Nahuel Cerrutti: Acerca de Luis Vélez de Guevara · La serrana de la Vera.
Compañía Nacional de Teatro Clásico. Temporada 2003-2004. Dirección: María Ruiz.
Madrid, Teatro Pavón.
Reparto (por orden de intervención):
Giraldo Roberto Quintana
Don Lucas Joaquín Notario
Trovadora María Mendizábal
Gila Mia Esteve
Pasqual José Montesinos
Mingo Toni Misó
Vicente Marco Aurelio González
Blas Alejandro Britos
Don García José Luis Martínez
Llorente Nacho de Diego
Pasquala Carolina Solas
Sargento Julio Escalada
Andrés Eleazar Ortiz
Magdalena Eva Isanta
Don Fernando Víctor Villate
Doña Isabel Miriam Montilla
Don Juan de Carvajal Arturo Querejeta
Don Rodrigo Jirón Modesto Fernández
Músico Luis Miguel Cobo
Realización escenografía Odeón Decorados
Realización vestuario y zapatería Cornejo
Estructura Retom
Realización muñeco Clap
Realización proyecciones Álvaro Luna
Fotos Alberto Nevado
Diseño cartel Esperanza Santos
Diseño gráfico Vicente A. Serrano
Ayudante de vestuario José Miguel Ligero
Asistentes del escenógrafo Pedro Silva, Sara Fanqueira
Ayudante de escenografía Ricardo Sánchez
Ayudantes de dirección Víctor Velasco, Pedro G. de las Heras
Movimiento escénico Mar Navarro
Maestro de armas Joaquín Campomanes
Asesor de verso Vicente Fuentes
Iluminación Felipe Ramos
Música José Nieto
Vestuario Javier Artiñano
Escenografía José Manuel Castanheira
Versión Luis Landero
Dirección María Ruiz
La consideración que de la obra teatral de Vélez se ha tenido, sufrió a lo largo del tiempo más variaciones que la de sus contemporáneos –Lope, Tirso, Castro, Montalbán, Alarcón, Amescua–, una vez que se le ha dado un lugar entre los seguidores (válidos) del mismo Lope.
Luis Vélez de Guevara (Écija, Sevilla, 1579 – Madrid, 1644) mantuvo constante su fama gracias a una obra de producción tardía editada en 1641 y «a la que debió de entregarse como descanso o diversión de su obra dramática» (Alborg, 1977: 394), la novela picaresca El diablo cojuelo.
En cuanto a su teatro se refiere, la fama no sido así de constante con el autor de aproximadamente cuatrocientas obras, el más prolífico después de Lope, pero que a diferencia de éste, como así también de otros dramaturgos de la época, no se preocupó en publicar. La consecuencia de tal actitud, es que en 1917, cuando Emilio Cotarelo dedicó un estudio específico a la obra dramática de Vélez, pudo tan sólo tratar acerca de unas noventa piezas, de modo que, como señala Alborg (1977: 381), «un juicio global de la dramática de Vélez de Guevara no puede, pues, hacerse aun en nuestros días sino de forma muy incompleta por el corto número de sus obras a que se tiene acceso».
Más allá de algunos juicios en los que aparece la envidia como primera motivación, gozó Vélez de especial estima –personal y profesional– de buena parte de sus colegas; así lo significaron tanto Lope de Vega como Juan Pérez de Montalbán o Salas Barbadillo, como también lo hizo Cervantes, que muestra abiertamente su afecto en unos versos incluidos en su Viaje del Parnaso:
Topé a Luis Vélez, lustre y alegría
y discreción del trato cortesano,
y abracéle en la calle a medio día.
Su fallecimiento quedó así recogido por José de Pellicer, gacetista de la época, en los Avisos de Madrid del 15 de noviembre de 1644: «El jueves (fue día 10), murió Luis Vélez de Guevara, natural de Écija, ujier de cámara de su Majestad, bien conocido por más de 400 comedias que ha escrito y su grande ingenio, agudos y repetidos dichos y ser uno de los mejores cortesanos de España ... Y se han hecho a su muerte e ingenio muchos epitafios, que entiendo se imprimirá en libro particular, como el de Lope y Montalbán». (cf. Vélez, 2001: 21).
