Gaetano Donizetti – Salvatore Cammarano · Lucia di Lammemoor. Traducción: Nahuel Cerrutti.
ÓPERA EN TRES ACTOS
La escena se desarrolla en Escocia a final del siglo XVII.
PERSONAJES
LUCIA DI LAMMERMOOR · Hermana de Enrico y prometida de Edgardo · Soprano
EDGARDO DE RAVENSWOOD · Antiguo propietario del castillo de Ravenswood · Tenor
ENRICO ASHTON · Actual propietario del castillo, enemigo de Edgardo · Barítono
RAIMONDO BIDELBENT · Capellán y confidente de Lucia · Bajo
LORD ARTURO BUCKLAW · Pretendiente de Lucia · Tenor
ALISA · Doncella y confidente de Lucia · Soprano
NORMANNO · Jefe de la guardia del castillo y confidente de Enrico · Tenor
ACTO PRIMERO
Escena primera
Jardines del castillo de Ravenswood.
Normanno, Coro.— Recorred / Recorramos las playas vecinas,
y de la torre sus vastas ruinas;
que caiga el velo de tan infame misterio,
lo pide..., lo exige el honor.
La execrable verdad resplandecerá
como un rayo entre nubes de horror,
lo exige el honor.
El Coro sale. Entran Enrico y Raimondo. Enrico se adelanta con fiereza.
Normanno, acercándose respetuosamente a Enrico.— ¡Estás inquieto!
Enrico.— Tengo buenos motivos,
ya lo sabes: palideció la estrella que rige mi destino;
entretanto Edgardo, ese mortal enemigo
de mi prosapia, levanta desde sus ruinas
su frente altanera y ríe.
Solo una mano puede reafirmar
mi vacilante poder,
¡pero Lucia osa rechazar esa mano!
¡Ah, ya no es mi hermana!
Raimondo.— Virgen doliente
que gime sobre la tumba reciente
de su querida madre,
¿podría al tálamo volver su mirada?
Respetemos su corazón,
que acongojado por el dolor
rehúye el amor.
Normanno, con ironía.— ¿Reacia al amor?... Lucia
arde de amor.
Enrico.— ¿Qué dices?
Raimondo.— (¡Oh cielos!).
Normanno.— Escuchadme. Ella estaba más allá del parque,
en los senderos solitarios donde su madre
fue sepultada; fue entonces que un toro
impetuoso se le echó encima.
En el aire se oyó retumbar
un golpe, y al suelo, de repente,
cayó la bestia.
Enrico.— ¿Y quién disparó?
Normanno.— Alguien... que no quiso revelar su nombre.
Enrico.— Lucia quizá...
Normanno.— Se enamoró.
Enrico.— ¿Entonces volvió a verlo?
Normanno.— Cada día, al alba.
Enrico.— ¿Dónde?
Normanno.— En aquel sendero.
Enrico.— ¡Tiemblo!
¿Descubriste al seductor?
Normanno.— Solo
tengo una sospecha.
Enrico.— ¡Oh! Habla.
Normanno.— Es tu enemigo.
Raimondo.— (¡Oh, santo cielo!).
Normanno.— Tú lo detestas.
Enrico.— Podría ser... Edgardo.
Raimondo.— (¡Ah!).
Normanno.— Lo dijiste.
Enrico.— ¡Un cruel y funesto desvarío
despertaste en mi pecho!
¡Es horrible, demasiado horrible
esta fatal sospecha!
Me siento helar y tiemblo;
se me eriza el pelo.
Mi propia hermana
colmada de tanto oprobio.
Normanno.— Aunque piadoso con tu honra
fui contigo cruel.
Raimondo.— (¡Oh cielo, imploro tu clemencia;
desmiéntelo!).
Enrico.— ¡Ah! Antes de revelarte como rea
de un amor tan pérfido,
ojalá un rayo te partiera...
Normanno y Raimondo.— ¡Cielos!
Enrico.— ¡Si este dolor no fuera tan grande!
Coro, acudiendo hacia Normanno.— Tu duda es ya certeza.
Normanno, a Enrico.— ¿Quieres oírlo?
Enrico.— Dilo.
Raimondo y Coro.— (¡Qué día!).
Coro.— Como vencidos por el cansancio,
después de mucho errar en derredor,
descansábamos en el vestíbulo en ruinas
de la torre:
De pronto, un hombre pálido
lo recorrió en silencio;
al acercarse a nosotros
lo reconocimos,
pero él, montado sobre un rápido corcel
desapareció de nuestra vista.
Un halconero
nos reveló su nombre.
Enrico.— ¿Quién es?
Coro.— Edgardo.
Enrico.— ¡Él!
¡Oh, qué rabia me enciende!
Mi corazón no puede contenerla.
