martes, 2 de septiembre de 2025

Wolfgang A. Mozart – Caterino Mazzolà · La clemenza di Tito / La clemencia de Tito. Traducción: Nahuel Cerrutti.

Ópera en dos actos

La escena se desarrolla en Roma, en el año 79.

Personajes

Tito Vespasiano · Emperador de Roma · Tenor

Sesto · Amigo de Tito y amante de Vitellia · Soprano

Vitellia · Hija del depuesto emperador Vitellio · Soprano

Servilia · Hermano de Sesto y amante de Annio · Soprano

Annio · Amigo de Sesto y amante de Servilia · Soprano

Publio · Prefecto de pretorio · Bajo

ACTO PRIMERO

Escena Primera
Las habitaciones de Vitellia en el palacio imperial, con vistas al Tíber. Vitellia y Sesto; después, Annio.

Vitellia.— ¡Pero bueno! ¿Siempre vendrás

a decirme lo mismo, Sesto?

Sé que convenciste a Lentulo,

que sus secuaces están preparados

y que el incendio del Capitolio

será el inicio de la revuelta.

Esto ya lo escuché mil veces

pero mi venganza nunca llega.

¿O tal vez se espera que en mi propia cara,

Tito, loco de amor, le ofrezca a Berenice

el trono que se me ha usurpado, y su mano?

¡Habla, dime! ¿Qué es lo que se espera?

Sesto.— ¡Oh Dios!

Vitellia.— ¡Suspiras!

Sesto.— ¡Piénsalo mejor, querida,

piénsalo mejor.

Ah, no quitemos a Tito su vida

y con ella la delicia al mundo;

es un padre para Roma, y nuestro amigo.

Encuentra su igual, si puedes,

entre los antiguos.

Busca en tu mente un héroe más generoso

y más clemente.

Háblale de recompensas:

le parecerán escasos los recursos del estado;

háblale de castigos:

buscará siempre los modos del perdón.

En uno lo atribuirá a su inexperiencia

y en otro a su vejez.

En uno protegerá el honor de su sangre ilustre

y en otro se compadecerá de su pobreza.

Llama perdido e inútil al día

en que no ha hecho a alguien feliz.

Vitellia.— ¿Luego has venido a ensalzar a mi enemigo

en mis propias narices?

¿Es qué no piensas que este héroe clemente

usurpa un trono que su padre quitó al mío?

Él me engañó, me sedujo

(y ese fue su mayor fallo)

y casi llegué a amarlo,

para después, ¡pérfido, llamar al Tíber

nuevamente a Berenice!

Si al menos hubiese elegido una rival

digna de mí entre las beldades de Roma.

¡Pero una bárbara, Sesto,

una exiliada, antepuso a mí, una reina!

Sesto.— Bien sabes que Berenice

volvió por su propia voluntad.

Vitellia.— Deja esas historias para los niños.

Sé de sus amores en otro tiempo,

sé las lágrimas que derramó

cuando la otra vez se fue,

y sé cómo ahora la recibió, y con qué honores.

¿Quién no lo ve?

El pérfido la adora.

Sesto.— Ah, princesa, estás celosa.

Vitellia.— ¿Yo?

Sesto.— Sí.

Vitellia.— ¡Celosa:

lo que no soporto es un desprecio!

Sesto.— Sin embargo...

Vitellia.— Sin embargo, te falta corazón para conquistarme.

Sesto.— Estoy...

Vitellia.— Estás liberado de toda promesa.

No me falta un más digno ejecutor

de mi odio.

Sesto.— ¡Escúchame!

Vitellia.— Escuché demasiado.

Sesto.— ¡Detente!

Vitellia.— Adiós.

Sesto.— ¡Ah, Vitellia, ah mi diosa, no me dejes!

¿Dónde vas? Perdóname, te creo,

estaba equivocado.

Haz lo que quieras, impone,

decide sobre mis pasos.

Tú eres mi destino,

haré cualquier cosa por ti.

Vitellia.— Antes que el sol se oculte

quiero a ese indigno muerto;

tú sabes que él usurpa un reino

que el cielo me tenía reservado.

Sesto.— Tu furor me enardece.

Vitellia.— ¿Y bien, a qué esperas?

Sesto.— ¡Una dulce mirada al menos

como premio a mi fidelidad!

Vitellia, Sesto.— Mil emociones libran en mí

una batalla despiadada;

más alma que la mía

no la hay tan lacerada.

Annio, entrando, a Sesto.— Amigo, deprisa,

el César te llama.

Vitellia.— ¡Ah, no perdáis estos breves instantes!

Tito los usurpa a Berenice.

Annio.— Injustamente ultrajas, Vitellia,

a nuestro héroe.

Tito es dueño

del mundo y de sí.

Fue ante su orden que Berenice partió.

Sesto.— ¿Cómo?

Vitellia.— ¿Qué dices?

Annio.— Se entiende vuestro estupor.

Roma llora

de maravilla y de placer.

Yo mismo casi no lo creo

y presencié, oh Vitellia,

el gran adiós.

Vitellia, para sí.— ¡Oh, esperanzas!

Sesto.— ¡Oh, virtud!

Vitellia.— Esa soberbia,

¡cómo me hubiera gustado oírla

insultar a Tito!

Annio.— Al contrario, no pudo ser más amorosa.

Partió, pero sintiéndose querida,

sabiendo que a su amado no le costaba

menos que a ella el amargo golpe.

Vitellia.— Cualquiera puede sentirse adulado.

Annio.— ¡Oh!, se veía que Tito iba a necesitar

de toda su fortaleza para superar su amor:

venció, pero no fue fácil;

no estaba deprimido, pero tampoco tranquilo,

y en aquel rostro, sea dicho a su mayor gloria,

se veía la batalla, y la victoria.

Vitellia, para sí.— Tal vez, al contrario de cuanto creí,

Tito no es ingrato conmigo.

A Sesto, aparte. Sesto, suspende

lo acordado conmigo:

el momento aún no ha llegado.

Sesto.— ¡Y tú no quieres que yo no vea,

que no me queje, oh cruel!

Vitellia.— ¿Qué es lo que ves?

¿De qué te quejas?

Sesto.— De nada.

(¡Oh Dios! ¿Quién probó jamás

un tormento igual al mío?).

Vitellia.— Oh, si de verdad quieres complacerme

abandona tus sospechas;

no me canses con este

molesto dudar.

Quien ciegamente cree

obliga a mantener la fe;

quien siempre espera el engaño

invita a engañar. Parte.

Annio.— Amigo, llegó el momento

de hacerme feliz.