La serrana de la Vera:
Vélez dio por terminada su Serrana en el año 1603, pero la transformación de los romances populares y otras fuentes de la tradición en obra dramática ya había sido acometida poco antes nada menos que por Lope de Vega. Esto demuestra en principio la fortuna del tema por haber sido elegido por los «elegidos» y a los que siguieron, con mayor o menor acierto, otras serranas. La difusión que entre el pueblo debió de tener el romance de la serrana garantizaba la conexión inmediata y, como no, el éxito ante el público de la época. Tanto debe haber sido que el mismo Lope decidió retomar el tema alrededor de 1615 para recrearlo bajo el nombre de Las dos bandoleras. También lo intentaron Bartolomé de Enciso y José de Valdivieso con La serrana de la Vera o La Montañesa en 1618 y La serrana de Plasencia en 1619, respectivamente.
El tema, que se apoyaba también en la preocupación social motivada por el bandolerismo en general, no podía pasar desapercibido al «ojo clínico» de Lope, Vélez u otros dramaturgos, y que el bandolero fuese una mujer, que obsesionada por su deseo de venganza ante el hombre o los hombres que habiendo destruido su dignidad, la impulsaban a ocultarse en montes o serranías a la espera de consumar su odio dando muerte a quien la había agraviado, era tema que tenía todas las cartas en regla por su misma «carga» dramática, y por otra, la posibilidad de realizar un personaje femenino que se saliera tanto de los moldes sociales como de la convención dramática de la época.
En el caso de la Serrana de Vélez, éste no solo contaba con lo anteriormente dicho, sino que además tenía a la actriz –Jusepa Vaca, a quien va dedicada la obra– capaz de encarnar a un personaje tan fuerte como conflictivo, dada su naturaleza dividida entre lo femenino y lo masculino, imposible de ser aceptado por la rígida moral imperante del siglo XVII, en esa «sociedad castellana rancia, –según Bolaños– defensora de una pureza de raza e invadida por un puritanismo exacerbado, verá peligrar esa estabilidad necesaria para que todo funcione pero sin que nada se mueva. (...) Si el teatro formó parte del aparato publicitario y de apoyo a las clases dominantes del Antiguo Régimen, es evidente que este teatro no podía ser el elegido». (Vélez, 2001: 40).
Vélez sitúa la escena en Garganta la Olla, aldea cercana a Plasencia. Giraldo, un labrador viejo y rico se niega a alojar al Capitán don Lucas de Carvajal, que ante la negativa, lo hace zarandear por la soldadesca que lo acompaña. Giraldo, ante la imposibilidad de defenderse dada su vejez, interpone la figura tan gallarda como hermosa de su hija Gila: ella saldrá en su defensa a su regreso de la cacería.
Gila, vestida de cazadora, escopeta en mano y cuchillo en la cintura, entra todavía excitada por el recuerdo reciente de su enfrentamiento con un jabalí al que ha matado. No dudará en echar de su casa al altivo y prepotente capitán, al que conducirá amenazándolo con la escopeta en ristre hasta el cruce de caminos. Dos veces por la serrana derrotado, una por su hermosura y otra por su valor, jurará el capitán venganza.
Las fiestas en Plasencia atraen a gente de distinta catadura, del lugar y de fuera, campesinos de la Vera, alegres vendedoras, espadachines fanfarrones y provocadores y como no, al sonido festivo de la fanfarria, hasta los mismísimos reyes de España. De la pareja de espadachines, dará pronto cuenta Gila, midiéndose con arrojo en ese terreno tradicionalmente no apto para féminas, y de matones los dejará en gallinas obligándolos a huir de la Vera. Pero Gila es como es, y lo es ante quien sea, y arrodillada frente a don Fernando y a doña Isabel, declarará a la católica reina su admiración, su adoración y su enamoramiento, y que mejor argumento para enamorarla que bajar al coso y enfrentarse al toro. Algo se habrá movido dentro de tan alta señora de majestuoso porte, y en el Rey, porque Gila, enamora. Pero los mensajeros, se sabe, prefieren las noticias malas a las buenas, y el anuncio de que el caballo arrojó de la silla al príncipe heredero, impone la súbita tristeza en los corazones, cesa entonces la fiesta e impide la dicha de la serrana de la Vera.