Raimondo.— Ah, no lo creas...
No, no...
Enrico.— No, mi corazón no la puede contener.
¡No, no puede! ¡No, no!
Raimondo.— ¡Ay, detente!...
Ella... ¡Ah!
Enrico.— No, no.
Raimondo.— ¡Escúchame!
Enrico.— ¡No quiero escuchar!
Mitigados sentidos en vano
me dictan piedad para ella.
Háblame solo de venganza
y podré entenderte.
¡Miserables! Mi furor
ruge tremendo sobre vosotros.
Apagaré con sangre
la llama impía que os consume.
¡Sí, sí la apagaré,
con sangre la apagaré!
Raimondo.— ¡No, no, no puede!
¡No, no, no puede!
Coro.— Sí, sí, la apagará!
Sí, sí, la apagará!
Escena segunda
Parque. Se ve la fuente de la Sirena, ornamentada con todos los frisos de la arquitectura gótica, parcialmente rodeada por las ruinas de un otrora bello edificio que la protegía. Es el atardecer. Lucia, muy agitada, entra con Alisa.
Lucia.— ¡No llegó todavía!
Alisa.— ¡Incauta!, ¿dónde me has traído?
Aventurarte cuando tu hermano viene por aquí
es una alocada osadía.
Lucia.— ¡Es cierto! Pero Edgardo debe saber
qué horrible peligro lo amenaza.
Alisa.— ¿Por qué miras en derredor
tan aterrorizada?
Lucia.— ¡Esta fuente, ah!... Nunca
puedo mirarla sin temblar; tú lo sabes:
Un Ravenswood, ardiendo
de celos, mató aquí a su amada mujer;
cayó la infeliz al agua
y aquí permanece sepulta...
Fue su fantasma quien se me apareció...
Alisa.— ¡Qué dices!
Lucia.— Escucha:
Reinaba plena en el silencio
la noche oscura;
tétrico, un pálido rayo de luna
caía sobre la fuente,
cuando en el aire se dejó oír
un débil gemido;
fue entonces que allí enfrente
apareció el fantasma, ¡ah!
Vi sus labios moverse
como si hablara,
y su desmayada mano
parecía llamarme.
Por un momento permaneció inmóvil
y de pronto desapareció,
y el agua antes límpida
enrojeció de sangre.
Alisa.— ¡Oh Dios! ¡Qué claros y tristes
presagios me transmite tu voz!
¡Ay Lucia, Lucia, desiste
de tan tremendo amor!
Lucia.— Él es la luz de mis días
y el consuelo de mis penas.
Cuando presa del éxtasis
de su ardiente pasión,
desde su corazón
me jura fidelidad eterna,
olvido mi angustia
y el llanto se vuelve felicidad.
A su lado las puertas del cielo
parecen abrirse para mí.
Alisa.— ¡Ah! Días de amargo llanto
se acercan a ti.
¡Ah! Lucia, ¡ah!, ¡desiste!
Lucia.— Ah! Cuando presa del éxtasis
de su ardiente pasión,
desde su corazón
me jura fidelidad eterna,
olvido mi angustia
y el llanto se vuelve felicidad.
A su lado las puertas del Cielo
parecen abrirse para mí.
Alisa.— Él se acerca; cauta, vigilaré
la entrada cercana.
Alisa sale. Entra Edgardo.
Edgardo.— Perdona si he pedido verte
a horas tan inusitadas, pero es poderosa
la razón que a ello me mueve:
Antes que la claridad del nuevo día inunde
el cielo, me hallaré lejos de la tierra patria.
Lucia.— ¿Qué dices?
Edgardo.— Navegaré hacia las playas amigas
de Francia, y desde allí me ocuparé
del destino de Escocia.
Lucia.— ¡Y me abandonas así,
en el llanto!
Edgardo.— Antes de dejarte
quiero ver a Ashton; aplacado,
le extenderé mi mano y pediré la tuya,
signo de paz entre nosotros.
Lucia.— ¡Qué oigo!
¡Ah! No; que nuestro profundo afecto
quede sepulto en el silencio.
Edgardo, con amargura.— ¡Entiendo!
El hacedor de mis males, el reo perseguidor de mi estirpe
todavía no se satisfizo. Me quitó a mi padre
y mis bienes heredados... ¿No basta?
¿Por qué brama todavía ese corazón feroz y malvado?
¿Acaso por mi entera ruina?
¿Por mi sangre?
¡Me odia!
Lucia.— Oh, no...
Edgardo, con fuerza.— ¡Me aborrece!
Lucia.— ¡Oh cielos, calma esa ira tan extrema!
Edgardo.— ¡Una llama ardiente recorre mi cuerpo!
Escúchame.
Lucia.— Edgardo.