A mi amor prometiste a Servilia.

Solo falta

el consentimiento de Augusto.

Ahora debes pedírselo.

Sesto.— Cada deseo tuyo, Annio, es ley para mí.

También yo estoy impaciente,

y deseo este nuevo vínculo, Annio.

Annio, Sesto.— Ven mi fiel amigo,

abracémonos a gusto,

y que el cielo

así nos tenga para siempre. Parten.

Escena Segunda

Vista parcial del Foro Romano; detrás se ve el Capitolio. Al sonido de una marcha, Tito, acompañado por Publio y varios oficiales, y rodeado por el pueblo numeroso, baja del Capitolio. Tito, Publio, Annio y romanos.

Pueblo romano (Coro).— ¡Preservad, oh dioses custodios

del destino de Roma,

en Tito el Justo, el Fuerte,

el honor de nuestra civilización!

Publio, a Tito.— A ti, Padre de la patria,

apela hoy el senado;

y jamás en sus decretos fue más justo

el invencible Augusto.

Annio.— No solo eres el padre

mas también su numen tutelar;

y por cuanto más que un mortal

ante los demás pareces,

comienza a acostumbrarte a sus plegarias.

El senado te destina un templo excelso,

y quiere que entre divinos honores

también el numen de Tito adore Roma.

Publio.— Los tesoros que ves,

tributos anuales de las provincias sometidas,

consagramos a la obra.

No desdeñes, Tito,

estos signos públicos de nuestro amor.

Tito.— Romanos: el único objeto y ruego de Tito

es vuestro amor;

pero que vuestro amor no exceda sus límites

y el rubor no alcance a Tito y a vosotros.

No rechazo los tesoros ofrecidos,

solo pretendo cambiar su uso.

Escuchad: el terrible Vesubio

eructó de sus fauces ardientes ríos;

sacudió las rocas; llenó de ruinas

los campos alrededor y las ciudades cercanas.

Las gentes, desoladas, huyen,

pero la miseria oprime

a los que alcanza el fuego.

Que ese oro sirva a los muchos afligidos

para reparar el desastre.

Esto, oh romanos, es fabricarme el templo.

Annio.— ¡Oh, noble héroe!

Publio.— ¡Cuánto más ínfimos que tú

son todos los premios, toda la gloria!

Tito.— Basta, basta, oh mis fieles.

Entra en el atrio, donde Sesto y Annio están esperándolo.

Sesto, acércate; Annio, no te vayas;

los demás, retírense.

Todos obedecen.

Annio, aparte, a Sesto.— Ahora, Sesto, háblale de mí

Sesto.— ¿Cómo, Señor,

a tu bella reina pudiste?...

Tito.— ¡Ah, Sesto, amigo, qué terrible momento!

No creí...

Basta; vencí; partió.

Ahora Roma debe borrar toda sospecha

de verla como mi esposa;

es conveniente borrarla,

quieren una hija propia en mi trono.

Ya que el amor no es quien decide

quiero que al menos lo sea la amistad.

Únase a la tuya, Sesto,

la sangre del César.

Hoy tu hermana será mi esposa.

Sesto.— ¿Servilia?

Tito.— ¡Pues sí!

Annio.— (¡Oh, infeliz de mí!).

Sesto.— (¡Oh Dioses! ¡Annio está perdido!).

Tito, a Sesto.— ¿Oíste?

¿Qué dices? ¿No respondes?

Sesto.— ¡Ah! ¿Quién podría responderte, señor?

Estoy tan abrumado por tu bondad

que mi corazón no puede...

Querría...

Annio.— (Sesto está apenado por mí).

Tito.— Explícate. Haré todo

para favorecerte.

Sesto, para sí.— ¡Ah!, ayudaré a mi amigo.

Annio, para sí.— ¡Annio, coraje!

Sesto.— Tito...

Annio.— Augusto, conozco el corazón de Sesto.

Juntos desde la cuna

nos une un tierno amor.

Él tiene una modesta opinión de sí mismo

y teme que tu generosidad parezca exagerada;

no se da cuenta que toda distancia

desaparece ante el favor de un César.

No debes aceptar su consejo.

¿Cómo podrías elegir una esposa

más digna del imperio y de ti?

Virtud, belleza,

todo está en Servilia.

Yo reconocí en su semblante

que había nacido para reinar.

De esta manera se cumplen

mis presentimientos.

Sesto.— (¡Annio habla así! ¿Sueño o estoy despierto?).

Tito.— Pues bien, llévale a ella, Annio,

la noticia.

Y tú sígueme, amado Sesto,

depón tus dudas.

Tendrás tal parte todavía en el trono

y tanto te haré ascender,

que quedará bien poco

del espacio infinito

que los Dioses interpongan entre Sesto y Tito.

Sesto.— Esto es demasiado, oh señor.

Si no quieres nuestra ingratitud, Augusto,

modera al menos tu generosidad.

Tito.— ¿Por qué?

¿Si me negáis que pueda ser benéfico, qué me queda?

Del trono más sublime

el único fruto es este;

todo el resto es tormento

y servidumbre.

¿Qué me quedaría si además perdiese

las únicas horas felices

que tengo ayudando a los oprimidos,

apoyando a los amigos,

dispensando reconocimientos

al mérito y a la virtud?

Del trono más sublime, etc. Parte con Sesto.

Annio, solo.— No me arrepiento.

Este era el deber

de un amante generoso.

¡Deja ya, corazón mío,

la antigua ternura!

Quien fue tu amante

ahora es tu soberana.

Conviene transformar

el amor en respeto.

¡Aquí llega! ¡Oh Dioses!

¡Nunca ante mis ojos

pareció tan bella!

Servilia, entrando.— Mi amor...

Annio.— Calla, Servilia. Ahora es delito

llamarme así...

Servilia.— ¿Por qué?

Annio.— ¡El César te eligió

(¡qué martirio!) como su consorte,

y me impuso

(¡me siento morir!)

traerte a ti la nueva,

(¡Oh pena!) y yo...

yo fui... (no puedo hablar)

adiós, Augusta!

Servilia.— ¿Cómo? ¡Detente! ¡Yo, esposa

del César! ¿Y por qué?

Annio.— Porque no encuentra

belleza ni virtud

más digna de un imperio, mi amor...

¡Oh cielos! ¿Qué puedo decir?

Deja, Majestad, déjame partir.

Servilia.— ¿Me abandonas en esta confusión?

Explícate, dime qué pasó,

cómo fue...

Annio.— No respondo de mí si no me voy, mi amor.

