Emilio De Marchi · Un par de zapatos viejos. Traducción: Nahuel Cerrutti.
Llamaron a la puerta.
Era un viejo con mala pinta y una larga barba blanca que le caía sobre el pecho.
—Soy un pobre artista —me dijo— y restauro cuadros antiguos cuando es el caso, pero no hay trabajo y ahora mi mano tiembla. Si pudiera darme una ayudita, y que Dios le conceda pasar alegremente las fiestas con sus hijos.
El buen viejo, mientras hablaba, levantó sus ojos cenicientos en los que no se había extinguido del todo una chispa juvenil.
—Lo siento —respondí—, pero yo también soy un pobre diablo, aunque por suerte sin hijos ni perros. Que prueben a vivir, pobres muertos, con cien liras al mes y después que vengan a contármelo. La habitación está en un cuarto piso, pero el alquiler hay que pagarlo, la leña, la luz, y además tengo que vestirme acorde con mi dignidad de archivista del Estado, porque la gente es materialista y juzga al hombre según la calidad del traje. ¿Y la comida?, ¿y la suscripción de ayuda a los mártires de nuestro Resurgimiento? Para los pobres ya cumplí con mi deber comprando un billete de lotería y bebiendo tres vasos de Marsala en la feria de beneficencia. No puedo quitarme ni una gota más. Vaya donde los ricos, sus migajas son más grandes que nuestros sándwiches.
—Tendrá al menos algún par de zapatos muy caminados —suplicó el viejo, extendiendo la mano.
—No tengo nada para darle como no sea un Dios lo ayude.
—¿Lo ve?, los que llevo están gastados, carcomidos, y el agua entra por todos lados, como dos barcazas.
—No tengo zapatos —repliqué secamente.
—Paciencia, discúlpeme.
El pobre viejo inclinó la cara hacia el pecho y se fue arrastrando los pies. Yo cerré la puerta y me encogí de hombros, para demostrar algo al buen Dios que no conseguía demostrarme a mí mismo. La miseria es grande, y un pobre archivista con mil doscientas liras anuales no puede llegar a todo. Si hubiese quedado un margen me hubiera hecho con un tabardo nuevo, porque ese que cuelga del clavo, debajo del sombrero, muestra por varias partes lo que uno piensa por dentro. Ni siquiera ha sido posible reparar un vidrio de la ventana como no sea con un pedazo de pergamino escrito con palabras góticas.
Nevaba, y mirando el cielo de algodón a través de los cuadros verduscos de la ventana, y los copos de nieve que caían como el maná, me parecía columbrar la cara y la barba blanca de mi viejo artista del mismo modo en que aparecen las representaciones del Padre Eterno en las esquinas de los ventanales de la iglesia, y pensaba: «Puesto que la nieve no sirve para nada te la dejan caer a paladas. También se dice de ella que ayuda a la pobre gente a calentarse, cuando la barren; pero, ¿qué habría de malo si entre tanta nieve cayera de tanto en tanto algún par de zapatos?».
Traté de reavivar dos leños en cruz de la chimenea, para yo mismo secar mis zapatos y los pies, que parecían un par de carámbanos; y mientras la noche caía poco a poco melancólicamente sobre la ciudad, alargué las piernas y con las manos puestas sobre las rodillas, volví con el pensamiento a una antigua historia que había leído en un manuscrito del archivo, en la cual se decía que una cierta condesa de Vimercate había sido emparedada viva en su propio castillo, por su marido celoso, la noche de Navidad. ¡Historias horribles de tiempos horribles! ¡Qué noche, pobre condesa!
Pero al considerar el ceporro que ardía de mala gana en la chimenea, vi brotar de nuevo, entre las nervaduras y los nudos de la madera, la fisonomía dura y seca de mi viejo artista, de quien me parecía que hubiesen también quedado las pisadas y su misma voz en el aire de la habitación.
—¡Paciencia! —había dicho—. ¡Paciencia! —se escuchaba todavía el susurro de alguien, escondido debajo de mi tabardo colgado del clavo. Me di vuelta para mirar aun sabiendo que solo el corazón creaba la ilusión. La cama, cubierta por una manta con flores amarillas sobre fondo rojo, daba, viéndola, escalofríos en los huesos; mucho más cuando el aire de la chimenea que pasaba por debajo de mi silla iba a sacudir directamente la orla. Fue de ese modo como pude ver debajo, un segundo par de zapatos míos viejos, y verdaderamente muy caminados, pero bien secos, que yo tenía reservados para la mañana del día siguiente, que era Navidad; y unos zapatos nuevos que estaban a mis pies humeaban delante de la llama. Es probable que el pelagatos, viéndolos, contara con ellos, del mismo modo con que yo cuento, una vez al año, con el corazón del ministro para una gratificación de cien liras. Cada cual coloca sus esperanzas como puede, y aquellas que un hombre pone sobre un par de zapatos están más dispuestas a caminar que no tal vez las mías, sin hacer con ello una cuestión de cuero.