Ha regresado el Capitán, con más de doscientos hombres como si fuera a abrasar la tierra, pero en cambio convence a Giraldo para que le conceda la mano de su hija, y a Gila ofrece, además de amor, ser virreina y señora de la Vera, razón de peso para imitar a doña Isabel. En la noche, y dada la inminencia de la boda, Gila cederá a la pasión; en cambio, el amanecer verá al Capitán, ufano, comunicar a su lugarteniente que le espera a la vera del camino, que con la posesión se desvanece el romance y su venganza ha sido consumada: llegar, engañar y vencer, es el lema, antes de marchar.
Y con su despertar Gila sabrá todo lo que hay que saber acerca de la traición y del fuego que abrasa su alma, de su desdicha y de su honor vencido: jurará no perdonar la vida a hombre alguno hasta su propia muerte o hasta que su propia mano vengue la afrenta matando al que la agravió.
La sierra, ese paraje inhóspito de la Vera, es el sitio ideal para ocultar a la Serrana, cuya fama como salteadora y asesina de caminantes crece día tras día. Cuando aparece don Fernando, solo, armado con un venablo, Gila por detrás le apunta con su escopeta decidida a eliminarlo, pero cuando lo reconoce, no lo mata; considera que en realidad el Rey no es hombre sino Dios en la tierra, y lo deja ir pese a la advertencia de don Fernando de cuidarse de la Hermandad, sus hombres, que llevan orden de apresarla. Pero no es el día sino la noche la que decide el destino, y la penumbra acercará a su guarida al Capitán, que momentáneamente separado de sus amigos, deambula desorientado; la noche, que difumina los contornos, es aliada natural de la confusión, pero no diluye las voces, y su sonido se ahonda en la memoria y la descubre en la noche fría y estrellada de la Vera, y el puñal, sediento, no evitará su terrible destino.
Inútiles los grillos y las cadenas que impondrán a la Serrana una vez que ella se ha vengado, y el Rey, que impertérrito, cual Dios en la tierra, confirmará la sentencia de muerte a quien le ha perdonado la vida.
Por lo general, en las escenificaciones de obras clásicas se adapta parcialmente el lenguaje al uso actual a la vez que parte del mismo se atiene al original. La puesta al día del mismo puede responder a una necesidad básica de comunicación que en el teatro es imprescindible y, que duda cabe, que las formas arcaicas la dificultan. Así, desde la primera entrada, Giraldo se dirige al Capitán don Lucas de Carvajal, según la versión de Landero (Vélez, 2004: 51) –izquierda–, que difiere de la original en la edición de Bolaños (Vélez, 2001: 97) –derecha–, diciendo:
[1] “Si sois capitán del rey, Si sois capitán del rey,
[2] sedlo muy enhorabuena, seldo muy enorabuena,
[3] que no me puede dar pena que no me puede dar pena
[4] el servirlo en toda ley; el serville a toda ley
[5] pero en mi casa jamás pero en mi casa jamás
[6] se alojó nadie, y sospecho se aloxó nadie y sospecho
[7] que el Concejo no lo ha hecho, que el Concexo no lo a hecho,
[8] ni el alcalde. ni el Alcalde.
Algunos cambios no afectan a la comunicación puesto que sólo inciden en la grafía:
(+ / - h) en enhorabuena / enorabuena [2]; (+ / - h) en ha / a [7]; (min. / may.) en alcalde / Alcalde.
Otros, por el contrario, son significativos bajo ese aspecto:
Seldo [2]: «Metátesis por ‘sedlo’. Este tipo de fenómeno era habitual en la época. Aunque empezó a decaer, siguió usándose en la parte meridional de España, de aquí su frecuente empleo por el autor»; serville: «por ‘servirle’. Es frecuente esta forma de infinitivo asimilado al pronombre de 3.ª persona enclítico. Cfr. F. A. Lázaro Mora, “rl>ll en la lengua literaria”, RFE, LX, (1978-1980), pp. 267-283». (Vélez, 2001: 97).