Ah, perdona estas palabras desmedidas,

mi profundo cariño es quien las pronuncia;

y a mis labios culpables

por haberte así llamado desde siempre.

Servilia.— Ah, fuiste tú mi amor primero

y hasta ahora fiel te amé,

y el último serás

que anide en este corazón.

Annio.— ¡Dulces palabras de mi amada!

Servilia.— ¡Oh mi amor, mi dulce esperanza!

Annio, Servilia.— Más te escucho

y más crece en mí la pasión.

¡Cuándo un alma está unida a otra

qué placer siente el corazón!

¡Ah, que todo lo que no es amor

desaparezca de la vida!

Parten.

Escena Tercera

Delicioso retiro en la residencia imperial en el monte Palatino. Tito, que recibe de Publio, el capitán de la guardia pretoriana, una carta. Tito, Publio.

Tito.— ¿Qué me traes en esa carta?

Publio.— Los nombres de los reos

que con temerarias palabras

osaron ultrajar la memoria

de los Césares ya muertos.

Tito.— Una cruel investigación

que poco beneficia a los muertos

y proporciona

mil modos fraudulentos

para insidiar a los inocentes.

Publio.— Pero hay también, señor,

quien osa denigrar tu nombre.

Tito.— ¿Y qué?

Si el motivo es ligereza, no me importa;

si es locura, lo compadezco;

si es razón, se lo agradezco;

y si hay en él

ímpetus de malicia,

lo perdono.

Publio.— Al menos...

Servilia, entrando de prisa, se arroja a los pies de Tito.
Servilia.— A tus pies Tito...

Tito.— ¡Servilia! ¡Majestad!

Servilia.— Ah Señor, no debes darme todavía

un nombre tan grande; antes escúchame:

debo revelarte un arcano.

Tito.— Publio, aléjate, pero no te vayas.

Publio se aparta unos pasos.

Servilia.— Ofrecerme a mí, entre tantas más dignas,

la corona de laurel del César

revela la generosidad del monarca,

es tal el ofrecimiento que provocaría un tumulto

en el corazón más estúpido; pero...

Tito.— Habla.

Servilia.— Mi corazón, señor, ya no me pertenece:

desde hace mucho tiempo Annio me lo raptó.

No tengo valor suficiente

como para olvidarlo.

Ese sentimiento,

muy a mi pesar,

seguiría el mismo camino

incluso desde el trono.

Sé que oponerme

al deseo del César es delito,

pero al menos

que nada se oculte a mi soberano:

y ahora, si aún me quiere por esposa,

aquí está mi mano.

Tito.— ¡Gracias, oh númenes del cielo!

También se encuentra quien se aventura

a decir la verdad.

¡Annio antepone tu grandeza

a su propia paz!

¡Tú rechazas un trono para serle fiel!

¡Cómo podría yo enturbiar un fuego tan bello!

Ah, no es capaz el corazón de Tito

de producir sentimientos tan viles.

No temas.

Quiero que una unión tan digna se realice

y que la patria tenga ciudadanos

iguales a vosotros.

Servilia.— ¡Oh Tito! ¡Oh César! ¡Eres una delicia

para los mortales! No sabría mi corazón cómo agradecerte...

Tito.— La mejor manera de agradecérmelo, Servilia,

es enseñar a los otros tu candor.

Diles que para mí es mejor, más que lo falso que halaga,

lo verdadero que ofende.

¡Ah, si hubiera cercanos al trono

corazones tan sinceros,

no sería un tormento tan vasto imperio

sino felicidad!

Los gobernantes no tendrían

que batallar tanto

para distinguir del engaño

la verdad enmascarada. Parte.

Servilia.— ¡Soy tan feliz!

Vitellia, que entra.— ¿Puedo ofrecer a mi soberana

la primera muestra de mis respetos?

¿Puedo adorar ese semblante

por el que herido de amor

perdió la paz el corazón de Tito?

Servilia.— No estés airada contra mí:

tal vez la regia mano esté reservada para ti. Parte.

Vitellia.— ¿Además me humilla?

¿Por qué tengo que sufrir

este vergonzoso desprecio?

¡Con qué arrogancia

me deja aquí!

¿Tito, cruel, no era bastante

anteponer a Berenice?

¡No soy más

que la última de los mortales!

Ah, tiembla ingrato,

tiembla por haberme ofendido.

Hoy mismo tu sangre...

Sesto, acercándose a ella.— Mi amor...

Vitellia.— Y bien, ¿qué nuevas traes?

¿Está incendiándose el Capitolio?

¿Quedan solo sus cenizas?

¿Dónde está Lentulo?

¿Tito ha sido castigado?

Sesto.— Nada hice todavía.

Vitellia.— ¡Nada! ¿Y con nada te presentas?

¿Qué méritos aduces

para decirme «amor mío»?

Sesto.— Tú misma me ordenaste

suspender el golpe.

Vitellia.— ¿Acaso ignoras los últimos

ultrajes que sufrí?

¿Qué otra orden esperas?

Pero dime: ¿cómo pretendes

que te crea mi amante

si tan poco me conoces?

Sesto.— ¿Si hubiera una sola razón

que pudiera justificarme?

Vitellia.— ¡Una razón! Miles tendrás,

cualquiera que sea el sentimiento

que domine y anime tu corazón.

¿Es la gloria lo que deseas?

Te propongo entonces que liberes la patria.

¿Eres capaz de una noble ambición?

Ahí tienes abiertas las puertas del imperio.

¿Puede mi mano hacerte feliz?

Corre, véngame, y seré tuya.

¿De qué otros estímulos necesitas?

Debes saber que amé a Tito,

él impidió

que conquistaras mi corazón,

y que si sigue con vida

podría arrepentirse,

y yo tal vez podría

–de mí no me fío–

volver a amarlo.

Ahora vete. Si no te mueven

ni el deseo de gloria, ni la ambición, ni el amor;

si toleras a un rival

que antes usurpó, que ahora obstaculiza

y que podría aún robarte mi afecto,

entonces eres el más vil de los hombres.

Sesto.— ¡Qué manera de asediarme!

¡Basta, basta! Ya no más,

tu furor me convencido Vitellia.

En breve verás arder el Capitolio

y este acero en el corazón de Tito...

Para sí. ¡Oh, sumos dioses!

Cómo se hiela mi sangre...

Vitellia.— ¿Y ahora qué piensas?

Sesto.— ¡Ah, Vitellia!

Vitellia.— Lo sabía, has desistido.

Sesto.— No, no lo hice, pero...

Vitellia.— No me aburras.