Como es sabido, le había dicho que se fuera, y agregué: —No tengo zapatos. —¿Había sido una mentira? Dejemos de lado el asunto de que sin estas pequeñas mentiras que hacen de cemento, el mundo se haría trizas; que mentira es a menudo la belleza de las mujeres y el amor; que mentira es el mismo fuego de la pobre gente, que quema, pero no calienta; pero dos pares de zapatos para un empleado estatal no son muchos, y quien solamente tiene dos casi puede decir que no tiene ninguno.
¿No habrá sido en todo caso una mentira que le hiciera suponer al pobre viejo, que un empleado estatal está en condiciones de poseer un par de zapatos inútiles y por lo tanto inducir en la opinión del pueblo una idea tan falsa como subversiva?
«Pero —decía siempre para mis adentros, mientras el leño que golpeaba iba vistiéndose de cura—, es doloroso que tantas veces los hombres se vean obligados a rendir cuentas de aquello que ni siquiera tienen. Veo a aquel cuya pierna o ambas le faltan ir arrastrándose por las calles pidiendo limosna, como si hubiera nacido justamente para caminar; y aquel otro que no tiene ni un grano de sal en la mollera y le toca a menudo, por una burla del destino, salar la opinión pública; así mi viejo que va de puerta en puerta y hará lo mismo durante toda la semana, aun no tiene zapatos».
Pero mientras consideraba todo esto, mi mirada se dirigía una y otra vez al par de zapatos viejos, que colocados a los pies de la cama con la punta vuelta hacia la puerta, parecían a punto de irse solos detrás de aquel pobre hombre.
Hay ocasiones, y la Navidad es una de estas, que el corazón siente de un modo grande y extraordinario la compasión por sus hermanos. Tal vez es el pensamiento de otro año a punto de finalizar, y de la muerte que da otro salto; tal vez la memoria de aquello que sufrió el gran hermano de los pobres mil ochocientos ochenta y ocho años atrás –y estas historias, créanlo de un archivista, se desvanecen en el tiempo–; tal vez es el recuerdo de los años de la niñez, que se hace presente en el perfume de los naranjos y del laurel, o no sé qué, pero lo cierto es que la efusión del corazón es inmensa, y nos gustaría tener la vara de Moisés para hacer que de las piedras brotara la felicidad para los pobres y también para los ricos.
Nunca como en estos días querríamos agarrar al egoísmo y colgarlo detrás de un postigo, como haríamos –para decirlo en broma– con el patrón de casa cuando llama por tercera vez a la puerta. A mí, en cambio, el patrón de mi casa, es decir el perezoso egoísmo lleno de achaques y de estertores, iba diciendo: «Cambia de zapatos, Giacomino, en tiempo de lluvias es buen consejo mantener los pies secos; cámbiate los zapatos, Giacomino, y sé prudente frente a los ímpetus irreflexivos del sentimiento que son la tos del corazón. Es oportuno conservar el cuerpo sano –mens sana in corpore sano– para apreciar y hacer apreciar a los demás el beneficio de haber nacido».
Y con este consuelo me fui a la cama y dormí toda la noche. Ahora ustedes esperan mis pesadillas, o que hubiera escuchado a mis viejos zapatos pasear al filo de la medianoche; ustedes esperan, imagino, que todos los zapatos del Antiguo y Nuevo Testamento se me hubiesen aparecido para bailar a mi alrededor una contradanza, y todo ello debido a mi conciencia no completamente tranquila. Nada de todo eso que les va sugiriendo la memoria de ciertos libritos ingleses y alemanes, que hablan de espíritus como si de cosas palpables se tratara; allá beben cerveza y nosotros aquí, vino, que da lustre a la fantasía como la brisa de mediodía lustra el cielo.
Dormí sin más toda la noche y sin sueños. Cuando abrí los ojos el sol ya estaba alto detrás de la niebla; me persigné y dejé volar un pensamiento para mi pobre mamá que pasa ya su décima Navidad bajo la nieve. Me vestí con mis mejores prendas, dejando para lo último mis viejos zapatos, secos como cañamiza. ¿Debo acaso decir que mientras me calzaba, el corazón se sintió oprimido; o por el contrario, que me encogí de hombros para sacudirme de encima esa pedantería de poeta enfermo? Eso traté de hacer, y salí.