Aun cuando esta clase de diferencias a nivel léxico subsisten en toda la obra, no se introducen cambios, por ejemplo, en el tipo de versificación empleado; cambios, que de haberse efectuado, la hubieran desestructurado a tal punto que podríamos entonces hablar de «otra» obra, o por lo menos, de una obra «basada en» la original.
Aunque la polimetría es rasgo común en la dramaturgia del Siglo de Oro, cada autor mostró su preferencia por una u otra forma métrica y por un uso específico de los distintos metros según las necesidades dramáticas de cada momento en una obra. El uso personalizado se convirtió en marca de estilo de los autores, en grado tal que, por ejemplo, «el tipo de estrofa usada por Lope, su modalidad y evolución, fue también un valioso documento sobre el que Morley y Bruerton fijaron la cronología de sus comedias: les sirvió también para asegurar la autenticidad de las atribuidas. Antes de 1604, las formas métricas predominantes son las redondillas, las quintillas, los versos sueltos y los diálogos en romances. Las décimas adquieren más importancia en el período final a partir de 1620. Es decir, el desarrollo de las formas métricas en Lope es claro y fácil de detectar». (Carreño, 2002: 206). Si se tiene en cuenta que la redacción de la Serrana data de 1613, Vélez de Guevara se encuadra dentro de la tendencia generalizada en esos años en cuanto a la preferencia de una de las formas métricas citadas –la redondilla– sobre otras, pero en lo que a este autor se refiere, dicha preferencia se hace extensible a otras obras suyas. En el caso de la Serrana, del estudio realizado por Bolaños (Vélez, 2001: 72), resulta que de los 3305 versos que componen la obra, 1544, es decir, el 46,7%, son redondillas; el resto está expresado en romance, décimas, endecasílabos sueltos y pareados, octavas y otros octosílabos, y tercetos.
La redondilla no solo domina por su número, sino que, al modo de la tónica o nota fundamental en música, hacia la que tienden las otras notas de la escala, la redondilla es la combinación estrófica con la que se inicia cada uno de los tres actos de la obra.
Ni el texto original ni la versión de Landero ofrecen acotaciones explícitas relacionadas con el tono; las intenciones y los significados expresables gracias al tono están implícitos en el texto recitado.
En lo que respecta al acento, la actualización léxica parece haber unificado las diferencias léxicas que entre el habla de los campesinos y los demás, hubieran podido ser significativas. En la versión preparada para la ocasión dichas diferencias se han minimizado.
En alguna escena clave –Acto segundo: Gila, en camisón, grita su desesperación de mujer engañada–, la intensidad requerida parece conspirar contra la claridad puesto que el instrumento de Mia Esteve se quiebra. Si se exceptúa lo que acabo de señalar, las voces en general, incluida la de la actriz catalana, modulan a favor del sentido de los mensajes.
En el apéndice dedicado a las acotaciones explícitas que aparecen en el texto de Vélez, Bolaños detecta 41 referidas al gesto (Vélez, 2001: 311-319); las acotaciones implícitas son, en cambio, 52. (Ídem: 321-332). No parece haber acotaciones ni explícitas ni implícitas en lo que hace a la mímica del rostro, pero ésta puede ser en muchos casos una consecuencia de aquél: Acto I: en la pelea callejera que enfrenta a Andrés con Mingo, el primero propina un duro golpe en la cabeza al segundo; la acotación en el texto original dice, dale en la cabeza y suelta la espada (Ídem: 144), es decir, dos indicaciones gestuales marcadas por los verbos que tendrán como consecuencia sendos reflejos en la mímica del rostro, de satisfacción y superioridad en Andrés y de dolor en Mingo. Los significados mostrados son fundamentales en la construcción y definición de ambos personajes, Andrés, el ‘bravo’ y Mingo, el ‘gracioso’. En esta puesta, los dos actores –Eleazar Ortiz y Toni Misó– dan el tipo; Misó, cuyo personaje de ‘gracioso’ no carece de complejidad, lo realiza de forma muy convincente.
Resultan bien resueltas las escenas de conjunto en las que la tarea del especialista en Movimiento escénico –Mar Navarro– requiere desplazar todos o la mayoría de los elementos del tutti actoral sin que se incurra en el riesgo de dispersión de la atención del espectador respecto de aquellos personajes –también en movimiento– sobre los cuales se debe focalizar la misma.