Ingrato, sé

que no me amas.

¡Qué estúpida fui!

Creía en ti, me gustabas

y casi comenzaba a amarte.

Desaparece de mi vista para siempre,

y olvídame.

Sesto.— ¡Deténte! De acuerdo,

estoy dispuesto a servirte.

Vitellia.— ¡Ah!, no te creo,

me engañarás nuevamente.

En medio de la acción recordarás...

Sesto.— No, que Amor me castigue

si fuera mi pensamiento engañarte.

Vitellia.— ¡Entonces corre! ¿Qué haces?

¿Por qué no partes?

Sesto.— Parto, parto, pero tú, mi bien,

vuelve a mí en paz;

seré lo que a ti te plazca,

haré lo guste.

Mírame, todo es olvido

y corro a vengarte,

en nada pensaré

más que en tu mirada.

Parto, parto, pero tú, mi bien, etc.

¡Ah, qué poder, o dioses,

disteis a la belleza! Parte.

Vitellia.— Verás, Tito, verás que al fin

este rostro no es tan vil.

Basta con seducir a tus amigos

si no puede enamorarte.

Te arrepentirás...

Publio, entrando. ¿Tú aquí, Vitellia?

¡Ah, corre, Tito va hacia tus habitaciones!

Annio, que entra.— Vitellia, apura el paso:

César te busca.

Vitellia.— César...

Publio.— ¿Aún no lo sabes?

Te ha elegido por esposa.

Annio.— Eres nuestra Augusta,

y se te rinde como tal nuestro homenaje.

Publio.— ¡Ah, vamos princesa!

César espera.

Vitellia.— ¡Voy! ¡Esperad!

(¡Sesto!

¡Ay de mí! ¡Sesto! ¿Se ha ido?

¡Oh, qué funesto desprecio el mío!

¡Oh, qué insano furor!

¡Qué angustia, qué tormento!

¡Me hielo, oh Dios, de horror!).

Annio, Publio.— ¡Oh, cómo puede una gran felicidad

confundir tanto un corazón, etc.

Vitellia.— ¡Oh, qué funesto desprecio el mío!

¡Oh, qué insano furor! etc.

Escena Cuarta

La plaza delante del Campidolio, como antes. Sesto solo; después Annio, Servilia, Publio y Vitellia de distintos lados.

Sesto.— ¡Oh, dioses, qué desasosiego es éste,

qué tumulto en mi corazón!

Tiemblo, mi sangre se hiela,

voy, me detengo,

ante la brisa, ante cada sombra

tiemblo.

Nunca pensé que fuese tan díficil

ser malvado.

Pero es destino llevarlo a término.

La muerte, al menos, afrontaré con valor.

¿Valor? ¿Cómo puede tenerlo un traidor?

¡Pobre Sesto! ¡Tú, un traidor!

¡Qué nombre tan horrible!,

y cuanta prisa te has dado para merecerlo.

¿Pero a quién traicionas?

Al más grande, al más justo,

al más clemente príncipe de la tierra,

a quien debes todo cuanto eres.

¡Buen reconocimiento le haces!

Él te elevó para que fueses su verdugo:

¡Ábrase la tierra bajo mis pies

antes que eso suceda!

Ah Vitellia, no cabe en mi corazón

secundar tu desprecio:

viéndolo, moriría antes de dar un paso más.

En el Campidolio se desata un incendio que poco a poco se hace imposible de controlar.

Hay que impedir... ¿Pero, qué sucede?

¡El Campidolio está ardiendo!

Puedo oir un gran tumulto,

ruido de hombres, ruido de armas.

¡Ay, qué tardío arrepentimiento!

¡Oh dioses, conservad

de Roma su esplendor,

o que el fin de mis días

coincidan con el suyo!

Annio, acudiendo.— Amigo,

¿adónde vas?
Sesto.— Voy, voy... lo sabrás,

oh Dios, por mi vergüenza lo sabrás.

Sube deprisa al Campidolio.

Annio.— No entiendo a Sesto...

pero ahí viene Servilia.

Servilia, entrando.— ¡Ah, qué horrible tumulto!

Annio.— ¡Huye de aquí, mi amor!

Servilia.— Se teme que el incendio

no sea fortuito

sino que haya sido provocado

con la peor de las intenciones.

Una multitud comienza a formarse, gente que se lamenta, asustada.
Gente (Coro), repetidamente.— ¡Ah!

Publio, entrando.— Hay en Roma una conjura.

¡Ay de mí! Temo por Tito.

¿Quién será el autor

de semejante traición?

Servilia, Annio, Publio.— ¡Ay de mí! ¡Ante esos gritos

el horror me hiela!

Vitellia, entrando.— ¿Quién, por piedad, oh Dios,

me dice dónde está Sesto?

(Me odio

y siento terror de mí misma).

Servilia, Annio, Publio.— ¿Quién será el autor

de semejante traición?

Sesto, de regreso.— (¡Ah!, ¿dónde me escondo?

¡Oh tierra, ábrete, engúlleme

y lo más profundo de tu ser

encierra a un traidor!).

Vitellia.— ¡Sesto!

Sesto.— ¿Qué quieres de mí?

Vitellia.— ¿Qué miradas lanzas en derredor?

Sesto.— El día me da terror.

Vitellia.— ¡Tito!

Sesto.— El pecho atravesado

derramó la noble alma.

Servilia, Annio, Publio.— ¿Qué mano pudo mancharse

con tan atroz delito?

Sesto.— Fue el más vil de los hombres,

el más monstruoso, fue... fue...

Vitellia, aparte, sujetándolo.— ¡Calla, insensato,

no te inculpes!

Todos.— ¡Ah! Se apagó el astro

se apagó el mensajero de la paz.

Gente, después Todos.— ¡Oh, negra traición!

¡Oh, día de dolor!

ACTO SEGUNDO

Escena Primera

Los jardines imperiales sobre el monte Palatino. Annio y Sesto, después Vitellia, después Publio.

Annio.— Sesto, estás equivocado: Augusto no murió.

Calma tu dolor;

en este momento él regresa,

salió ileso del tumulto.

Sesto.— ¡Bah!, tú me engañas... Lo vi

caer atravesado por el acero abominable.

Annio.— ¿Dónde?

Sesto.— En el angosto pasaje por donde se sube

para llegar cerca del Tarpeo.

Annio.— No, viste mal;

entre el humo y el tumulto

viste alguien que se le parecía.

Sesto.— ¡Alguien! ¿Y quién sino él

podría vestirse como así?

El laurel sagrado, el augústeo manto.

