para dar vía libre a su recóndito pensamiento. Sin ese movimiento todo su plan era un fracaso; pero era imposible que Anderssen omitiese dicho movimiento. Tom solo veía y sabía acerca de su oculta conspiración y ningún jugador del mundo hubiera podido adivinarla. A la vasta y armoniosa concepción del blanco, el negro oponía esta idea fija: el alfil marcado; a la ubiquidad ordenada de las fuerzas de las blancas, las negras oponían su farragosa unidad; al juego abierto y sano el juego oculto y maníaco. Anderssen combatía con la ciencia y el cálculo, Tom con la inspiración y la casualidad; uno hacía la batalla de Waterloo, el otro la revolución de Santo Domingo. El alfil negro era el Ogè de esa revolución.
La partida duraba ya un par de horas; eran alrededor de las nueve de la noche; algunas señoras se alejaban del tablero, cansadas de observar, para dedicarse una a cierta tarea, otra al bordado, mientras que una tercera, cargando y recargando la pistolita de la sala, se entretenía disparando al blanco.
Los dos antagonistas estaban siempre clavados en sus sitios respectivos. El estadounidense, que no veía aún el jaque mate y no entendía la selvática táctica del negro, comenzaba a aburrirse y a arrepentirse de la excesiva cortesía que lo había empujado a aquella partida. Hubiera podido terminarla a cualquier precio, hasta perdiéndola, pero su orgullo de raza se lo impedía: un blanco, un caballero no puede ser vencido por un esclavo; y además, su conciencia de gran jugador y su largo estudio del ajedrez no le permitían dar un paso no pensado de antemano.
Llegado al decimoquinto movimiento, advirtió que su rey no se había aún enrocado, alzó las manos, con la izquierda levantó el rey, con la derecha la torre, y estaba a punto de ejecutar el movimiento, cuando notó en el ojo del negro un gozoso destello de esperanza; no adivinó la razón; mantuvo las dos piezas suspendidas en el aire estudiando la situación, titubeó; el ojo de Tom seguía afanosamente, entre la alegría y el temor, los más pequeños movimientos de ambas manos, blancas como el marfil que sujetaban.
Anderssen, desconcertado, iba a devolver las dos piezas a sus lugares respectivos, cuando el negro exclamó vivamente:
—Pieza tocada, pieza jugada.
—Lo sabía —respondió en modo urbano pero seco, mientras buscaba todavía un medio para evitar el movimiento, sin explicarse el motivo; pero las piezas tocadas eran dos, ambas debían ser jugadas. El código del juego era claro y no dejaba otra posibilidad que el enroque. Anderssen optó por el enroque corto, según reza la ciencia, es decir, ubicó el rey en la casilla del caballo y la torre en la del alfil.
Después plantó los ojos en el rostro del enemigo. El negro, así como vio realizado el movimiento tan deseado y por tanto tiempo esperado, volvió a mirar con mayor intensidad que nunca el alfil marcado, y excitado por la emoción y de su naturaleza tropical, no se cuidaba ni siquiera de controlar la expresividad en sus facciones. Su mirada iba y venía entre el alfil y el rey blanco, haciendo y rehaciendo veinte veces el mismo recorrido como si quisiera abrir un surco en el tablero.
Anderssen vio esa mirada, la siguió, advirtió el alfil, adivinó todo; pero sus facciones no mostraron ni un solo indicio de aquel descubrimiento.