Escenas importantes bajo este aspecto son, en el Primer Acto, cuando Gila echa al Capitán a punta de escopeta, y en la que están presentes, además de los dos personajes citados, Giraldo, Pascual, Mingo, Vicente, Blas y Magdalena; la fiesta en Plasencia, con más personajes en escena que la anterior y que incluye la pelea, no exenta de cierta espectacularidad y movimiento rápido, entre Andrés y Mingo, primero, y entre Gila, Andrés y el Sargento, después.
En el Segundo Acto, la escena de la petición de mano, requiere movimientos más lentos que la anterior.
En el Tercer Acto, la escena final en la que todos miran a Gila que va a ser empalada, y en la que el problema a resolver es justamente la casi total ausencia de movimiento, por la que la distribución de los personajes reviste especial importancia.
El traje, el maquillaje y el peinado, tres lenguajes, que bien pueden ser estudiados a fondo por separado, aparecen muy unidos entre sí en la percepción del personaje; los tres deben coincidir en la mostración del aspecto exterior del mismo para que su imagen no parezca resquebrajada. Esto permite, sobre todo si alguno de ellos no es considerado especialmente significativo en una puesta en escena determinada, como acontece en ésta con el maquillaje y el peinado, comentarlos bajo un sólo epígrafe.
Qué duda cabe que, como dice Kowzan (1969: 43), «en el teatro, el hábito hace al monje»... [y] «constituye el medio más externo, más convencional de definir al individuo humano». La misma convención teatral proporciona pautas muy experimentadas sobre como vestir a estas figuras –la dama, el rey, el galán, el padre, la criada, el gracioso, etc.– que responden en mayor o menor medida a un cuadro caracterológico homogéneo y que gracias al genio de Lope se convirtieron en verdaderos mecanismos de relojería.
Esta puesta de la Serrana de Vélez, tiene en Javier Artiñano un figurinista tan experimentado como eficaz, de manera que si las actrices y los actores modelan adecuadamente sus personajes, como aquí ocurre, los trajes les calzan, nunca mejor dicho, a medida.
Un apunte sobre el maquillaje: Acto Primero. Durante la fiesta en Plasencia, Mingo sale corriendo del coso con los calzones caídos; es muy evidente que el toro ha estampado su marca bajo forma de enorme moratón en su culo desnudo. En esta escena, apropiada para un «gracioso», el maquillaje congrega a su alrededor y en un instante a los demás lenguajes concentrándolos en un solo punto de un personaje y del entero escenario.
Si considero, como hago, que tanto los árboles como la charca que aparecen en el Tercer Acto forman parte del sistema del decorado, se pone inmediatamente de manifiesto la extrema austeridad que esta puesta en escena tiene prevista respecto de este aspecto del espacio escénico. Sin embargo, esta «escasez» confiere a algunos accesorios un alto valor semiológico; tal es el caso de ese farol encendido que porta Andrés a brazo alzado en la escena del Segundo Acto en que aparece por el lado izquierdo del espectador acompañado por García y el Sargento, y que responde a la acotación explícita de la versión de Landero (... Está amaneciendo) (Vélez, 2004: 74), pero que no consta entre las acotaciones originales de Vélez según la edición de Bolaños que utilizo (Vélez, 2001: 219). El farol, más que la iluminación general baja, será el signo determinante de la nocturnidad y que quedará confirmado o reforzado solo más adelante por la palabra, cuando el Sargento diga: «Pues si hay que decir verdad, / ya amanece, y no quisiera / que nos cogiera aquí el día, /» (Vélez, 2004: 74).
No duda Haro Tecglen (2004) en usar el calificativo de «ostentoso» para referirse al decorado que «cubre parte del patio de butacas y el público se ha de acomodar en el entresuelo». Esta es, pues, una primera impresión –incontestable– que se recibe y que no impide pensar a continuación que el decorado ha sido ideado para otro teatro o, también, que el teatro donde se produce la representación no ha sido tenido en cuenta en cuanto a dimensiones se refiere.
Trátase de una amplia explanada cerrada en el foro por una pantalla semi inclinada y coronada en el lado derecho del espectador por una elevación que bajo forma de quilla en su máxima altura alcanza el entresuelo, y que para Haro (2004) es un innecesario «espigón como de feria». Con todo, el espacio escénico así concebido, se demuestra eficaz en la práctica en tanto que espacio grande y múltiple.
