Emilio De Marchi · Háblalo con la tía. Traducción: Nahuel Cerrutti.
Estamos en una casa de campo en Incirano.
Nicolò es un hombre maduro, soltero, que ya ha tenido sus aventuras; en el fondo un gran buen diablo. Nicolò, con sombrero de paja y traje gris claro, entra del jardín y dice a alguien que no se ve.
Nicolò. Gracias. Esperaré.
Echa un vistazo a su alrededor, se pasa una mano por el pelo y con un breve suspiro que refleja su preocupación, dice para sí.
Y aquí estoy... El corazón me palpita como si fuera a explotar; tengo miedo de haber dado un paso en falso. ¡Basta!, todavía estoy a tiempo de arrepentirme y si es el caso ahí mismo tengo la puerta.
Se deja caer sobre un sillón.
Puedes estar seguro, Nicolò, que si no concluyes alguna cosa en el día de hoy, morirás en tu cama en olor de virginidad. ¡No, no, ya es hora de que tengas alguna bendita esposa!
Se mira en un espejo.
¿Ves? Has llegado a esa edad en que si el fruto no se coge, cae en tierra y se marchita. No eres ningún horrible monstruo, ¿o sí?
Se acaricia los bigotes.
Todavía puedes pasar por un soltero que está en forma, pero..., aquí... y aquí empiezan a verse alguna que otra cana. Algunas mañanas te levantas con muy mala cara como si hubieras dormido mal.
Hablándole a su imagen.
Sabemos lo que le pasa señor Nicolò, ese ir de aquí para allá, comiendo siempre en restaurantes, y después a los bares, y a los clubes en compañía de otros más o menos como usted; convénzase de que esta forma de vida ya no le conviene... Usted digiere mal, duerme peor, se vuelve cada día más rezongón, caprichoso, difícil, y a la larga terminará haciendo algún despropósito. Recuerde que quien no se casa a tiempo, se casa con la muerte antes de tiempo; excepto el caso del que se casa con la sirvienta.
Vuelve a sentarse.
Mi hermana Giacomina, que desde siempre me quiere mucho, la semana pasada me dijo: «Nicolò, hay una muchacha que va bien para ti, bueno, en realidad hay dos, las hermanas Bellini, dos hermosas criaturas de veintitrés años una y veinticuatro la otra, ni demasiado jóvenes ni demasiado maduras, buenas, bellas y con algo de sustancia; solo tienes que elegir. Sufrieron una desgracia en la familia. Viven en Incirano con una tía que les hace de madre, porque las pobrecitas perdieron a sus padres y puede decirse que no tienen a nadie en el mundo. Desde este punto de vista haces casi una obra de caridad. Ve de parte mía y háblalo con la tía, ponte en sus manos y deja obrar a la providencia».
Y aquí estoy. Las veré y tendré que elegir entre las dos...
Sobre una mesita hay algunos retratos.
Estos retratos bien podrían ser los suyos. Ésta con ese perfil griego y esos cabellos peinados a la Níobe es muy agradable; podría ser la de veintitrés. Pero la de veinticuatro tampoco está nada mal. Una rubia, otra morena. ¿Quién me ayuda a decidir? El rubio es más romántico, más... simbólico... muy Suecia y Noruega. El moreno es casi siempre sinónimo de un carácter ardiente, celoso... muy España y Portugal. ¿Qué te dice el corazón, Nicolò? ¿Veintitrés o veinticuatro?
Sopesa ambos retratos.
Mejor será escuchar el consejo de la tía, que con su experiencia sabrá guiar a este pobre hombre siempre inseguro en el camino de la vida.
Señalando otro retrato más grande.
Desde luego que esta antigüedad es la tía de los buenos consejos. Ella conoce a las dos muchachas y sabrá decirme cuál de las dos tiene mejor disposición para el séptimo sacramento. Si por mí fuera, tendría el mismo fin que el burro, que puesto entre dos manojos de heno se deja morir de hambre. ¡Calla, alguien se acerca!
Va nuevamente hacia el espejo y se alisa el pelo con las manos.
Puede que sea la vieja tía. ¡Ánimo, venga, coraje! ¿Combatiste en Custoza, bayoneta en mano, y vas a tener miedo de semejante carcamal?