Por lo demás, Tom no miraba nunca al estadounidense; estaba cada vez más invadido por aquella idea fija que lo dominaba; Tom en aquella habitación no veía más que un tablero, en ese tablero no veía más que una pieza: fuera de aquel pequeño cuadrado negro y de aquella figura de ébano, no existía nada ni nadie. Con los puños cerrados, se agarraba los pelos híspidos, sosteniéndose así la cabeza, apoyados sus codos sobre el borde de la mesa; la piel de sus sienes, estirada por la presión que ejercían las muñecas, realzaba la epidermis de la frente; los párpados, asimismo extrañamente alargados hacia arriba, dejaban al descubierto en buena parte el globo opaco y blanquísimo de sus ojos. En esta posición estuvo madurando su golpe durante unos buenos cuarenta minutos, inmóvil, ávido, triunfante; luego atacó: tomó un peón al adversario y amenazó a un caballo. El norteamericano había previsto el golpe. El fuego había comenzado. A esa primera embestida correspondió otra de parte del estadounidense, que tomó el peón negro y amenazó la torre; cinco, seis movimientos se sucedieron rapidísimos, encarnizados. La verdadera lucha empezaba ahora. Fuera, a izquierda y a derecha del tablero se veían algunas piezas y otros tantos peones fuera de combate, primeros trofeos de ambos combatientes; el asalto largamente anunciado irrumpió en toda su violencia; de una y de otra parte se enralecían las filas, una pieza caída arrastraba a otra, las blancas vengaban a las blancas, las negras vengaban a las negras, una blanca tomaba y era tomada por una negra, una negra amenazaba y era amenazada por una blanca; nunca la ley del talión fue mejor glorificada.
Anderssen comenzaba también él a excitarse. Lo había previsto todo, y todo lo había combinado de antemano: apenas descubierta la trama de Tom, durante aquellos cuarenta minutos durante los cuales éste había imaginado su golpe fatal, Anderssen había captado sus intenciones y había respondido a la primera embestida con la idea de llevar al negro pieza a pieza a una posición sin duda atrayente y favorable para el negro mismo; pero quería llevarlo a esa posición a condición de su alfil fuese sacrificado. Anderssen no ignoraba que, eliminado el alfil, Tom no sabría cómo continuar.
Existen insectos que no saben rehacerse dos veces como larva, pensadores que no saben rehacer da capo un concepto, guerreros que no saben recomenzar la pugna: Anderssen pensaba algo de eso acerca de su antagonista. Llegado al pasadizo donde el norteamericano lo esperaba, Tom no vaciló un momento, renunció a la posición, sacrificó un caballo para conservar el alfil, obligó al adversario a eliminar las dos reinas y la partida mutó su aspecto completamente.
El apogeo del combate había pasado, los muertos atiborraban los lados enemigos, el tablero estaba caso vacío, a la furia épica de los ejércitos numerosos sucedía la ira suprema de los últimos supervivientes, la batalla se trasmutaba en derrota. A las blancas le quedaban dos caballos, una torre y el alfil de rey; a las negras dos peones y el alfil marcado.
Eran las once. Se hacía evidente que las negras tendrían que abandonar la partida. Los presentes, viendo el estado de la situación, saludaron a los dos jugadores y congratulándose con Anderssen, salieron de la sala y se fueron a dormir.
Se quedaron solos, cara a cara, nuestros dos personajes.
Anderssen preguntó al negro:
—¿Basta?
El negro respondió casi gritando:
—¡No! —E hizo un movimiento; después, en su agitación, quiso cambiarlo…
Anderssen lo interrumpió, diciéndole con irónica intención:
—Pieza tocada, pieza jugada.
Tom obedeció. Recayeron en el más sepulcral de los silencios. A Anderssen, la seguridad de la victoria lo hacía sentir nuevamente aburrido, la cabeza comenzaba a enervarse y el sueño a ofuscarlo.
Tom estaba siempre más despierto, siempre más conectado y siempre más apesadumbrado.
El alfil negro estaba en el centro del tablero desierto, erguido, desnudo, abandonado por los suyos; tan solo un peón permanecía a su lado para defenderlo de los ataques de la torre, el otro se había adentrado profundamente en el territorio de las blancas y tocaba la última casilla. Tom pensaba. Los candiles de la sala se oscurecían. No se escuchaba otro sonido fuera de un gran reloj que parecía medir el tiempo. Daba la medianoche cuando la última lámpara se apagó; todo el vasto local quedó iluminado por una sola candela que ardía sobre la mesa de juego. Anderssen comenzaba a sentir el frío de la noche; Tom sudaba.