Edgardo.— Escúchame y tiembla.
Sobre la tumba que encierra
a mi padre traicionado,
a tu sangre eterna guerra
juré en mi furor.
Lucia.— ¡Ah!
Edgardo.— Pero cuando te vi, en mi corazón nació
un afecto distinto que acalló mi ira;
¡pero aquel juramento no se ha roto
y yo podría cumplirlo todavía!
Lucia.— ¡Ay! ¡Cálmate, frénate!
Edgardo.— ¡Ah, Lucia!
Lucia.— ¡Una sola palabra nos puede perder!
¿No te basta con mi pena?
¿Quieres que muera de espanto?
Edgardo.— ¡Oh, no!
Lucia.— Deja cualquier otro sentimiento,
deja que solo el amor inflame tu pecho.
Más noble, más santo
que cualquier promesa es el puro amor.
Edgardo.— ¡Pero aquel juramento no se ha roto
y yo podría cumplirlo todavía!
Lucia.— Deja que solo el amor inflame tu pecho;
Cede, cede ante mí, cede, cede al amor.
Edgardo, con súbita resolución.— Aquí, frente al Cielo,
jura como esposa eterna fidelidad.
Dios nos escucha y nos ve...
Es templo y ara un corazón amante:
Pone a Lucia un anillo en el dedo.
Uno tu destino al mío,
soy tu esposo.
Lucia, entregándole a su vez un anillo a Edgardo.— Y yo soy tuya.
Edgardo y Lucia.— ¡Ah! ¡Solo nuestro fuego
derretirá el hielo de la muerte!
Lucia.— Invoco en mis votos al amor,
invoco en mis votos al Cielo.
Edgardo.— Invoco en mis votos al Cielo.
Ahora conviene separarnos.
Lucia.— ¡Oh, qué palabra tan funesta!
Mi corazón te acompaña.
Edgardo.— Y aquí contigo mi corazón se queda.
Lucia.— ¡Ah, Edgardo! ¡Ah, Edgardo!
Edgardo.— Ahora conviene separarnos.
Lucia.— Envia alguna carta
con tus pensamientos;
llenará de esperanza
esta vida fugitiva.
Edgardo.— ¡Oh querida, guardaré de ti
para siempre vívida memoria!
Lucia.— El aire te acercará
mis ardientes suspiros
y en el murmullo del mar
oirás mis lamentos,
recuerda que gemidos y dolor
son mi alimento,
derrama entonces una amarga lágrima
por nuestro compromiso de amor.
Edgardo.— El aire te acercará
mis ardientes suspiros
y en el murmullo del mar
oirás mis lamentos,
recuerda que gemidos y dolor
son mi alimento,
derrama entonces una amarga lágrima
por nuestro compromiso de amor.
Edgardo y Lucia.— El aire te acercará
mis ardientes suspiros
y en el murmullo del mar
oirás mis lamentos,
recuerda que gemidos y dolor
son mi alimento,
derrama entonces una amarga lágrima
por nuestro compromiso de amor.
Edgardo.— ¡Recuerda! ¡El Cielo nos une!
Edgardo y Lucia.— ¡Adiós!
ACTO SEGUNDO
Escena primera
Habitaciones de Lord Ashton. Enrico y Normanno sentados a una mesa.
Normanno.— Lucia vendrá dentro de poco.
Enrico.— La espero temblando.
Ya llegaron al castillo
mis nobles parientes
para festejar esta ilustre boda;
en breve lo hará Arturo...
¿Y si ella, pertinaz,
se opusiese?
Normanno.— No temas. La larga ausencia
de tu enemigo, las cartas
interceptadas, y la falsa noticia
sobre su nueva amante,
apagarán el ciego amor
en el corazón de Lucia.
Enrico.— ¡Ya viene! Dame
la carta falsa. Normanno se la da.
Ahora ve al camino que conduce
a la ciudad reina de Escocia,
y entre aplausos y gritos de alegría
trae aquí a Arturo.
Lucia se detiene en el umbral: la palidez de su rostro, la mirada perdida, todo en ella muestra su padecimiento, como así también los primeros síntomas de un desequilibrio mental.
Enrico.— Acércate, Lucia.
Esperaba verte más feliz
hoy que se han encendido las antorchas
para tu himeneo. ¿Me miras y callas?
Lucia.— La funesta y horrenda palidez
que recubre mi rostro,
es mudo reproche
por mi desgarro... por mi dolor.
Dios perdone
lo inhumano de tu rigor,
y mi dolor.
Enrico.— El indigno amor que te consume
me hizo ser despiadado;
pero acallemos el pasado,
todavía soy tu hermano.
La ira se ha apagado en mi pecho,
apaga ahora tu indigno amor.
Un noble esposo...