Annio.— Todo argumento es vano,

Tito está vivo e ileso.

Lo he dejado hace unos instantes.

Sesto.— ¡Oh, dioses piadosos! ¡Oh, amado príncipe!

¡Oh, mi querido amigo!

Deja que a este pecho...

¿Pero no me engañas?

Annio.— ¿Merezco tan poca confianza?

Ve tú mismo hacia él

y lo verás.

Sesto.— ¿Qué yo me presente ante Tito

después de haberlo traicionado?

Annio.— ¿Tú lo traicionaste?

Sesto.— Fui yo el principal instigador

de la revuelta.

Annio.— ¡Cómo! ¿Por qué?

Sesto.— No puedo decirte más.

Annio.— ¡Sesto es un traidor!

Sesto.— Amigo, enloquecí por un instante.

¡Adiós! Abandono

la patria para siempre.

Acuérdate de mí.

Defiende a Tito de nuevas insidias.

Errante, afligido,

me voy a la selva a llorar mi delito.

Annio.— ¡Detente! ¡Oh dioses! Reflexionemos...

Muchos inculpan de este incendio

al destino; y de momento

no hay certidumbre de conjura alguna...

Sesto.— Y bien, ¿qué quieres?

Annio.— Que no te vayas todavía.

Vuelve al lado de Tito;

vuelve y enmienda el error

con innúmeras pruebas

de fidelidad.

Ese dolor tan profundo

es signo manifiesto

de que en tu corazón

la virtud sigue siendo reina.

Vuelve al lado de Tito; etc. Parte.

Sesto.— ¿Debo partir o quedarme?

Tan confuso como estoy

no distingo las opciones.

Vitellia, que entra.— ¡Sesto, huye!

Salva tu vida y mi honor.

Estás perdido

si alguien te descubre

y si te descubren

mi secreto se hará público.

Sesto.— Quedará sepulto en este pecho.

No lo he revelado a nadie

y así será hasta mi muerte.

Vitellia.— Me fiaría si viese en ti

menos afecto hacia Tito.

No temo su rigor,

temo su clemencia.

Ella te vencerá.

Publio, entrando con guardias.— ¡Sesto!

Sesto.— ¿Qué quieres?

Publio.— Tu espada.

Sesto.— ¿Por qué?

Publio.— Aquel que ante tus ojos

vestido con hábitos reales

cayó traspasado al suelo,

cuya apariencia te engañó

al creer que fuese Tito, era Lentulo.

El golpe no le quitó la vida;

el resto lo comprendes. Ven.

Vitellia.— (¡Oh, golpe fatal!).

Sesto, entrega la espada.— Al fin, tirana...

Publio.— Sesto, debemos irnos.

El senado está reunido para escucharte

y no puedo retrasar tu llegada.

Sesto.— ¡Adiós, ingrata!

Si alguna vez sientes

una ligera brisa rozando tu rostro

será ese soplo

mi postrer suspiro.

Vitellia.— (Por mí va hacia su muerte.

¡Ah!, ¿dónde me escondo?

Dentro de poco todo el mundo

sabrá de mi crimen).

Publio.— Ven.

Sesto.— Te sigo.

A Vitellia. ¡Adiós!

Vitellia, a Sesto.— ¡Escúchame! ¡No entiendo, oh Dios!

Publio.— Ven.

Vitellia.— ¡Qué crueldad!

Sesto, a Vitellia.— Recuerda siempre a quien te adora

en este estado;

recompensa a mi dolor

sea al menos tu piedad.

Vitellia.— ¡Laceran mi corazón

el remordimiento, el horror y el espanto!

Moriré del dolor

que siento en el alma.

¡Qué crueldad! ¡Oh Dios!

Publio.— El acerbo, amargo llanto

que derraman sus ojos

conmueve mi alma,

pero vana es la piedad.

¡Ven! ¡Ven!

Publio y Sesto parten con los guardias; Vitellia sale por el lado opuesto.

Escena Segunda

Gran sala destinada a las audiencias públicas, llena de patricios, guardia pretoriana y gente.

Entran Tito y Publio.

Romanos (Coro).— ¡Ah, demos gracias

al sumo hacedor

que con Tito en el trono

salvó su esplendor!

Tito.— ¡Ah, no es tanta

mi desventura

si en Roma mi suerte

mueve a piedad

si aún por Tito

se ofrecen plegarias!

Romanos (Coro).— ¡Ah, demos gracias

al sumo hacedor

que con Tito en el trono

salvó su esplendor!

Salen los patricios, la guardia pretoriana y la gente.

Publio.— La hora ha llegado, señor,

del inicio de los juegos públicos.

Es mejor no desatender

este solemne día.

El pueblo ya está reunido

en torno a la festiva arena;

solo espera tu llegada.

A salvo después del pasado peligro

todos ansían reverte.

No le aplaces a esta Roma tuya el feliz momento.

Tito.— Iremos pronto, Publio.

Pero yo no tendría reposo

si antes no supiera

qué ha sido de Sesto.

A este punto el senado

habrá escuchado su explicación;

habrá también, como puedes suponer,

determinado su inocencia

y no pasará mucho tiempo

sin que emita un comunicado.

Publio.— ¡Ah, no podía ser más claro el relato de Lentulo!

Tito.— Es probable que Lentulo

implique a otro en su crimen

a fin de conseguir el perdón.

Él no ignora lo que para mí

representa Sesto.

Es práctica común entre los criminales.

¡Pero nada sabemos todavía del senado!

¿Qué pasará?

Ve, pregunta

qué hacen, a qué esperan.

Necesito estar al tanto de todo antes de salir.

Publio.— ¡Voy, pero temo

no regresar con buenas noticias!

Tito.— ¿Consideras que Sesto pueda ser un traidor?

Por mi corazón mido el suyo

y me parece imposible que me haya traicionado.

Publio.— Pero señor,

pocos tienen un corazón como el de Tito.

Tarde puede advertir

la traición

quien no es capaz

de cometerla.

¡Un corazón veraz,

honorable,

no es excepcional

si a otros corazones

supone incapaces

de traición! Sale.

Tito, solo.— No, no creo

que mi Sesto sea tan perverso.

Lo he visto

no solo fiel y amigo,

mas también afectuoso conmigo.

No puede cambiar

tanto un alma.

Entra Annio. ¿Annio, qué traes?

¿Sesto es inocente?

¡Dímelo!

Annio.— Señor, vengo

a implorarte piedad para él.

Publio, regresa con un papel en la mano.—

César, ¿no te lo había dicho?