El olor salvaje de la raza negra ofendía la nariz del norteamericano.
Hubo un momento en que desde el fondo del jardín se oyó cantar el bananero de Gotschalk a un forastero atrasado que volvía al albergue: Tom recordó aquella canción y una nube de lejanísimas memorias se asomaron en su pensamiento; vio un banano gigantesco iluminado por la aurora de los trópicos y entre sus ramas una hamaca que se mecía al viento, en esa hamaca dos niños negros adormecidos y la madre arrodillada que rezaba y cantaba una dulcísima nana. Permaneció así unos diez minutos, embargado por esas remembranzas, por esas visiones; cuando después volvió el silencio profundo, retomó la contemplación del alfil.
Hay una especie de alucinación magnética que la nueva hipnología clasificó con el nombre de hipnotismo y es un éxtasis cataléptico, la cual viene de la larga e intensa fijación de un objeto cualquiera.
Si se pudiera afirmar evidentemente este fenómeno, la ciencia de la psicología obtendría un nuevo triunfo: habría el magnetismo que prueba la transmisión del pensamiento, el llamado espiritismo que prueba la transmisión de la simple voluntad sobre los objetos inanimados, el hipnotismo que probaría la influencia magnética de las cosas inanimadas sobre el hombre. Tom parecía preso de este fenómeno. El alfil negro lo había hipnotizado. Era terrible verlo: se mordía convulsamente los labios, tenía los ojos fuera de las órbitas, las gotas de sudor de la frente caían sobre el tablero. Anderssen ya no lo miraba porque la oscuridad era plena y porque él también, como atraído por la misma electricidad, fijaba la mirada en el alfil negro.
Para Tom la partida podía darse por perdida; no eran las combinaciones del juego que lo tenían así emocionado, era la alucinación. La pieza negra, para Tom que la miraba, no era más una pieza, era un hombre, ya no era negra, era negro. La laca roja era sangre viva y la cabeza herida una verdadera cabeza herida. A esa pieza él la conocía… había visto muchos años antes su rostro, esa pieza era un ser vivo… o tal vez muerto. No, esa pieza era un moribundo, un ser querido entre la vida y la muerte. ¡Había que salvarlo!; salvarlo con toda la fuerza posible del coraje y de la inspiración. En el oído del negro zumbaba asiduamente como un horrible bordón aquella frase que el norteamericano había dicho riendo, antes del comienzo de la partida:
—¡Si se pudiese recomponer así la cabeza de un hombre! —Y ese íncubo aumentaba su alucinación.
La frente de aquella figura de madera se volvía cada vez más humana, más heroica, rozaba casi el ideal y, transfigurándose, humanizándose, y entonces se realizaba como idea, como antes, de pieza de ajedrez lo había hecho como hombre. La idea fija estaba todavía allí, en el centro del alma del negro, siempre más elevada, siempre más sublimada. De manía había pasado a ser superstición, y de superstición a fanatismo. Tom, esa noche, era la síntesis de toda su raza.
Así pasaron otras cuatro horas, mudas como tumba: dos muertos o dos durmientes habrían hecho más ruido que no esos hombres, que luchaban con tanto furor. El pugilato del pensamiento no podía ser más violento; las ideas chocaban unas contra otras; los conceptos caían destrozados de una y otra parte. Las miradas no se entrecruzaban, ambas bocas callaban.
A un cierto movimiento el alfil negro perdió terreno; la torre blanca con su marcha potente y recta lo agredía y a cada paso amenazaba con tomarlo. El alfil esquivaba oblicuamente con saltos de pantera a su formidable perseguidora. Anderssen seguía perplejo la carrera furibunda del alfil empujando hacia delante su pieza y encerrando a su enemigo en un ángulo del tablero. Esta fuga febril, ansiosa, duró una entera media hora; incluso los dos reyes tomaban parte en aquel frenético intercambio de golpes, y luchando el uno contra el otro, recordaban a otros dos reyes legendarios de Oriente que se veían errando después de la batalla por los campos abandonados, buscándose trágicamente entre ellos.