Entra Teresita, una viudita todavía joven, simpática, y vestida con finísima simplicidad y mucho buen gusto. Hace una reverencia a Nicolò, que por un instante se siente cohibido.
Teresita. Señor...
Nicolò. Señora...
Teresita. Usted quería hablar conmigo, ¿no?
Nicolò. Sí sí, señora... es decir..., realmente fue mi hermana Giacomina la que sugirió de hablar con la tía de las señoritas, la tía anciana, ¿sabe señora?...
Teresita. Yo soy la tía de las señoritas.
Nicolò. Ah, usted hace de madre a las dos huerfanitas...
Al acercarse reconoce en ella a una antigua amistad.
Oh, disculpe, pero nosotros ya nos conocemos. ¿Quién lo hubiera dicho después de tantos años? Usted..., usted es la señorita Teresita...
Teresita. Fingiendo caer de las nubes. Y usted es el señor Nicolò... ¡Pero mire qué casualidad! Ahora está tan gordo que...
Nicolò. Riendo con evidente desconcierto. ¡Por un momento creí que iba a decir tan viejo!
Teresita. Amable. Hemos viajado juntos por el camino de la vida. ¡Qué casualidad!
Nicolò. ¡Qué casualidad!
Por un momento los dos se sienten incómodos.
Y yo que me había hecho a la idea de una tía anciana, con cofia incluida.
Teresita. La anciana con la cofia vendrá..., está de viaje. Pero por favor, siéntese señor Nicolò...
Le indica una silla y ella se sienta antes en un sillón.
Nicolò. Repitiendo mecánicamente. ¡Pero qué casualidad, qué casualidad!
Agarra la silla, se apoya en ella pero no se sienta.
¿Cuánto hace que no nos vemos?
Teresita. ¡Oh, hace mucho tiempo! Pero dígame, ¿a qué debo atribuir el honor de su visita?
Nicolò. Jugando con la silla que hace girar bajo su mano. Mi hermana Giacomina me dijo: «Ve a Incirano, pregunta por la tía de las hermanas Bellini y le expones tu caso».
Teresita. ¿Y cuál es su caso?
Nicoló. El mío es un caso, digamos, de conciencia; pero ahora ya no sé si corresponde hablar de ello.
Teresita. ¿Por qué no debería hablar?
Nicoló. Haciendo girar la silla más rápido bajo la mano. Porque... yo... Suelta una risotada alegre. Porque yo creía que la tía era una vieja...
Teresita. También ella se ríe mientras se abandona en el sillón. O sea que es con la vieja con quien desea hablar.
Nicoló. No, sea razonable, ahora le diré mi caso. Pero comprenda que de haber sabido que me la encontraría a usted aquí en lugar de la... vieja... Ríe. No habría venido.
Teresita. Mostrándose algo ofendida. ¿Es que acaso no merezco su confianza?
Nicolò. Sí, claro que la merece, pero es que mi caso es uno de esos que necesita de mucha indulgencia.
Teresita. Siéntese, por favor.
Nicolò. Se sienta en una esquina de la silla. ¿Puedo preguntarle cómo es que usted se encuentra aquí a hacer de madre de estas chicas?
Teresita. Una serie de circunstancias dolorosas... ¡Oh, si supiera cuántas desgracias! Cuando murieron los padres de estas dos pobres hijitas, todo me llevó a pensar que yo podía ser útil en esta casa.
Nicolò. Dudando. Perdone, pero, ¿usted no se había casado con aquel marqués?
Teresita. Muy reservada. Sí.
Nicolò. ¿Y... su marido?
Teresita. Falleció.
Nicolò. Bastante sorprendido. ¡Ah! ¿Él también se murió?
Teresita. En un duelo en París.
Nicolò. Un duelo en París... ¡Vaya sorpresa!
Teresita. Después de pensar brevemente. Pero no hablemos de los muertos. Lo que pasó, pasó.
Nicolò. Abstraído en una idea. Vaya vaya...
Teresita. ¿Qué cosa?
Nicolò. Se recompone, ahora se lo ve serio; se pone de pie. No era mi intención despertar recuerdos tan dolorosos. De verdad que lo siento... En acto de despedirse. Perdóneme...
Teresita. Sigue sentada. ¿Pero qué hace? Todavía no me ha dicho el motivo de su visita.