Lucia.— ¡Déjalo... déjalo!
Enrico.— ¿Cómo?
Lucia.— Juré fidelidad a otro hombre.
Enrico, iracundo.— No podías.
Lucia.— ¡Enrico!
Enrico.— ¡No podías!
Lucia.— Juré fidelidad a otro.
Enrico, refrenándose.— ¡Basta!
Le entrega la carta que le dio Normanno.
Esta carta explica plenamente
a que cruel, a que impío amaste.
¡Lee!
Lucia, lee; la sorpresa y el más hondo pesar aparecen en su semblante, y un temblor la sacude de pies a cabeza.— ¡Ah, se rompe mi corazón!
Enrico, acudiendo en su ayuda.— Te tambaleas...
Lucia.— ¡Infeliz de mí!
¡Ay! ¡Es un rayo que cayó!
Sufría en el llanto, languidecía en el dolor,
la esperanza, la vida puse en su corazón,
y ahora llegó el instante de mi muerte.
¡Entregó a otra su infiel corazón!
Enrico.— Fuiste presa de un amor pérfido y enfermizo,
traicionaste tu sangre por un vil seductor.
Lucia.— ¡Oh, Dios!
Enrico.— Pero digna del Cielo obtuviste su merced:
entregó a otra su infiel corazón.
Fuiste presa de un amor pérfido y enfermizo,
traicionaste tu sangre por un vil seductor.
Pero digna del Cielo obtuviste su merced:
entregó a otra su infiel corazón.
Lucia.— ¡Ay de mí!
Ha llegado el fatal instante,
entregó a otra su infiel corazón.
Se oyen en lontananza sonidos festivos y un clamoroso griterío.
¿Qué pasa?
Enrico.— ¿Oyes el júbilo
que viene de la ribera?
Lucia.— ¿Y...?
Enrico.— Es tu esposo que llega.
Lucia.— ¡Un escalofrío
recorre mis venas!
Enrico.— ¡El tálamo está cerca!
Lucia.—¡Mi muerte está cerca!
Enrico.— ¡Crucial es el momento!
Lucia.— ¡Un velo cubre mis ojos!
Enrico.— Escúchame:
Guglielmo murió
y en el trono le sucederá Maria;
la facción a la que pertenezco
serà reducida a polvo.
Lucia.— ¡Oh, tiemblo!
Enrico.— Arturo puede evitar
mi caída.
¡Solo él puede!
Lucia.— ¿Y yo? ¿Y yo?
Enrico.— ¡Debes salvarme!
Lucia.— ¡Enrico!
Enrico.— ¡Ven donde tu esposo!
Lucia.— ¡Estoy prometida a otro!
Enrico.— ¡Debes salvarme!
Lucia.— Pero...
Enrico.— ¡Debes!
Lucia.— ¡Oh Cielo! ¡Oh Cielo!
Enrico.— Si me traicionas
mi suerte estará echada;
me quitarás el honor y la vida,
y sobre mí dejarás la segur.
Permaneceré en tus sueños
cual sombra amenazante;
el hacha ensangrentada
estará siempre delante de ti.
Lucia, levanta hacia el cielo los ojos llenos de lágrimas.— Tú que ves mi llanto,
tú que lees mi corazón,
si mi dolor no es rechazado
en el Cielo como lo es en la Tierra,
quítame, Dios eterno,
esta vida desesperada.
Enrico.— ¡Ah! El hacha ensangrentada
estará siempre delante de ti.
Lucia.— ¡Ah! Soy tan desventurada
que la muerte es un bien para mí.
Escena segunda
Salón grande del castillo. Escena preparada para el recibimiento de Arturo. Arturo, Enrico, Normanno, damas y caballeros, parientes de Ashton, pajes, armígeros, habitantes de Lammermoor y sirvientes.
Coro.— Por ti este inmenso júbilo
que todo aviva en derredor;
por ti vemos renacer
el día de la esperanza.
Hasta aquí la amistad te guía,
hasta aquí te conduce el amor,
cual astro en la noche incierta,
cual sonrisa del dolor.
Arturo.— Poco faltó para que en la tiniebla
desapareciera vuestra estrella;
yo la haré resurgir,
más fúlgida, más bella.
Dame la mano, Enrico,
y acerca al tuyo mi corazón.
¡Vengo a ti como amigo,
hermano y defensor!
Coro.— ¡Ah! Por ti este inmenso júbilo
que todo aviva en derredor;
por ti vemos renacer
el día de la esperanza.
Hasta aquí la amistad te guía,
hasta aquí te conduce el amor.
Arturo.— ¡Vengo a ti como amigo,
hermano y defensor!
Coro.— Cual astro en la noche incierta,
cual sonrisa del dolor,
¡hermano y defensor!