Sesto es el autor del cruel complot.

Tito.— ¿Publio, eso es cierto?

Publio.— Lamentablemente,

él mismo lo confirmó.

Junto a sus cómplices, el senado

lo condena a ser arrojado a las fieras.

Entregando el folio a Tito. Este es el decreto,

terrible, pero justo;

solo falta, señor,

la firma de Augusto.

Tito.— ¡Dioses omnipotentes!

Annio.— Ah, piadoso monarca...

Tito.— Annio, déjame a solas un momento.

Publio.— La gente, como sabes,

ya está reunida para el espectáculo...

Tito.— Lo sé. ¡Retírate!

Annio.— Perdona si hablo

en favor de un insensato,

pero es el hermano de mi querida esposa.

Tú fuiste traicionado

y él solo merece la muerte,

pero del corazón de Tito

aún se puede esperar.

¡Oh señor, atiende

el consejo de tu corazón!

Mira también

nuestro dolor. Sale con Publio.

Tito, solo.— ¡Qué horror! ¡Qué traición!

¡Qué falta de lealtad!

¡Fingir que se es amigo,

estar siempre a mi lado

y en todo momento

pedir de mi corazón

alguna prueba de cariño

mientras se prepara mi muerte!

¿Y yo todavía retraso la pena

y no firmo la sentencia?

Oh, sí, que muera...

Toma la pluma, pero de inmediato se detiene.

¿Que muera?...

¿Condeno a muerte a Sesto

sin haberlo escuchado siquiera?

Aunque ya lo ha escuchado el senado.

¿Pero, y si tuviera algún secreto

para revelarme?

Llama. ¡Guardia!

Lo escucharé, antes de entregarlo a las fieras.

Al guardia que entra. ¡Tráiganme a Sesto!

El guardia sale.

¡No deja de ser triste

el destino de quien reina!

Se nos niega aquello

que a los súbditos se otorga.

En el medio del bosque,

al aldeano mendicante

apenas vestido

con ásperas telas de lana

y a quien apenas protege

de la violencia del cielo

un tugurio informe,

duerme plácidamente

y sus días pasa tranquilo;

mucho no anhela,

sabe quien lo odia, y quien lo ama;

solo o en compañía vuelve seguro

a la foresta, al monte

y el corazón de cada uno ve en su rostro.

Nosotros que tan ricos somos

vivimos en la incertidumbre

porque ante nosotros la esperanza o el temor

les transforma el corazón.

Un amigo desleal...

Llamando hacia el fondo. ¡Eh!

... ¿Quién lo hubiera creído posible?

Pero, Publio, ¿Sesto no ha llegado todavía?

Publio.— Los guardias ya fueron a buscarlo.

Tito.— No entiendo este retraso.

Publio.— No ha pasado tanto tiempo, mi señor.

Tito.— Ve tú; apúralo.

Publio.— Obedezco...

Ya vienen tus lictores.

Sesto no debe estar tan lejos.

Aquí está.

Tito.— ¡Ingrato! Sabiéndolo cerca

la vieja amistad juega a su favor.

Mas no; debe encontrar a su soberano y no a su amigo.

Sesto, escoltado por Publio y los guardias, llega y se detiene en el umbral.

Sesto.— (¿Es este el rostro de Tito?

¡Cielos! ¿Qué se ha hecho

de su dulzura habitual?

¡Ahora me intimida!).

Tito.— (¡Eternos dioses!

¿Es este el rostro de Sesto?

¡Oh, cómo puede un delito

transformar un semblante!).

Publio.— (Invaden a Tito

un sinfín de contradicciones;

si está tan ansioso

significa que no ha dejado de quererlo).

Tito.— ¡Acércate!

Sesto.— (¡Oh, esa voz que me atemoriza!).

Tito.— ¿No me oyes?

Sesto.— (¡Oh Dios, estoy empapado de sudor!).

Tito.— ¡Acércate!

Sesto.— (¡Oh, esa voz!).

Tito.— ¿No me oyes?

Sesto.— (¡Oh Dios,

cuánto sufrimiento

hay en esta agonía!).

Tito, Publio.— Tiembla el traidor,

ni su mirada osa levantar.

Sesto.— (¡Oh Dios, cuánto sufrimiento

hay en esta agonía!).

Tito.— (Sin embargo siento piedad).

¡Publio, guardias, dejadme a solas con él!

Publio y los guardias salen.

Sesto, para sí.— No puedo resistir

la majestad de su semblante.

Tito.— ¿Entonces, Sesto, es todo cierto?

¿Deseas mi muerte?

¿En qué te ha faltado tu señor,

tu mentor, tu benefactor?

¿Si has podido olvidarte de Tito emperador

cómo ayudarás a Tito el amigo?

¿Es este el premio a los cariñosos cuidados

que siempre tuve para ti?

¡Oh dioses!, ¿de quién podré fiarme en el futuro

si hasta Sesto me ha traicionado?

¿Cómo pudiste? ¿Cómo pudo tu corazón permitirlo?

Sesto, arrodillándose.— ¡Ah, Tito, clementísimo soberano,

no sigas, no sigas!

Si pudieras ver mi mísero corazón,

falso, ingrato, te inspiraría piedad.

Frente a mí están todas las culpas,

como así también lo que por mí has hecho.

No soporto ni la idea que de mí tengo

ni tu presencia.

Tu semblante sagrado, tu voz,

tu misma clemencia

se volvieron para mí una tortura.

Apura al menos mi muerte.

Quítame rápido esta vida infiel,

permite que derrame, si quieres ser piadoso,

esta pérfida sangre a tus pies.

Tito.— ¡Levántate, infeliz!

Sesto se levanta.

Para sí. No puedo contener mi pena

ante ese tierno llanto.

A Sesto. ¡Mira a que lamentable estado

te reduce el delito,

una desenfrenada avidez de poder!

¿Qué esperabas encontrar en el trono?

¿La total realización de tus deseos?

¡Oh, insensato!

Observa cuales frutos recojo

y deséalo aún, si puedes.

Sesto.— No, no fue ese deseo lo que me sedujo.

Tito.— ¿Y qué fue entonces?

Sesto.— ¡Mi propia inconsistencia, mi sino!

Tito.— Explícate al menos con más claridad.

Sesto.— ¡Oh, Dios! No puedo.

Tito, deja su aire majestuoso.— ¡Sesto, escúchame!

Estamos solos,

tu soberano no está presente.

Abre tu corazón a Tito,

confía en tu amigo:

te prometo

que Augusto no lo sabrá.