Su amplitud facilita el movimiento en las escenas de conjunto, como aquella del Primer Acto en la que Andrés y el Sargento se enfrentan con sus espadas para llamar la atención y con evidente afán de provocación, Mingo entra al trapo presionado por Gila a la que intenta agradar y es desarmado y ridiculizado por Andrés, todo ello como prólogo al enfrentamiento de la serrana contra los dos a los que vencerá y de la que huirán despavoridos; al combate asisten otros siete personajes –once en total– sin que se eche en falta el espacio.
Concebido asimismo como espacio múltiple, no sufre modificaciones de importancia a lo largo de la obra, si se exceptúan los árboles iluminados que surgen al comienzo del Tercer Acto y la charca ubicada en el proscenio que queda al descubierto mediante una trampilla corrediza, elementos que agregados al espacio desnudo, configurarán la inhóspita serranía –«sierra, de miedo», dirá Gila; «¡Qué peñascos, qué aspereza!», dirá el rey don Fernando (Vélez, 2004: 81)– en la que se esconderá Gila para cumplir su trágico destino.
Sin esos elementos adicionales, en el Primer Acto el mismo decorado será la entrada a la casa del labrador Giraldo en la aldea de Garganta de la Olla; el cruce de caminos al que conducirá Gila apuntándole con la escopeta al Capitán, que más tarde habrá de seducirla, para expulsarlo del lugar: «Ésta es la cruz del lugar; / la horca, aquélla; y es aquél / el camino de Plasencia, / y aquél el de Jarandilla; / no volváis más a la villa / a tentarme la paciencia, / que os volaré, ¡vive Dios! / mucho mejor que lo digo» (Vélez, 2004: 56); la ciudad de Plasencia, en donde al combate antes citado, sucederá la visita de los reyes don Fernando y doña Isabel y ante los cuales se presentará la serrana: «Gila Giralda me llaman, / hija de Giraldo Gil» (Vélez, 2004: 64).
El Segundo Acto presentará el mismo espacio como campo cercano a la casa y posibilitará el encuentro entre Mingo y Gila que, ociosa y burlona, jugueteará con el enamorado tontorrón; será el interior de la casa de Giraldo a la que habrá regresado el Capitán para convencerlo acerca de su deseo de casarse con su hija, y a Gila, a quien convencerá con razones de amor y de poder; al amanecer será también el camino a cuya vera García, el Sargento y Andrés esperan a que el Capitán consume su engaño: «Con la ocasión / de estar cerca del casamiento, / debió de cumplir su intento, / que su altiva condición / no pienso que de otra suerte / pudiera nadie rendir» y que él, a su llegada, confirma: «Yo llegué, engañé y vencí» (Vélez, 2004: 74); poco después, en un sitio no definido pero cercano a la casa, Gila gritará su desdicha y el agravio de que ha sido objeto y tomará la terrible decisión de armarse y esconderse en la sierra después de jurar que matará a todos los hombres que aparezcan hasta encontrar a aquél que le robó su dignidad.
A través de la relación entre espacio y acción he pretendido explicar lo importante que resulta la escenografía tal como la ha concebido José Manuel Castanheira, que de este modo justifica la toma parcial del espacio dedicado al espectador en beneficio de aquél dedicado a la creación, a la vez que, todo lo proyectado desde y gracias a ese gran espacio escénico hacia el espectador, habrá garantizado la comunicación artística.
Tal vez convenga recordar que «la iluminación teatral es un procedimiento bastante reciente (en Francia no se introdujo hasta el siglo XVII)» (Kowzan, 1969: 47), y que, «en lo que a España se refiere, a principios del siglo XIX todavía los teatros españoles se alumbraban con candiles...,» (Oliva, 2000: 277). Ni Vélez y sus contemporáneos, ni otros dramaturgos posteriores tanto dentro como fuera de España, pudieron contar a la iluminación entre los lenguajes teatrales posibles ya que, como tal, balbuceó en el siglo XIX a partir de que la electricidad desplazó a la iluminación por gas y fue desarrollado en su plenitud durante el pasado siglo XX.