Arturo.— ¿Dónde está Lucia?
Enrico.— Ahora la veremos llegar.
Si notas
excesiva su tristeza,
no debes preocuparte.
Oprimida, vencida,
llora de dolor por la muerte de su madre.
Arturo.— Lo sé, sí, lo sé.
Enrico.— La tristeza es excesiva
porque llora a su madre.
Arturo.— Quítame de dudas:
Se dice que Edgardo,
temerario,
osó poner los ojos sobre ella.
Temerario...
Enrico.— Es cierto que ese loco ardía por ella, pero...
Arturo.— ¡Ah!
Coro.— Aquí llega Lucia, aquí llega.
Enrico, a Arturo.— Llora por su madre muerta.
Lucia, completamente abatida, entra sostenida por Raimondo y Alisa.
Enrico, presentándole Arturo a Lucia.— Éste es tu esposo...
Lucia hace un movimiento para retroceder.
Enrico a Lucia en voz baja.— (¡Incauta!
¿Quieres mi ruina?).
Lucia.— (¡Dios mío!).
Arturo.— Te pido aceptes
el tierno amor que te ofrezco.
Enrico, interrumpiendo a Arturo, se acerca a la mesa donde está el contrato nupcial.— (¡Incauta!).
Cumplamos con el rito.
Lucia.— (¡Dios mío!).
Enrico, a Arturo.— Acércate.
Arturo.— ¡Oh, dulce invitación!
Arturo firma el contrato; Enrico lo hace a continuación. Entretanto, Raimondo y Alisa conducen a una temblorosa Lucia hasta el escritorio.
Lucia.— (¡Voy al sacrificio! ¡Qué mísera soy!).
Enrico.— No dudes... ¡Escribe!
Raimondo.— (¡Oh buen Dios, sostén a esta afligida!).
Enrico.— ¡Firma!
Lucia, firmando.— (¡He firmado mi condena!).
Enrico.— (¡Respiro!).
Lucia.— (Me hielo, ardo...
Muero...).
Desde la puerta en el fondo se escucha un estrépito: alguien intenta entrar por la fuerza.
Todos.— ¡Qué fragor!
¿Quién viene?
Entra Edgardo envuelto en una capa.
Edgardo.— ¡Edgardo!
Todos.— ¡Edgardo! ¡Oh, terror!
Lucia.— ¡Edgardo! ¡Oh, rayos!
Edgardo.— (¿Quién me frena en este momento?
¿Quién truncó el curso de la ira?
¡Su dolor, su espanto,
son la prueba de su remordimiento!
¡Mas cual rosa marchita
se debate entre la vida y la muerte!
¡Estoy vencido, conmovido!
¡Te amo ingrata, te amo todavía!).
Enrico.— (¿Quién refrena mi furia
y la mano que la espada busca?
¡En mi pecho se oye un grito
en favor de la mísera!
¡Es de mi propia sangre, y la he traicionado!
¡Se debate entre la vida y la muerte!
¡Ah, no puedo acallar
los remordimientos de mi corazón!).
Lucia.— (Esperaba que la vida
truncase mi espanto,
pero la muerte no me ayuda
y en mi tormento vivo todavía.
Cayó el velo de mis ojos,
me traicionaron Cielo y Tierra,
querría llorar pero no puedo,
hasta el llanto me abandona).
Raimondo.— (¡Qué terrible momento!
Se ausentó la palabra
y una densa nube de espanto
parece cubrir los rayos del sol.
¡Como rosa marchita
se debate entre la vida y la muerte;
quien por ella no se conmueva
tiene el corazón de piedra!).
Edgardo.— (¿Quién me frena en este momento?
¿Quién? ¿Quién? ¡Como rosa marchita
se debate entre la vida y la muerte!
¡Ingrata! ¡Te amo todavía!
¡Sí, te amo todavía!).
Enrico.— (¡Traicioné mi sangre!
¡Ella se debate entre la vida y la muerte!
¡Imposible acallar el remordimiento!).
Arturo.— (¡Qué terrible momento!
Se ausentó la palabra;
¡una densa nube de espanto
parece cubrir los rayos del sol!
¡Como rosa marchita
se debate entre la vida y la muerte,
quien por ella no se conmueva
tiene el corazón de piedra!).
Alisa y Coro.— (Como rosa marchita
se debate entre la vida y la muerte,
quien por ella no se conmueva
tiene el corazón de piedra!).
Lucia.— (¡Querría llorar pero no puedo,
hasta el llanto me abandona!).
Edgardo.— (¡Estoy vencido, conmovido!
¡Te amo ingrata, te amo todavía!).
Enrico.— (¡Es mi sangre, la he traicionado!
¡Se debate entre la vida y la muerte!