Di qué te llevó

a cometer el delito.

Busquemos juntos

una manera de excusarte.

Probablemente yo mismo

me sentiré más dichoso que tú.

Sesto.— ¡Ah! Mi culpa es indefendible.

Tito.— Lo pido al menos

en nombre de nuestra amistad.

Nunca te oculté

mis más importantes secretos;

bien me merezco

me desveles el tuyo.

Sesto.— (¡Esta es una nueva forma de tortura;

o acontentar a Tito

o delatar a Vitellia!).

Tito.— ¿Dudas todavía?

Pero Sesto, me hieres

en lo más hondo del corazón.

Date cuenta qué daño

le haces a nuestra amistad

con esta desconfianza.

Piensa, y no niegues la respuesta

a mi justa demanda.

Sesto.— (¡Qué mala estrella resplandecía en mi nacimiento!).

Tito.— ¿Callas? ¿No respondes?

Ah, ya que tanto puedes

abusar de mi piedad...

Sesto.— Señor... debes saber...

(¿Pero qué hago?).

Tito.— Sigue.

Sesto.— (¿Cuándo dejaré de penar?).

Tito.— Habla de una vez;

¿qué me querías decir?

Sesto.— Que soy objeto

de la ira de los dioses,

que ya no soy capaz

de soportar mi suerte,

Traidor

me confieso,

impio me llamo,

merezco la muerte

y por ella clamo.

Tito.— ¡Ingrato! La tendrás.

A los guardias que reentran. ¡Guardias,

quitad al reo de mi presencia!

Sesto, mientras los guardias lo agarran.— ¡Querría besar

por última vez esa invicta mano!

Tito, sin mirarlo.— Vete; ya no hay tiempo,

ahora soy tu juez.

Sesto.— Que sea este, señor,

el último don.

Solo por un momento

recuerda nuestro afectuoso pasado;

me mata de dolor

tu desdeño, tu rigor.

No merezco piedad, lo sé,

horror tan solo debo inspirar

pero serías menos severo

si vieras mi corazón.

Solo por un momento, etc.

Desesperado, voy a mi muerte,

pero el dolor no me espanta,

sino el pensamiento de mi traición.

(¡Cuánta angustia puede soportar un corazón

antes de quebrarse de dolor!).

No merezco piedad, lo sé, etc. Sale con los guardias.

Tito, solo.— ¿Dónde se vio jamás

semejante deslealtad?

Debo resarcir

a mi despreciada clemencia.

¡Venganza!

¿El corazón de Tito

produce tales sentimientos?

¡Sí, que vivan!...

¿De qué leyes se está hablando?

¿Yo, su custodio, las respeto?

¿No sabe Tito olvidar a su amigo Sesto?...

Hay que acallar, por ahora,

todo sentimiento de amistad y de piedad. Se sienta.

Sesto es culpable: Sesto debe morir. Firma.

Ya se ha derramado la sangre del pueblo,

y para comenzar ha sido la sangre de un amigo.

¿Qué dirán en el futuro de nosotros?

Dirán que en Tito se detuvo la clemencia

como en Sila y en Augusto la crueldad.

Que siendo Tito el ofendido,

sin menosprecio de lo justo,

hubiera podido olvidar.

¿Cómo ejercer esta violencia

sobre mi corazón

sin contar siquiera

con la aprobación de los demás.

No se debe abandonar

el camino acostumbrado... Rompe el papel.

¡Que viva el amigo,

aunque sea desleal!

Y si el mundo me acusara

de algún error,

que me acuse de piedad Tira el papel roto.

y no de rigor.

¡Publio!

Publio, entrando.— ¡César!

Tito.— ¡Vamos, el pueblo espera!

Publio.— ¿Y Sesto?

Tito.— Que venga también a la arena.

Publio.— Por lo tanto su suerte...

Tito.— Así es, Publio, su suerte está dedidida.

Publio.— (¡Oh, desventurado!).

Tito.— Si el imperio, queridos amigos,

necesita de un corazón severo,

o me quitáis el imperio

o me cambiáis el corazón.

Si con amor no aseguro

la lealtad de mis súbditos,

no me me fío de una fe

que desde el temor gobierne.

Sale. Vitellia, saliendo del lado opuesto, llama a Publio que va a salir con Tito.

Vitellia.— ¡Publio, escucha!

Publio.— Perdona, pero debo seguir al César.

Vitellia.— ¿Adónde?

Publio.— A la arena.

Vitellia.— ¿Y Sesto?

Publio.— Él también viene.

Vitellia.— Entonces morirá.

Publio.— Por desgracia, sí.

Vitellia.— (¡Ay de mí!).

¿Ha hablado Sesto con Tito?

Publio.— Largamente.

Vitellia.— ¿Sabes qué dijo?

Publio.— No, el César quiso quedarse a solas con él;

se me ordenó salir. Se va.

Vitellia.— No conviene autoengañarme,

Sesto ya me ha implicado;

se nota en la expresión de Publio

que nunca antes había sido tan reservado conmigo.

Me rehuye, teme estar a solas conmigo.

¡Ah, si hubiese obedecido los impulsos de mi corazón!

Hace tiempo tendría que haber desvelado mi plan

y confesar a Tito mi falta.

Cuando el reo confiesa

disminuye el peso de la culpa.

Pero ahora es tarde para esto.

Tito ya conoce el delito, pero no por mí,

esta razón hace aún más grave...

Servilia entra con Annio.

Servilia.— ¡Ah, Vitellia!

Annio.— ¡Ah, princesa!

Servilia.— Pobre, mi hermano...

Annio.— Mi querido amigo...

Servilia.— ... ¡la muerte lo espera!

Annio.— En breve,

con toda Roma como espectadora,

será pasto para las fieras.

Vitellia.— ¿Qué puedo hacer por él?

Servilia.— Todo: Tito no se resistirá a tus ruegos

y le condonará la pena.

Annio.— No negará nada a la nueva emperatriz.

Vitellia.— Annio, todavía no soy emperatriz.

Annio.— Antes de la puesta de sol

Tito será tu esposo.

En mi presencia

dio las órdenes necesarias para la ceremonia.

Vitellia.— (¡Por lo tanto Sesto no ha dicho nada!

¡Oh, amor mío, qué fidelidad!).

Annio, Servilia, vamos.

(¿Pero, adónde voy, así, sin pensar?).

Id vosotros, amigos, os seguiré.

Annio.— Pero si a Sesto se le da

una ayuda tardía

estará perdido. Se va.