Nicolò. Es cierto, pero es que ni siquiera sé si mi visita tiene algún sentido. Mi hermana tendría que haberme advertido de estas circunstancias.
Teresita. En un tono maternal. Bueno, póngase cómodo; le diré que Giacomina me escribió explicándome todo. Usted ha venido a Incirano por un motivo muy loable y muy honesto: quiere casarse.
Nicolò. Ahora se muestra algo más seguro. Sí, quiero casarme.
Teresita. Riéndose con manifiesta alegría. ¡Qué lindo, es muy lindo!
Nicolò. Algo mortificado. ¿Qué tiene de... lindo?
Teresita. Lindo es que finalmente el señor Nicolò haya decidido casarse. Se ríe.
Nicolò. Serio. Si se ríe me desanima.
Teresita. Pues sí que se lo ha pensado el señor Nicolò.
Nicolò. En tono de reproche. ¿Y la culpa de quién es?
Teresita. ¿De quién?
Nicolò. ¡Ah, Teresita! Hay ciertas cosas que no deberían ser recordadas... Golpea nerviosamente el sombrero que tiene en una mano con el bastón que tiene en la otra.
Teresita. Muy seria. ¡Justamente!
Nicolò. Y mucho menos habría que reírse.
Teresita. Suspirando. Se ríe cuando se ha terminado de llorar.
Nicolò. Con un matiz irónico. ¡Afortunada usted que ha terminado! A las mujeres les resulta tan fácil olvidar...
Teresita. Se olvida... para no odiar.
Nicolò. No creo ser merecedor de su odio. Con un ligero tono de sarcasmo. En cualquier caso, la mujer que se casó con el marqués de San Luca tiene que haber encontrado en el esplendor de su blasón algún consuelo a su dolor.
Teresita. Ofendida. Nicolò, no diga esas palabras tan ofensivas para una mujer que ya fue demasiado infeliz en su propia vida. Usted sabe de qué manera ocurrieron las cosas. Ese matrimonio fue para mí una de esas necesidades que solo el corazón de una mujer sabe comprender y perdonar; y sabe también que mi padre era un hombre arruinado, y que a nuestra casa indefectiblemente le esperaban el deshonor y la bancarrota, y solamente un matrimonio de conveniencia podía rescatar a un anciano de la desesperación. En aquel entonces usted era un joven oficial sin fortuna que le impedía sacar adelante una casa. Después vino la guerra y la obligada partida hacia el campo de batalla...
Nicolò. Con amargura. Y a mi regreso de los peligros de la guerra supe que Teresita Morando se había convertido en la marquesa de San Luca.
Teresita. Con un gesto de rebelión. ¡Sí! Pero ni siquiera pensaste que yo hubiera tenido que dar ese paso por un sentimiento de abnegación y de deber. Tan solo pensaste que simplemente Teresita Morando, muchacha vanidosa, superficial, ansiosa por destacar, inebriada por la idea de llevar una corona en su tarjeta de visita, hubiese olvidado de buena gana al pobre teniente para entregarse a un viejo noble... consumido por los placeres. Esto es lo que pensaste y no serías un hombre si hubieras llegado a cualquier otra conclusión.
Nicolò. Se pone de pie, y por un instante parece abatido, después murmura. ¡Si en cambio supieras cuánto sufrió este egoísta!
Teresita. También ella se levanta. ¡Y esta ambiciosa!, ¿crees acaso que no haya sufrido? No. Embelesada por el brillo de sus diamantes esta víctima coronada nunca derramó una sola lágrima... En sus tres años de matrimonio con aquel infeliz boulevardier ella pasó de triunfo en triunfo... bajo las envidiosas miradas de todas las miserables que no tienen una corona en su carroza... y un suplicio en el corazón... abandonándose a su pasión. Nunca volviste a ocuparte de mí y por algún motivo te ha costado reconocerme. Sin duda encontraste fácilmente otras dulces compensaciones... Se interrumpe de improviso como afectada por algún remordimiento, cambia de tono, y continúa con afectación. ¿Pero de qué estamos hablando? ¡Oh Dios! Este no es el motivo de su visita. ¿Qué sentido tiene desenterrar cosas muertas, terminadas para siempre? Sentémonos; ánimo, siéntese... Vamos al asunto... Se muestra confundida. Giacomina me escribió... ¿Qué me dijo mi buena amiga? Ah sí, que usted quiere casarse; que es tiempo para usted también demostrar buen juicio. Es justo. Sabe que mis pobres sobrinas son buenas chicas y por supuesto que yo me sentiría muy contenta de verlas bien colocadas. Conque siéntese, y hable.