Podemos analizar la iluminación de esta puesta desde dos ángulos: a) la iluminación que forma parte de la arquitectura escénica y, b) la exterior a la misma.
El primer apartado se refiere a que toda la superficie pisable se ilumina desde abajo a voluntad, de acuerdo a un diseño de franjas luminosas tenues pero firmes que delimitan espacios triangulares. Estas «marcas» impiden que el espacio, siendo grande como es, resulte indiferente, a la vez que confiere a las escenas nocturnas un cierto aire que sin llegar a ser inquietante es, al menos, extraño. Parecen también extraños los árboles, que en forma de tubo del que se abre, a su vez, otro tubo a modo de rama única, surgen desde abajo, aquí y allá, iluminados, para crear una exótica y fantástica arboleda.
La iluminación exterior tiene su punto más significativo en las escenas finales del Tercer Acto: un potente –y terrible– foco desde la derecha del espectador subraya de manera descarnada los trágicos momentos finales.
El lenguaje musical puede ser considerado bajo tres apartados: a) la música del espectáculo; b) la música agregada al espectáculo o música de ambientación y, c) la música en el espectáculo.
a) Es un tema muy sencillo que, a modo de leitmotiv, introduce la obra y la segunda parte de la misma, y con mínimas variantes, reaparece en alguna otra ocasión.
b) Subraya con fuerza algunos momentos de especial dramatismo; sirve de apoyo con un continuo sonoro grave a algún monólogo de Gila y «llena» con eficacia otros momentos.
c) En el Primer Acto la trovadora precede con su copla la primera entrada de Gila, de la que ensalza su hermosura y bizarría; hace lo propio en el comienzo del Tercer Acto, pero mostrándola en su nueva faceta de vengadora, y en la fiesta campesina, antes que Gila aparezca de improviso y coja a Pascuala, la niña. La música de las canciones está escrita para los registros medio y grave de una voz de soprano que el instrumento redondo y cálido de María Mendizábal rinde a la perfección.
El sonido no es un lenguaje especialmente relevante en esta versión. En algún momento, el ulular del viento refuerza el carácter inhóspito de la sierra que sirve de guarida a Gila; en otro anterior, el ruido de las espadas traslada al espectador a los muchos combates que la ficción le ha proporcionado; y en otro aún, el golpe seco de un bastón contra el suelo finaliza una escena estática para dar paso a la siguiente con más movimiento escénico.
Algunos de los múltiples sentidos de esta obra excepcional del teatro del Siglo de Oro español han sido puestos de manifiesto en este trabajo crítico, otros muchos no, y de ello soy deudor.
La venganza, ese acto totalizador en el que se realiza el odio, deja tras de sí el vacío incuestionable. El arte no llena ese vacío, pero lo cuestiona.
Bibliografía:
Alborg, Juan Luis (1977): Historia de la Literatura Española. II. Época barroca. Madrid, Gredos.
Carreño, Antonio: Métrica. En, Frank P. Casa, Luciano García Lorenzo, Germán Vega, García-Luengos (Dirs.) (2002): Diccionario de la comedia del Siglo de Oro. Madrid, Castalia.
Haro Tecglen, Eduardo (2004): La vengadora. Madrid, El País, 31.03.04.
Kowzan, Tadeusz (1968): El signo en el teatro. Introducción a la semiología del arte del espectáculo. En, Theodor W. Adorno y otros (1969): El teatro y su crisis actual. Caracas, Monte Ávila.
Oliva, César y Francisco Torres Monreal (2000): Historia básica del arte escénico. Madrid, Cátedra.
Tordera, Antonio (1999): Teoría y técnica del análisis teatral. En, Jenaro Talens, José Romera Castillo, Antonio Tordera y Vicente Hernández Esteve (1999): Elementos para una semiótica del texto artístico. Madrid, Cátedra.
Vélez de Guevara, Luis (ed., Piedad Bolaños) (2001): La serrana de la Vera. Madrid, Castalia.
Vélez de Guevara, Luis (versión, Luis Landero) (2004): La serrana de la Vera. Madrid, Compañía Nacional de Teatro Clásico.
Nahuel Cerrutti, Madrid, abril de 2004.