Servilia.— Vamos: ese infeliz

te ama más que a sí mismo,

tu nombre estaba siempre entre sus labios

y palidecía cada vez que se hablaba de ti.

¡Estás llorando!

Vitellia.— ¡Ah, vete!

Servilia.— ¿Pero, y tú por qué te quedas? Vitellia, creo que...

Vitellia.— ¡Oh dioses! Vete, ya iré, no me tortures.

Servilia.— Si por él no intentas

algo distinto que el llanto,

de nada valdrán

todas tus lágrimas.

¡Oh, cuánto se asemeja

la crueldad

a esta inútil

piedad que sientes! Sale.

Vitellia, sola.— Es el momento, Vitellia,

de examinar tu constancia.

¿Acaso tendrás el valor suficiente

para ver exangüe

a tu fiel Sesto?

¿A Sesto que te ama

más que a su propia vida,

que es culpable por tu culpa,

que te obedeció?, ¡cruel!;

¿que te adoró?, ¡injusta!;

¿que aún frente a la muerte

a ti se muestra así de fiel?

¿Y tú, mientras tanto,

conociéndote,

irás tranquila

al lecho de Augusto?

¡Ah! Sesto estaría siempre

en mi derredor

y hasta del viento y las piedras,

convertidos en palabras,

temería me descubriesen ante Tito.

Todo, a sus pies

voy a confesar;

y ello, si no es posible evitarla, servirá a rebajar

la pena impuesta a Sesto.

A mis sueños de imperio, de himeneo, adiós.

Nunca habrá

hermosas guirnaldas florales

que Himen

descienda a trenzar.

Apretada entre bárbaras

y ásperas ataduras

veo como hacia mí

avanza la muerte.

¡Infeliz! ¡Qué horror!

¡Ah! ¿Qué se dirá de mí?

Quien viera mi dolor

sentiría piedad de mí.

Escena Tercera

Lugar de excepción que introduce en el anfiteatro, de algunos de cuyos arcos se ve la parte interior. En la arena están los cómplices de la conjura condenados a ser arrojados a las fieras. Mientras canta el coro entra Tito, precedido de lictores, rodeado de senadores y patricios romanos y seguido de pretorianos. Después, Annio y Servilia por distintas partes.

Senadores, patricios, pueblo (Coro).— Eres el pensamiento

y el amor del cielo, de los dioses;

como un gran héroe

te mostraste en este día festivo,

pero ya no es motivo de maravilla,

feliz Augusto,

que los dioses protejan así

a quien a ellos se asemeja.

Tito.— Guardias, antes del comienzo del espectáculo

traed ante mí al reo.

Para sí mismo. Él ha perdido toda esperanza de perdón.

Cuanto menos se espera

más se agradece lo que habrá.

Annio.— ¡Piedad, señor!

Servilia.— ¡Señor, piedad!

Tito.— Si venís a pedirla por Sesto,

es tarde.

Su destino está decidido.

Annio.— ¿Cómo puedes, con esa expresión tan tranquila,

condenarlo a morir?

Servilia.— ¿Cómo pudo el corazón de Tito

perder su habitual bondad?

Tito.— Él se acerca; ¡callad!

Servilia.— ¡Oh, Sesto!

Annio.— ¡Oh, amigo mío!

Traen a Sesto delante de Tito.

Tito.— Sesto, conoces

cuales han sido tus delitos

y sabes también cuales son las penas.

Hubo disturbios en Roma,

se ha ofendido al soberano,

se han violado las leyes,

la amistad ha sido traicionada;

el mundo, el cielo

claman por tu muerte;

y sabes también que de la traición

fui el único objeto.

Ahora escucha.

Vitellia, entrando de prisa.— Aquí tienes, excelso Augusto,

a tus pies, la más confusa...

Tito.— ¡Ah, levántate!

¿Qué haces? ¿Qué quieres?

Vitellia.— Pondré delante de ti

al autor de esta terrible conjura.

Tito.— ¿Dónde está? ¿Quién empleó

tantas insidias contra mi vida?

Vitellia.— No lo creerás.

Tito.— ¿Por qué?

Vitellia.— Porque fui yo.

Tito.— ¿Tú?

Sesto, Servilia.— ¡Oh, cielos!

Annio, Publio.— ¡Oh, dioses!

Tito.— ¿Y cuántos más,

cuántos más me habéis traicionado?

Vitellia.— Yo soy más culpable que nadie:

yo armé la trama,

yo seduje a tu más fiel amigo,

yo abusé de su ciego amor

para hacerte daño.

Tito.— Pero, ¿cuál fue la causa de tu desdén?

Vitellia.— Tu bondad.

Creí que era amor.

Esperaba recibir de ti

tu mano y el trono;

me sentí más veces abandonada

y busqué venganza.

Tito.— ¿Pero qué día es este?

Así como absuelvo un reo,

descubro otro.

¿Y cuándo encontraré, justos númenes,

un alma fiel?

Una conjura de los astros,

eso creo, para obligarme,

contra mi propia naturaleza, a ser cruel.

No, no tendrán este triunfo.

De mi virtud extraigo la fuerza

para este combate.

Veremos si resulta más constante

la perfidia de los otros o mi propia clemencia.

¡Guardias! Liberad a Sesto;

devuelvan a Lentulo

y a sus secuaces su vida en libertad.

Que conste para Roma

que soy el mismo, que sé todo,

a todos absuelvo y todo olvido.

Sesto.— Tú, Augusto, me absuelves, es verdad,

pero no así mi corazón,

que llorará el error

en tanto tenga memoria.

Tito.— El verdadero arrepentimiento,

del que tú eres capaz,

vale más que una inalterable,

constante fidelidad.

Vitellia, Servilia, Annio.— ¡Oh, generoso! ¡Oh, grande!

¿Quién ha sido nunca capaz de llegar a tanto?

Arranca de mis ojos el llanto

su excelsa bondad.

Eternos dioses...

Todos, excepto Tito.— Eternos dioses,

velad sobre sus sagrados días

y en él depositad

la felicidad de Roma.

Tito.— Truncad, eternos dioses,

truncad mi vida,

el día en que el bien de Roma

deje de ser mi única finalidad.

FIN

**********

Nota. Las ediciones de esta traducción de Nahuel Cerrutti, del libreto de La clemenza di Tito / La clemencia de Tito, ópera de Wolfgang A. Mozart y Caterino Mazzolà, son:

1. Nahuel Cerrutti Carol · Editor, Colección Violín de Carol, Libretos de Ópera, (Edición bilingüe),Buenos Aires, 2014.

2. nahuelcerrutti.com / Ópera, 2025.