Mientras bajaba mis ciento cuatro escalones, los zapatos, aunque viejos y muy caminados, osaron crujir, tal como lo hacen los zapatos de los canónigos, esos con hebilla, o como en un tiempo asimismo gustaba a los profesores hacerlos cantar para confundir a los ignorantes.
«¡Qué vanidad —dije para mí— les ha dado a estos chismosos como para chirriar casi hasta romperse! ¿O es que pretenden hacer saber a todos que son viejos y muy caminados?».
El día era tan neblinoso que a cuatro pasos uno no distinguía al otro: la gente corría pegada a los muros, las manos en los bolsillos, friolenta pero alegre; los aleros, los canalones, las ventanas, las chimeneas, las buhardillas, las torres, los campanarios, se dibujaban confusamente sobre el fondo gris de la niebla como sombras de una ciudad a punto de desaparecer, dilatándose, igual que el sonido de las campanas, que parecía venir desde lejos, desde muy lejos.
Una vez llegado a las puertas de la catedral, mis zapatos volvieron a crujir más fuerte sobre el mármol provocando bajo las bóvedas un eco, como si los santos arrastraran los pies en sus nichos.
Me detuve, mortificado, los miré y dije:
—¿Acaso se trata de alguna señal, queridos míos?
Pero al continuar con paso más rápido, parecía que los chismosos se burlasen de mí con su crujido sumiso, y tanto, que la gente que oraba recogida se dio vuelta para ver quién era el nuevo fariseo que entraba con tanto estrépito en la casa del Señor.
Durante el divino oficio, traté en vano de acercar mi mente a las cosas de mi alma, porque en el sonido del órgano y de las voces blancas que cantaban desde el coro, me parecía escuchar el lamento de tantos desgraciados que van por el mundo con los pies descalzos. Mientras mis ojos, colmos de piedad y de religiosidad, se llenaban de lágrimas, sentí a mi derecha un crujido y vi, pese a la casi total oscuridad del lugar, a mi pobre viejo, que arrastrando los zapatos sobre el piso, encorvado, con las manos juntas bajo la barba blanca, se dirigía hacia una de las puertas de salida.
Un primer ímpetu de compasión me impulsó a correr detrás de él, pero el patrón de mi casa me obligó justamente a observar que la misa no había terminado, que por el contrario el órgano y el coro de niños anunciaban a las turbas el sacrificio del cordero de Dios, y yo, por otra parte, tampoco podía darle los zapatos en la escalinata de la catedral. Antes de salir, bajé la cabeza con los demás fieles y me persigné tres veces, que fueron como otras tantas señales para el alma.
La niebla se había hecho más espesa y grisácea, mezclada con algo húmedo y sucio que calaba mi tabardo; ¡pero el pobre viejo ni eso tenía!
Mientras yo dilucidaba a qué clase de desayuno tenía que dar preferencia el día de Navidad, me pareció divisar de un modo confuso, dado aquel poco que se podía ver, cierta cosa blanca que doblaba por la plaza Fontana: me desplazo algunos pasos, y si la vista no me engaña, es de nuevo mi viejo que baja por allá. Pero esta vez, sin embargo, el corazón fue más fuerte que el egoísmo y haciendo caso omiso del chismorreo de los zapatos, corrí hacia aquello blanco que se movía mientras los dedos hurgaban en el monedero. Pero cuando estuve cerca de aquello blanco, no era otra cosa que el chal de una nodriza desvergonzada.
—¿Ha visto usted, buena mujer, un viejo así y así? —le pregunté.
—Hace muy poco —respondió—, y doblaba por San Zeno.
Sigo entonces por San Zeno, y llegado a las viejas prisiones, veo –y esta vez sé que la vista no me engaña– una suela de zapato viejo, maltrecha, desastrada, semiescondida entre el barro y la nieve. Me detuve de sopetón. —¡Pobre viejo, tener que caminar en la nieve y en el fango descalzo! —y mientras eso decía, un poco más allá un muchacho pateaba repetidas veces otra suela con medio talón pegado. Sentí como si él estuviese cometiendo un sacrilegio –¡lo qué son las cosas!– contra la santidad de la vejez y de la miseria, y un tirón de orejas se lo hubiera dado a gusto y con más ganas puesto que es una ridiculez que un hombre lo haga consigo mismo.