¡Ah! ¡No puedo acallar
los remordimientos de mi corazón!).
Raimondo.— (¡Quien por ella no se conmueva
tiene el corazón de piedra!).
Arturo y Enrico.— ¡Vete, desgraciado,
Desenvainan las espadas. o tu sangre será derramada!
Coro.— ¡Vete, desgraciado!
Edgardo, desenvaina su espada.— Moriré,
pero otra sangre correrá junto a la mía.
Raimondo, interponiéndose con autoridad.— Respetad en mí la tremenda majestad de Dios.
En su nombre os lo ordeno:
Deponed la ira y la espada.
Paz, paz... Él aborrece
al homicida, y está escrito:
«Quién a hierro mata
a hierro muere».
Enfundan las espadas. Hay un instante de silencio.
¡Paz, paz!
Enrico, acercándose a Edgardo.— ¡Insensato!
¿Quién te ha traído a esta casa?
Edgardo, altivo.— ¡Mi destino
y mi derecho!
Enrico.— ¡Desgraciado!
Edgardo.— Sí, Lucia
me juró fidelidad.
Raimondo.— Ah, olvida este amor funesto;
ella es de otro...
Edgardo.— ¿De otro? ¡No!
Raimondo, mostrándole el contrato nupcial.— Mira.
Edgardo, después de haberlo leído, mirando a Lucia.—
¡Tiemblas... Estás confusa!
¿Es tu firma? ¡Respóndeme! Mostrando la firma.
¿Es tu firma? ¡Responde!
Lucia.— Sí...
Edgardo, sofocando la cólera, le devuelve el anillo.— ¡Toma
tu anillo, corazón infiel!
Lucia.— ¡Ah!
Edgardo.— ¡Devuélveme el mío!
Lucia.— Al menos...
Edgardo.— ¡Dámelo!
Lucia.— ¡Edgardo! ¡Edgardo!
Totalmente confusa le devuelve el anillo.
Edgardo.— Traicionaste al Cielo y al amor.
Maldito sea el instante
que me entregué como amante.
¡Estirpe inicua y abominable,
debí huir de ti!
¡Abominada, maldita,
debí huir de ti!
Lucia.— ¡Ah!
Edgardo.— ¡Ah! ¡Olvídame!
Enrico.— ¡Insano atrevimiento! ¡Vete!
Raimondo.— ¡Insano atrevimiento! ¡Paz!
Coro.— ¡Insano atrevimiento!
Arturo, Enrico, Coro.— Vete, huye; al furor que me enciende
solo una cosa lo detiene...,
pero en breve, atroz y fiero
caerá sobre tu aborrecida cabeza.
Raimondo.— Apresúrate infeliz, desaparece...
Respeta su estado y tus días...
Vive, y tal vez tu dolor se apague;
todo es leve para la piedad eterna.
Lucia, cae de rodillas.— Dios, sálvalo en tan difícil momento,
de una mísera escucha el lamento.
Son las preces del dolor inmenso
de quien carece de esperanza en la Tierra.
¡Ruego último del corazón
que entre mis labios se está muriendo!
Edgardo, arrojando la espada.—
Matadme, y que al rito lo apadrine
el tormento de un corazón traicionado;
dulce vista será para la impía
mi sangre derramada en el umbral;
pisoteará mis despojos exangües
y más leda llegará al altar.
Arturo, Enrico y Coro.— ¡Sal! Desaparece.
¡La negra mancha del ultraje
será lavada con sangre!
Vete, huye; al furor que me enciende
solo una cosa lo detiene...,
pero en breve, atroz y fiero
caerá sobre tu aborrecida cabeza.
Alisa, Raimondo y Coro.— ¡Sálvate infeliz!
¡Apresúrate, desaparece!
Respeta su estado y tus días...
Vive, y tal vez tu dolor se apague;
todo es leve para la piedad eterna.
¡Cuántas veces un solo tormento
trajo mil días de felicidad!
Raimondo sostiene a Lucia, cuyo dolor es extremo; Alisa y las damas los rodean. Los demás empujan a Edgardo hasta la puerta mientras cae el telón.
ACTO TERCERO
Escena primera
Salón grande del castillo. Desde los salones contiguos se oye la música de alegres danzas. El fondo de la escena está lleno de pajes y otros habitantes del castillo de Lammermoor. Entran varios grupos de damas y caballeros resplandecientes de felicidad que, uniéndose, cantan lo siguiente:
Coro.— Elévese un grito
de inmenso júbilo
que recorra Escocia
de costa a costa,
y advierta
a nuestros pérfidos enemigos
que las estrellas
todavía nos sonríen.
Raimondo, avanza jadeando con paso vacilante.—
¡Basta! Acabad con tanta fiesta.