Nicolò. Con expresión patética. No, no, no tengo más nada que decir. Discúlpeme Teresita, no me siento digno de acercarme a una mujer... Retrocede algunos pasos dispuesto a irse.
Teresita. No se enoje por lo que dije. Le pido disculpas si lo ofendí. Siéntese, razonemos. Me aceptará por lo menos un vermú... Saca de un bargueño una botella de cristal y le sirve un vasito a Nicoló.
Nicolò. Esforzándose por rechazarlo. No, no, déjeme irme. No me merezco más nada. Mi vida hace tiempo que ha terminado.
Teresita. ¿Debo ponerme una vieja cofia para persuadirlo a razonar? Nicolò acepta el vermú. Discúlpeme si lo ofendí; usted puso por error un clavo sobre una cicatriz y yo grité de dolor. Pero ya pasó. Aquí... Lo hace sentar y se sienta ella también. Puedo ayudarlo, aconsejarlo, porque en el fondo siento una gran estima por usted.
Nicolò. En cambio yo no siento ninguna estima por mí. Siempre me pareció que no valía la pena querer a una mujer. Sufrí de manera atroz, pero no por la víctima enguirnaldada sino por mi propio orgullo herido. Usted lo ha dicho bien hace poco: mi nombre es, Egoísta. Cuando un hombre no es capaz de comprender, de apiadarse, de perdonar, ya no merece que una mujer lo quiera... Vuelve la cara algo conmovido, se bebe de un trago el vermú y deja el vaso sobre el bargueño; se apresta a irse.
Teresita. Se levanta, está preocupada. Permítame al menos que le presente a mis sobrinas. Aunque no use cofia sé ejercer los deberes de la hospitalidad.
Desde el jardín resuena una campanilla.
Aquí están, son las chicas que regresan con la gobernanta.
Nicoló. Trata de irse. No, no, no quiero ver a nadie, ni tampoco quiero que me vean.
Teresita. Entonces pongámonos aquí, detrás de este biombo; así podremos verlas sin ser vistos. Toma a Nicolò de la mano, lo lleva cerca de la puerta donde hay un biombo y le señala a las chicas que en ese momento pasan por el jardín. Mire la primera, la rubia, tiene veintidós años, es un angelito de bondad, todo sentimiento; se llama Eugenia. La otra, la buena Annetta, tiene un carácter más serio, y mucho ingenio, conoce bien la música...
Nicolò aprieta la mano de Teresita, y arrastrado por la fuerza de la antigua pasión, besa sus cabellos y queda como fulminado por su misma audacia.
Teresita se separa de él y con acento de profundo reproche, pero sin ira, le dice:
Teresita. ¡Qué hace, Nicolò!... va a sentarse y esconde la cara entre las manos.
Nicolò. Después de un largo momento en que se ha quedado como en una ensoñación, se acerca lentamente a Teresita y con voz sumisa, llena de notas tiernas y apasionadas, dice curvándose sobre ella. ¡No he conocido más que una mujer en toda mi vida y basta!; la rubia, la morena, la sentimental y la mujer sensata, todas las bondades y todas las bellezas posibles en una mujer pasaron el día que usted me dejó, Teresita. Puso el listón tan alto, sublime, que en comparación las demás me parecen meras imágenes descoloridas. Quien amó una vez lo hizo para siempre. Si el destino no quiso que fuera mía, lo acepto, pero no quiero arruinar mi ideal. Si Giacomina no me hubiese mandado aquí, nunca hubiera venido a esta búsqueda de viajante. Es pecado desperdiciar el amor vivo con amores artificiales, no hay que trocar oro por papel... Adiós.
Teresita. Descontenta. ¿Entonces, qué debo escribirle a Giacomina?, ¿qué hemos fracasado?
Nicolò. Yo mismo le escribiré, si me lo permite. Dado que no volveré a su casa antes de fin de mes o incluso más tarde, será mejor, si me facilita papel y pluma, que ahora mismo le escriba un par de líneas.