Después de media hora el tablero había nuevamente cambiado su aspecto; la fuga del alfil y el trastorno de los dos reyes, de la torre y de los peones, todas las piezas habían sido arrastradas fuera de sus propios centros; el rey blanco había terminado en el campo contrario, sobre la última casilla a izquierda, con el rey negro a solo dos pasos de él sobre la casilla del propio alfil. Anderssen, encandilado por las fantásticas evoluciones del alfil negro, continuaba todavía a perseguirlo, a encerrarlo, a sofocarlo.
De repente lo consiguió, lo tomó, lo dejó fuera del tablero junto a las otras piezas ganadas y miró con expresión triunfante la derrota enemiga.
Eran las cinco de la madrugada. Amanecía. En la cara del negro brillaba un esplendor de júbilo. Anderssen, en el ardor de la caza a la pieza fatal, había olvidado el peón negro ubicado en la penúltima casilla de las blancas a su derecha. Ese peón había estado allí durante las últimas cuatro horas y él había de continuo procrastinado su condena. Cuando Anderssen vio aquel gran regocijo en el semblante del negro, tembló; bajó con rápida violencia los ojos al tablero. Tom ya había completado del movimiento. ¿El peón transformado en reina? No. El peón era ahora un alfil, el alfil negro, el alfil marcado, el alfil ensangrentado, renacido, daba jaque al rey blanco. Anderssen permaneció atónito durante un minuto: su rey había sido atacado oblicuamente por toda la diagonal negra del diagrama; de un lado el rey contrario le cerraba la salida, del otro, su propio peón. ¡El golpe era miserable! ¡Jaque mate! Tom contemplaba estático su victoria. Giorgio Anderssen dio un salto, y pistola en mano, disparó.
Tom cayó al suelo en el acto. La bala le había dado en la cabeza; un hilo de sangre corría sobre el rostro negro, y deslizándose por la mejilla hacia abajo, teñía de rojo la garganta y el cuello. Anderssen revió en aquel hombre tendido en el suelo al alfil negro que lo había vencido. Agonizando, Tom dijo estas palabras:
—Gall-Ruck está a salvo… Dios proteja a los negros. —Y murió.
Dos horas después el mozo que entró en la sala para ordenar el mobiliario, encontró el cadáver del negro en el suelo y el jaque mate sobre la mesa.
Giorgio Anderssen había huido. Veinte días más tarde llegaba a Nueva York, y allí, acosado por los remordimientos, se había entregado y autoinculpado por el asesinato de Tom. El tribunal lo absolvió: primero porque el asesinato no era sino el de un negro, y porque no se podía sostener la acusación de homicidio premeditado, también, porque el célebre Giorgio Anderssen se había declarado a sí mismo culpable, y además, porque durante la investigación judicial se había descubierto que el negro asesinado era hermano de un cierto Gall-Ruck que había fomentado la última sublevación de esclavos en las colonias inglesas, el mismo Gall-Ruck perseguido desde siempre y jamás encontrado.
Anderssen reentró en su tierra con el remordimiento en el corazón que tan leve condena no había aligerado. Después de la catástrofe relatada siguió jugando al ajedrez, pero nunca volvió a ganar. En cuanto se disponía a jugar, el alfil negro se transformaba en fantasma. ¡Tom estaba sobre el tablero! Anderssen perdió jugando al ajedrez todas las riquezas antes ganadas con el mismo juego. En estos últimos años, pobre, abandonado por todos, caminaba por las calles de Nueva York reproduciendo sobre el adoquinado todos los movimientos del ajedrez, ora saltando como un caballo, ora corriendo recto como una torre, ora girando hacia acá, hacia allá, hacia delante o hacia atrás como un rey y huyendo de cada negro con el que se cruzaba.
No sé si vive todavía.
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Nota · Este cuento fue previamente publicado en:
Medialuna de grasa · Objetos ficcionales N.º 8. Buenos Aires, Cerrutti · Editor, octubre 2019.
Título original: L’alfier nero, 1867.