Mientras tanto, la imagen de aquellas viejas suelas seguía presente en mi mente, y caminando entre la gente se me iban los ojos, sin que yo me diera cuenta, a los pies de cada uno, juzgándolos, como si ser feliz o infeliz en esta tierra dependiera en todo y por todo de la calidad de los zapatos.
No sé decirles cuánto caminé aquella mañana, ensimismado en los zapatos ajenos, sin ver a mi viejo por ninguna parte hasta que, cansado, hambriento y medio perdido en alguna parte de Verziere, entré en un mesón de discreta apariencia para calentarme el estómago con una sopa.
Era un lugar muy largo y ancho, pero poco claro, que daba a un callejón de mala apariencia. Sentados, muchos comían con tenedor, y hablaban poco, o susurraban; al entrar me miraron de arriba abajo, por lo que acomodé mi tabardo a fin de poner a resguardo de la vista lo aparente de mi reloj. En el fondo resplandecía una chimenea donde hervía una gran olla, y delante, encorvado sobre ella, sosteniendo una espumadera en la mano, se sentaba un viejo.
Cuando me trajeron la sopa pedí un fricasé con su salsa, algo muy apetitoso que me permitía una vez al año, y mientras ensuciaba mi estómago con la sopa, al levantar la vista, me pareció que el viejo, que delante de la chimenea apoyaba sus pies sobre el escalón a la altura del fuego, me miraba de un modo curioso; de repente, una viva llamarada debajo de la olla me permitió reconocer en él a mi artista restaurador de cuadros antiguos. Siguió mirándome de tal modo que me obligó a bajar los ojos sobre la sopa, pero desde lo hondo del plato eran cien los ojos que me miraban, por lo que comencé a temblar ante la duda de si no habría ido a caer en una cueva de ladrones. Mi viejo, que visto al sesgo mostraba un rostro grave, susurraba no sé qué cosa al mesonero, y me señalaba con el pulgar por encima de la cabeza: el mesonero, sonriendo, corrió a la cocina en busca de mi fricasé.
Una salsa de tomate y un trozo de buey en fricasé, para uno que tiene hambre, aunque Dante no lo haya dicho, es todavía una gran cosa, de modo que no le di muchas vueltas por encontrarlo duro al corte, ni si una vez en la boca no se asemejaba a mi acostumbrado fricasé; todo se paga en proporción.
Entretanto no quitaba el ojo de encima al barba gris, que hacía lo propio conmigo, como si tratara de comprender; y yo masticaba y masticaba y masticaba: «¡Caramba! —exclamé para mis adentros—, no se diría que esto es un fricasé sino un filete a la parrilla, o peor, un pedazo de leño en salsa; ¡nunca había probado nada tan resistente!».
Mientras tanto el viejo se quitó un zapato y lo puso a secar cerca del fuego, y yo masticaba siempre inútilmente, dándole vueltas y más vueltas en la boca a mi trozo de leño cocido.
Parecía estar anocheciendo ahí dentro, y desde el callejón entraba una luz blanquecina acompañada de malos olores; los clientes, en su mayoría con sacos de fustán, meditaban en silencio, o eso me parecía, toda suerte de trampas y delitos. Solamente el viejo de los zapatos muy caminados reía, mirando al mesonero; y a este punto un tremendo pensamiento me pasó por la cabeza: que yo estuviera masticando, con la salsa, una de sus viejas suelas. Bastó esta sospecha para que de inmediato sintiera entre mis dientes una resistencia elástica, y un sabor acre de betún y de cuero curtido que hacía crecer las babosas en el estómago..., y sentí náuseas, no solo por todo ese día, sino también durante los tres días siguientes.
No fue suficiente con que el viejo pasara a mi lado y tan cerca como para convencerme de que no era mi viejo artista; ni tampoco lo fue ver que el gato del mesonero devoraba de buena gana todo mi fricasé, el mismo que yo pagaría por bueno; ni bastó siquiera que yo saliese al aire libre, entre la gente honesta, entre las cosas de este mundo...; el sabor del cuero se me quedó pegado a la lengua, empastado con el respiro y la imaginación: tremendo ejemplo para todos aquellos que, teniendo un par de zapatos muy caminados, hoy no lo darán, por avaricia, a un pobre hombre con la barba gris.
Nota · Este cuento forma parte de:
Emilio De Marchi: Cuentos de Navidad. Traducción: Nahuel Cerrutti. Madrid, 2006; Buenos Aires, 2018.