Teresita. Mientras prepara las cosas sobre otra mesita. ¿Tiene pensado viajar?
Nicolò. Se sienta a la mesita y toma la pluma. Sí, necesito cambiar de aires. Estoy algo enfermo, me siento viejo y melancólico... Iré a París en busca de distracciones. Escribe. «Querida Giacomina...».
Teresita. Sentada aparte, se busca algo para hacer. París no es la ciudad más indicada para alguien enfermo. Lo que usted necesita es una buena enfermera.
Nicolò. «Querida Giacomina...». Ayúdeme a escribir esa carta...
Teresita. Con energía, después de haber tirado lo que estaba haciendo. Sí, de acuerdo, escriba lo que le dicto: «Querida Giacomina, puesto que soy... un hombre de poca fe...
Nicolò escribe al dictado, pero de pronto se interrumpe. Teresita le ordena:
Teresita. ¡Vamos, escriba!: «Mi destino es siempre sufrir para nunca terminar nada». ¿Lo ha escrito? Se levanta y camina algo nerviosa.
Nicolò. Escribe. «Nunca terminar nada». Ya está.
Teresita. Punto y aparte. «No creo en la virtud de la mujer...»
Nicoló. Perdone, pero...
Teresita. Dejándose llevar cada más por la pasión. No, no, debe ser capaz de escribir su propia condena. «No creo... que una mujer... pueda haber conservado puro su ideal... mientras... Dirigiéndose directamente a Nicolò, que deja caer la pluma. Mientras que a su alrededor se negociaban los afectos y se cometían las más innobles bellaquerías. No creo que una mujer pueda sobrevivir a su propio dolor y a sus propias humillaciones; no creo que todavía pueda conservar intacto el tesoro de sus afectos y pueda compensar a un hombre que alguna vez la amó...
Nicolò. Toma las manos de Teresita, las lleva a su boca, arrodillándose frente a ella. ¿Entonces todavía me amas?
Teresita. Como despertándose de un sueño. ¿Qué hace? Yo no hablaba de mí. Escriba.
Nicolò. ¡Mujer de poca fe! ¿Para qué seguir engañándonos?
Teresita. Hablaba de estas pobres muchachas huérfanas.
Nicolò. Ellas necesitan un padre. Escriba, yo dictaré... La hace sentar en el sitio que él ocupaba.
Teresita. Resistiéndose. ¿Nicolò, qué dije? Siento un remordimiento... Usted no vino por mí...
Nicolò. Escriba. «Querida Giacomina... Teresita se esfuerza para escribir; Nicolò sigue dictando. Ni... co... lò me a... ma, punto. Yo a... mo a Nicolò con to.. da el alma». Y Teresita no dice que no. Y la querida tiíta, sin la cofiecita, se dejará finalmente besar en la boca por un viejo muchacho que la ama desde hace diez años.
Teresita. Odiándola...
Nicolò. Sí, así es. Para que como el oro el amor resista al tiempo hay que mezclarlo en una pequeña aleación de odio y celos. Sí, te odié, te odio... porque te amo.
Teresita. Calla, las chicas... Se levanta algo temerosa y con voz suplicante agrega: ¿De verdad te vas a ir?
Nicolò. Seguro, y corriendo, para contarle a Giacomina todo esto que nos pasa. Le diré que venga a verte.
Teresita. Aquí no, están las chicas. Yo iré a verla. ¡Dios mío! ¿Qué dirán estas pobres hijitas? Yo, que tendría que pensar para ellas, y en cambio... ¡Buena tía resulté ser!... Nicolò, ¿no habré envejecido, verdad? Va a mirarse en el espejo. El dolor deja sus cicatrices. ¿Estoy tal vez demasiado delgada? ¿Me merezco acaso una cofia? ¿Qué dirá la gente?
Nicolò. La toma del brazo. La gente dirá que el viejo amor no envejece, y que el mejor modo de casarse es... hablándolo con la tía.
FIN
…
Nota · Este diálogo teatral forma parte del libro:
Emilio De Marchi: Cuentos de Navidad. Cerrutti · Editor. Sueños de la ficción – Narrativa. Traducción: Nahuel Cerrutti. Madrid, 2006; Buenos Aires, 2018.