Coro.— Estás muy pálido.
Raimondo.— ¡Dejadlo ya!
Coro.— ¡Cielos! ¡Qué ha pasado!
Raimondo.— ¡Un hecho horrible!
Coro.— ¡Nos hielas de terror!
Raimondo, haciendo señas para que todos lo rodeen.—
Desde el aposento
donde dejé a Lucia con su consorte,
se oyó un lamento o un grito
como de un hombre próximo a la muerte.
Irrumpí en la habitación.
¡Ay, qué terrible desgracia!
Arturo estaba tendido en el suelo,
mudo, frío, ensangrentado,
y Lucia sostenía
la que fuera espada del asesinado.
Me miró fijamente:
«¿Dónde está mi esposo?», preguntó;
y sobre la palidez de su rostro
relampagueó una sonrisa.
¡Infeliz! De su mente
había desaparecido la luz.
Coro.— ¡Oh, qué funesto acontecimiento!
Nos llena de profundo espanto.
Noche, recubre tanta desventura
con tu velo denso y tenebroso.
Raimondo y Coro.— Ah! ¡Qué su mano ensangrentada
no arroje sobre nosotros la ira del Cielo!
Entra Lucia con una vestimenta blanca y sucinta, sus cabellos están desordenados, y su cara, cubierta por una palidez mortal, la hace parecer un espectro. Los movimientos convulsos, la mirada endurecida, y una amarga sonrisa, evidencian no solo una espantosa demencia, sino también su próximo fin.
Raimondo.— ¡Aquí está!
Coro.— (¡Oh, justo Cielo!
¡Parece salida de la tumba!).
Lucia.— ¡El dulce sonido de su voz
me tocó! ¡Ah, esa voz
llegó a mi corazón!...
¡Edgardo! ¡Te pertenezco, Edgardo!
¡Ah, Edgardo mío!
¡Sí, te pertenezco!
Huí de tus enemigos...
¡El hielo serpea en mi seno!
¡Tiembla cada fibra! ¡El pie vacila!
Siéntate conmigo cerca de la fuente...
¡Ay de mí! ¡Surge tremendo
el fantasma y nos separa! ¡Ay de mí!
¡Ay de mí! ¡Edgardo!... ¡Edgardo! Ah!
¡El fantasma nos separa!...
Refugiémonos aquí, a los pies del ara
cubierto de rosas... ¿Dime, no escuchas
una armonía celeste? ¡Ah, es el himno nupcial
que suena! ¡Nuestro rito
está preparado!... ¡Oh, qué feliz soy!
¡Edgardo! ¡Edgardo! ¡Qué feliz soy!
¡Oh, es gozo que se siente y no se dice!
¡Arde el incienso..., a nuestro alrededor
resplandecen los rostros sagrados!
¡Ahí está el ministro de Dios! Dame
tu mano... ¡Oh, qué día tan feliz!
Por fin soy tuya, por fin eres mío.
Eres el regalo que me hizo Dios...
Normanno, Raimondo y Coro.— ¡Tan jóvenes los dos!
De ella, Señor, ten piedad.
Lucia.— De todos los placeres, el más grato
compartiré contigo,
el Cielo clemente nos brindará
una vida cual una sonrisa.
Entra Enrico.
Dispersa mi terrestre velo
de amargo llanto;
arriba en el Cielo
rezaré por ti.
¡Pero solo cuando llegues
será el Cielo bello para mí! ¡Oh, sí!
Raimondo y Coro.— Ya no es posible
retener el llanto.
Enrico.— El remordimento
me reserva días de amargo llanto.
Lucia.— Ah! Dispersa mi terrestre velo
de amargo llanto;
arriba en el Cielo
rezaré por ti.
¡Pero solo cuando llegues
será el Cielo bello para mí! ¡Oh, sí!
Escena segunda
El cementerio de Ravenswood. Tumbas de los Ravenswood. Es noche.
Edgardo.— Tumbas de mis antepasados, recoged
el último resto de una estirpe infeliz.
Cesó el breve fuego de mi ira,
quiero abandonarme
sobre la espada de mi enemigo. ¡La vida
es para mí un peso horrendo! ¡Todo el universo
no es más que un desierto sin Lucia!...
Las antorchas todavía
resplandecen en el castillo. ¡Ah, qué escasa
es la noche para el festejo! ¡Mujer ingrata!
¡Mientras me consumo en desesperado llanto,
tú ries y gozas
junto al feliz consorte!
¡Tú tan llena de gozo y yo de muerte!
Dentro de poco mi refugio
será esta olvidada tumba.
Ni una piadosa lágrima
caerá sobre ella.
Ni siquiera ante la muerte, ¡ay mísero!,
hay consuelo para mí.
Tú, tú también olvida
este mármol despreciado;
nunca pases, oh cruel,
con tu consorte al lado.
¡Ah, respeta al menos las cenizas
de quien murió por ti!
Nunca pases,
olvida,
respeta al menos a quien muere por ti.
¡Oh, cruel!
Se aproxima una procesión proveniente del Castillo de Lammermoor.
Coro.— ¡Oh, mezquina! ¡Oh, qué horrible destino!
¡De nada sirve esperar ahora!
De este día que está naciendo
no verá su atardecer.
Edgardo.— ¡Cielo! ¡Habla!
¡Habla!
Coro.— ¡Oh, mezquina!
Edgardo.— ¿Por quién llorais?
¡Responded! ¡Responded, por piedad!
Coro.— Por Lucia.
Edgardo.— ¿Dijísteis Lucia?
Coro.— La mezquina.
Edgardo.— ¡Vamos, hablad!
Coro.— Sí, la mísera se muere.
Edgardo.— ¡Ah!
Coro.— La boda fue funesta:
Por amor perdió la razón...
Ahora se acerca a la hora extrema
y llora por ti, por ti clama.
Edgardo.— ¡Ah, Lucia se muere! ¡Lucia!
Coro.— ¡De este día que está naciendo
no verá su atardecer!
Por amor perdió la razón
y llora por ti, por ti clama.
Edgardo.— ¿De este día que está naciendo
no verá mi Lucia
su atardecer?
Coro.— ¡Por tu amor perdió la razón!
Edgardo.— ¡Ah!
Coro.— ¡Retumba el sonido de la muerte!
Edgardo.— ¡Ese sonido es una losa sobre mi corazón!
¡Mi suerte está echada!
Coro.— ¡Oh, Dios!
Edgardo.— ¡Quiero verla una vez más!
Coro.— ¡Oh, qué sueño tan insensato!
¡Desiste, vuelve en ti!
Edgardo.— Volver a verla y después...
Entra Raimondo.
Raimondo.— ¿Dónde vas, desventurado?
Ella ya no está en este mundo.
Edgardo.— ¡Lucia!
Raimondo.— ¡Desventurado!
Edgardo.— ¿No está en este mundo?
Entonces ella...
Raimondo.— ¡Está en el Cielo!
Edgardo.— Lucia ya no está...
Coro.— ¡Desventurado! ¡Desventurado!
Edgardo. Tú que hacia Dios desplegaste las alas,
¡oh bella alma enamorada!,
a mí te diriges aplacada
para que contigo ascienda quien te fue fiel.
¡Ah! Si la ira de los mortales
provocó entre nosotros una cruel guerra,
si divididos estuvimos en la Tierra,
nos una el Numen en el Cielo.
¡Oh bella alma enamorada,
nos una el Numen en el Cielo!
¡Yo te sigo!
Desenvaina el puñal. Todos corren a detenerlo.
Raimondo.— ¡Loco!
Raimondo y Coro.— ¡Ah, pero qué haces!
Edgardo.— ¡Quiero morir!
Raimondo y Coro.— ¡Vuelve en ti!
Edgardo.–No, no, no... Se clava el puñal.
Raimondo y Coro.— ¡Ah!
Raimondo.— ¡Qué hiciste!
Edgardo.— Voy hacia ti... oh, bella alma...
Vuelve tu mirada a quien te fue fiel,
y si la ira... de los mortales...
provocó la guerra... ¡Oh, bella alma,
nos una el Numen en el Cielo!
¡Oh bella alma enamorada,
nos una el Numen en el Cielo!
¡Si separados estuvimos en la Tierra,
nos una el Numen en el Cielo!
Raimondo.— ¡Desventurado! Piensa en el Cielo.
Oh Dios, perdónalo... ¡Piensa en el Cielo!
Dios, perdona tanto horror.
Coro.— ¡Qué horror! ¡Qué horror!
¡Oh, qué tremendo, negro destino!
Dios, perdona tanto horror.
Todos se arrodillan. Edgardo muere.
FIN
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Nota. Las ediciones de esta traducción de Nahuel Cerrutti, del libreto de, Lucia di Lammermoor, ópera de Gaetano Donizetti y Salvatore Cammarano, son:
1. Violín de Carol Ediciones, Las máscaras de la ficción · 11, Madrid, 2007. (Edición bilingüe: italiano - español).
2. Nahuel Cerrutti Carol · Editor, Violín de Carol · Ópera, Sevilla, 2010. (Edición bilingüe: italiano – español).
3. Nahuel Cerrutti Carol · Editor, Violín de Carol · Libretos de Ópera, Buenos Aires, 2013. (Edición bilingüe: italiano – español).
4. nahuelcerrutti.com / Ópera, 2025. (Edición en español).